Todos en Cuba hemos oído hablar, aunque solo haya sido en la escuela, sobre los esclavos cimarrones y sus palenques.
Es
creencia generalizada que el cimarronaje fue un fenómeno localizado
principalmente en las provincias orientales debido a las características de su
topografía.
Sin
embargo, también hubo cimarrones en La
Habana, y ellos no se fueron a los palenques de las montañas, sino a los que
construyeron en esta misma demarcación capitalina. ¿Sorprendente? Pero
cierto.
Nuca
se ha podido establecer la cifra que alcanzó la población negra en La Habana en
los primeros siglos de la conquista y colonización española de la isla.
Solo
se sabe que desde muy temprano ya había negros y negras libres junto con gran
cantidad de esclavos. En 1600, el cabildo calculaba que había en la villa unos mil
500 esclavos negros, pero se cuidó de añadir que la cifra podía ser mayor.
Once
años más tarde, esa misma institución hablaba de unos cinco mil esclavos negros
solo en la capital, entre ellos muchos cimarrones
o negros “huidos”, como eran llamados los que desaparecían sin más y escapaban
del control de sus amos.
En
sus palenques, palabra de origen catalán que significa muro o vallado que se
construye alrededor de una plaza o fortaleza, los cimarrones trataban de
reconstruir el modo de vida que habían conocido en África.
Sus armas eran las mismas que usaban en
las haciendas para desollar reses, armas blancas llamadas de punta, además de
arco y flechas, en cuyo uso eran diestrísimos.
Para
alimentarse no solo asaltaban y saqueaban las pequeñas haciendas en las afueras
de la villa, sino que asaltaban en los caminos y bosques a aquellos esclavos
que regresaban con bastimentos a las haciendas de sus amos.
Las
autoridades españolas y en general toda la población blanca de La Habana de
entonces los consideraban sujetos altamente peligrosos. Algunos palenques
tuvieron mujeres como jefas. No me consta si fue así en La Habana.
El precio de un esclavo, ya fuera hombre, mujer o niño, oscilaba en el mercado,
pero siempre era lo suficientemente alto como para que los amos no quisieran
perder a “sus negros”, por lo que las autoridades crearon un cargo especial, y
quienes lo desempeñaban tenían como único
deber recapturar a los esclavos fugitivos, a quienes se conducía a una especie
de corrales en medio de la ciudad donde se les depositaba atados y bajo
fuerte custodia hasta que fueran reclamados y recogidos por sus dueños.
Uno
de los ciudadanos que desempeñó este cargo, aunque no lo hizo en fechas tan
tempranas, fue el padre de ese personaje siniestramente célebre que fue el
conde Barreto, el mismo cuyo cadáver desapareció de forma misteriosa durante el
temporal que ha pasado a la historia con su nombre, y quien heredó el oficio de
su progenitor.
Estos funcionarios tenían a su cargo una
plantilla de rancheadores y jaurías de perros entrenados en la caza de esclavos
fugitivos, pero, como ya dije, el
objetivo no era matar a los esclavos, sino devolverlos a sus dueños en las
mejores condiciones posibles.
Prueba
de que no se los dañaba físicamente siempre que tal cosa pudiera evitarse es
que, cuando eran vendidos, se inscribían en el registro de ventas como huidos o
cimarrones, sin que este detalle
afectara para nada su valor en el mercado.
Muchos esclavos perseguidos, ante la posibilidad de ser regresados a su penosa condición, preferían suicidarse o, si se resistían, podían ser despedazados por los perros, pero esa es ya otra historia. (Gina Picart. Foto tomada de Habana Radio)