El 22 de abril de 1915 fue inaugurado sobre las ruinas del “Tacón” el teatro Nacional. Para esta gala, se reunió un elenco extranjero de primera magnitud, y los directores de escena fueron de igual estatura.
Durante aquella temporada, se cantaron las óperas Caballería rusticana,
Aída, Los payasos, Rigoletto, Otelo, Madame Butterfly, Un baile de máscaras, La
Bohemia, Carmen, El barbero de Sevilla, Manón y La Gioconda. Las
temporadas del Nacional fueron desde entonces las mejores de La Habana, y
acudían a ellas las damas con trajes lujosos y los hombres “de rigurosa
etiqueta de frac, pechera almidonada y chistera”.
El autor más admirado del público era Puccini,
principal representante del estilo verista.
Indudablemente, la ópera era por entonces el más
prestigioso y suntuoso evento social de carácter cultural y el que más atraía e
interesaba a las clases altas y la burguesía de la isla. El cronista teatral de
La Marina era en ese tiempo Enrique Fontanills, quien por tratar con tan
selecta materia humana llegó a convertirse en árbitro de la elegancia en la
ciudad.
Me sorprendió bastante saber que en La Habana se
representaron las óperas Lohengrin y Parsifal, de Wagner. No soy
precisamente una especialista y desconocía ese dato. Pocas décadas después fue
puesta en escena en el moderno teatro Auditorium la ópera wagneriana Tristán
e Isolda, dirigida por el maestro Clemens Krauss.
Poco antes de la crisis económica que se desató en
1930 la ciudad recibió, a manera de canto de cisne, la singular visita de una
compañía de ópera rusa, la Opera Privé, establecida en el París donde
triunfaban los exóticos ballets rusos de Diaguilev, y que entonces se
encontraba de gira por Latinoamérica. Su
repertorio dio a conocer en La Habana algunas obras de la escuela nacionalista
eslava, como El príncipe Igor, de Borodin, El zar Saltán, La doncella
de nieve, La ciudad invisible de Kitej, de Rimsky Korsakov, y La feria
de Sorotchinsky, de Musorgsky, tres de los principales compositores del
movimiento musical nacionalista ruso.
Después de 1930 y enflaquecidas ya las vacas de la
economía nacional, solo se ofrecen esporádicas representaciones de óperas, las
más de las veces con artistas del patio. Hasta que en 1941 la sociedad Pro Arte
Musical se convierte en heredera de las pasadas glorias operáticas del
Nacional. Fue allí donde la soprano Renata Tebaldi cantó La Travista, Tosca y
Aída.
Parece que en estos años posteriores a la crisis hubo
en los teatros cubanos un mayor número de representaciones de óperas compuestas
por cubanos, entre las cuales fueron quizá las más relevantes Baltasar,
Ziglia y La zarina, de Villate, El náufrago, La dolorosa, Doreya,
El caminante y Kabelia, del reconocido compositor Eduardo Sánchez de
Fuentes, La esclava, de José Mauri, y Patria, de Hubert de Blank.
La primera zarzuela —según Ichaso— fue representada en
Cuba en el teatro Tacón en 1853, y su título era El duende, de Rafael
Hernando, y dos meses después la siguió la primera obra de este género
compuesta en Cuba, Todos locos o ninguno, de Freixas, que al parecer fue
un fracaso. El teatro Albisu era el
local donde este género se enseñoreó. La opereta vienesa, también muy gustada
por el público cubano, alcanzó su mayor auge con la visita de la cantante
Esperanza Iris, tan célebre que el público la apodó la emperatriz de la
opereta.
Las varietés, a las que Ichaso llama espectáculos
musicales de carácter frívolo, tenían su sede en el teatro Martí. Fueron
célebres las temporadas de Quinito Valverde con su Príncipe de carnaval,
que inauguraron un tipo de representaciones teatrales similares las revistas
espectaculares de los follies de New York y París.
El Alambra fue la sede de los bufos cubanos, también
llamados caricatos. Allí se representaron las mejores obras del género y se
dieron a conocer los teatristas más sobresalientes, entre los que se contaban
Federico Villoch y Gustavo Robreño, y compositores tan brillantes como Jorge
Ankerman y Valenzuela. Los personajes del bufo serían, supuestamente, herederos
de los de la comedia del arte italiana. Cuando se cerró este teatro el género
declinó. Algunos de los compositores que lo habían cultivado, como Gustavo
Sánchez Galarraga, produjeron entonces una modalidad folklórica de la opereta
que fue bien acogida por el público.
Hubo un momento del teatro nacional al que Ichaso no
hace mención en su extenso artículo, y que sin embargo fue de gran auge.
Ocurrió en 1899, ya declarada Cuba Libre, pero con la sombra de la primera
Intervención norteamericana sobrevolando la isla. En ese marco surgió lo que se
conoce como el teatro mambí, que produjo y llevó a escena gran número de obras
nacionales donde se exaltaban el fervor patriótico y los más recientes hechos
de la historia de Cuba. Este teatro despertaba auténtico furor en el pueblo,
Rine Leal, el más importante estudioso del teatro cubano, caracteriza esta
etapa como de “fiebre patriótica”. Los
autores que destacaron en ella pertenecían a la nómina del Alambra, entre ellos
se encontraban los consabidos Robreño y Villoch, dos de los más célebres
libretistas de aquellos días.
En general, Ichaso apunta en su artículo que los
esfuerzos para crear un teatro nacional comenzaron en el siglo XIX y durante la
República tomaron dos rumbos: el vernáculo, al que no identifica con los bufos
y que caracteriza con un cierto matiz licencioso “y a veces francamente
sicalíptico, para hombres solos”, y los esfuerzos por producir un teatro serio,
que nunca cuajaron en verdaderos y permanentes éxitos. Este último, si bien no
produjo ninguna obra significativa, sí dio una gran actriz, la cienfueguera
Luisa Martínez asado, nacida en 1860. No solo actuó en escenarios cubanos, sino
también en Europa y América, y tanto el público como los críticos la
consideraron la mejor actriz cubana del siglo XIX. (Gina Picart. Foto: Cubadebate)
ARTÍCULO RELACIONADO: