Llegamos a América, concretamente a la siempre fiel isla de Cuba, donde los judíos conversos venidos en las carabelas de Colón y los que les siguieron después no tuvieron mayores problemas, porque muy pronto llegó a este territorio insular el elemento humano destinado a asumir el rol de malo: el africano.
Pero en Cuba, de
donde el rey estaba tan lejos, hacía tanto calor y las mulatas eran tan
soberanamente hermosas, la cosa se complicó, porque no hubo leyes capaces de
mantener separados a los señoritos criollos y a muchos de sus padres españoles
del resto de la población que se iba formando en la mayor de las Antillas.
Cirilo Villaverde dejó de ello el mejor testimonio en
su novela Cecilia Valdés o La Loma del Ángel, aunque no fue el único
texto que denunció el merengue racial que se estaba conformando en la isla.
Sin embargo, las autoridades coloniales,
preocupadísimas por las consecuencias de ello, en especial luego de la
revolución de Haití, también aquí se lanzaron al ruedo social con sus paquetes
de leyes evitadoras que, por supuesto, los criollos se dedicaban a burlar con
gran dedicación y entusiasmo.
También en Cuba
fueron prohibidos los matrimonios desiguales, y los criollos inventaron el
“matrimonio por detrás de la iglesia”, que no fue solo un eufemismo. En
realidad, muchas parejas, cuando llegaba la noche, se tomaban de las manos y
daban una vuelta por detrás del templo más cercano, mientras pronunciaban sus
votos de amor, y ya se consideraban casados.
Podían escoger entre ocultar su relación y verse solo
a escondidas, o, si la novia era blanca, podía abandonar a su familia e
instalarse con su morenito en alguna casa del Manglar, con suerte, o irse a los
campos.
Si el blanco era el novio, las cosas no iban bien,
porque ninguna familia aceptaba a la novia oscura; así que algunos jóvenes
criollos terminaron viviendo en Jesús María; pero la mayoría aplicaba una
solución intermedia: ponía casa a su Cecilia Valdés personal, y todos felices.
Había un detalle adicional: las señoras blancas, y
sobre todo las adineradas, usaban sus costosos trajes si acaso dos veces, y
luego los regalaban a sus esclavas preferidas, y lo mismo los túnicos, chales,
antucas, sombrillas, guantes, calzado y alguna joyería, de modo que muchas
esclavas se fueron haciendo de un guardarropa de dama.
Y los negros y mulatos libres, y
algunos esclavos a los que sus amos enviaban al taller de algún oscuro maestro
sastre, aprendían la profesión de cortar y coser prendas finas de caballero,
por lo que también terminaban engalanándose de modo tal que, según protestas de
la época, había que mirarles las caras para poder diferenciarlos de los blancos, pues, si se les veía de espaldas,
su elegancia y galanura no permitía distinguirlos de estos.
Por tanto, el vestuario se convirtió en una
herramienta para cruzar barreras sociales, algo que asustaba a las autoridades
coloniales, custodias acérrimas del blanqueamiento de la isla de Cuba.
La ordenanza de la Real Audiencia de México de 1612,
titulada “El desorden en el vestir y usar de ropas finas”, afirmaba “(…) no es
justo que se permita a semejantes personas el uso de estas ropas”. La ordenanza
también estipulaba que las negras y mulatas tampoco debían llevar joyas de oro,
ni de plata, ni perlas, “ni vestidos de seda de Castilla, ni mantos de seda, ni
pasamanos de oro ni de plata, so pena de cien azotes y de perdimiento de los
tales vestidos”.
José Agustín Caballero, una de las voces letradas más
importantes y autorizadas de la época en La Habana, se manifestaba al respecto:
En parte alguna del mundo se ve la confusión que en
nuestro País en orden a los vestidos y porte de las personas. Los adornos y
trages (sic) que estaban establecidos para diferenciar las condiciones, al
presente sirven para confundirlas. No se distingue el noble del plebeyo, el
rico del pobre, ni el negro del blanco. Regularmente se necesita verles a las
caras para no equivocarse por el vestido. La espada a la [ilegible] distintivo
de la nobleza, tan bien la ciñe el militar y noble a quien corresponde, como el
negro, el mulato y un Quidom a quien no pertenece. Igual atavío adorna a
una Señora de carácter como una negra y mulata que deberían distinguirse por
ley, por respeto y por política, de aquellas a quienes ayer tributaban
reverencias, y servían como esclavas. A tal llega la presunción de esta clase
de gentes que se desdeñan de baylar (sic) (particularmente las mulatas) con sus
iguales, y no romperán el sarao, hasta que los mozos blancos no concurran a él.
Aparentemente solo había un lugar en
el que negros, blancos y mulatos podían confluir: la iglesia, pues ante los
ojos de Dios todas sus criaturas son iguales, lo cual, según queda demostrado,
no obliga a los hombres a mirar con los ojos divinos. Pero los criollos
encontraron también la manera de burlar este mandato.
Cirilo Villaverde describe magistralmente en su ya
clásica novela Cecilia Valdés un baile de cuna, que no era otra cosa que
un simple baile que solo se distinguía de los demás porque allí se mezclaban
las razas. O bueno, no exactamente, porque los asistentes negros y mulatos,
casi todos libres y maestros en sus oficios, se mantenían en un espacio,
mientras los blancos se quedaban en otra parte de la sala, y solo las mulatas
podían cruzar de un territorio a otro, pues en ambos eran la pieza más
solicitada.
Con el tiempo, los esclavos y esclavas emancipados, y
muchos que aún en condiciones de esclavitud ganaban dinero por sus servicios,
como es el caso de las negras boyeras que sus amos enviaban a la plaza de la
Catedral a vender dulces, y de los negros que conformaban orquestas de música y
amenizaban bailes de salón en casas de blancos, acumularon capital, compraron
inmuebles, compraron esclavos y pusieron negocios que les permitieron
enriquecerse.
Con respecto a esta ruptura de barreras
raciales y sociales —mamparas empujadas por personas no blancas en la colonia
cubana—, quiero narrar una anécdota. Los hacendados franceses huidos de la
Revolución de Haití que vinieron a refugiarse en el Oriente cubano,
construyeron en La Gran Piedra un paraíso de cafetales magníficos, y pronto
muchos de ellos recuperaron o igualaron la fortuna perdida en la vecina isla
sublevada.
Vivían con fasto y el mismo refinamiento que los había
caracterizado en Haití, ofrecían saraos y banquetes con platos suculentos
elaborados por los pocos esclavos que los habían acompañado en el destierro.
Uno de estos cafetaleros galos contrajo matrimonio con una joven criolla, hija
de un poderoso de Santiago de Cuba. Poco después de las bodas, celebraron una
fiesta en su cafetal. Los franceses eran un círculo cerrado que se frecuentaba
solo entre ellos, pero por aquel tiempo estaban intentando establecer
relaciones comerciales con los criollos orientales, así que el francés invitó a
algunos, los más ricos. Y resultó que había entre ellos un joven mulato, hijo
precisamente de otro emigrado francés con una mulata santiaguera —aún quedan en
la provincia decenas de estos apellidos—. El joven, reconocido por su padre y
su único heredero, había estudiado en París, era un cumplido caballero y de
físico hermoso.
La flamante esposa del cafetalero tenía una sobrina
habanera que pasaba unos días en el cafetal y fue invitada a la fiesta. Una vez
todos en el salón, junto a una mesa ricamente servida, el joven mulato invitó a
bailar a la señorita de La Habana, y esta se negó muy ofendida. Por la noche,
ya en el dormitorio, la tía comentó con una amiga: “Mi sobrina se cree que
nació de las ingles de Júpiter”. La sobrina escuchó, y se aprestó a ripostar:
“No, tía, pero tampoco salí de las verijas de una negra”. Ni qué decir que los
anfitriones se deshicieron en esfuerzos por desagraviar al ofendido.
Y para terminar con esta historia de
cómo el vestuario y sus accesorios se convirtieron en un arma temible de la
guerra racial, quiero recordar el ejemplo del célebre ingenio Angerona, cuna de
los amores del francoalemán Cornelio Souchay y la bella mulata haitiana Úrsula
Lambert. Cuando se conocieron, Úrsula era una mujer empoderada: poseía su
propia tienda, donde vendía telas y accesorios de vestuario.
Cuando Cornelio la llevó a Angerona, no solo la hizo
su amante, sino que utilizó la experiencia que ella había traído de Haití en el
manejo de una hacienda y su dotación, y la puso al mando. Cornelio era un
hombre excéntrico, así que Úrsula quedó prácticamente al frente del lugar (se
sabe que hizo construir muros para mantener a los esclavos encerrados por las
noches, y colocaba una guardia en las atalayas).
Cornelio le compró vestidos costosísimos y elegantes,
y joyas de gran valor, y trató de lograr que la pacata y provinciana sociedad
blanca del lugar la aceptara, para lo cual organizó una cena en la que se
propuso hacer brillar a Úrsula no solo por su belleza, sino por su cultura y su
muy refinada educación francesa, y luego preparó una orquesta de músicos
esclavos que tocó piezas clásicas en una cueva para los invitados, quienes, en
lugar de disfrutar el insólito espectáculo, se escandalizaron y hablaron de
ofensas a Dios. Cuando Cornelio murió, sus herederos ocuparon Angerona y
expulsaron a Úrsula, quien fue obligada a partir con la ropa que llevaba sobre
su cuerpo, pues la codiciosa parentela de Souchay retuvo todo el magnífico
ajuar de amor que él le había obsequiado.
Basten estos pocos ejemplos para
poner de manifiesto cómo la simple ropa se convierte en símbolo sexual capaz de
convocar a la transgresión de barreras en aquellas sociedades donde hayan sido
impuestas, y por eso la ropa puede llegar a ser vista como delictuosa por
aquellos que la consideren una amenaza, cuando la gran verdad es que Naturaleza creó su
inmensa variedad de seres sin poner en sus cuerpos marcas de exclusivismo, y en
las sociedades más antiguas, consideradas todavía hoy como referentes de
cultura, como la egipcia, la persa y los grandes imperios de la Ruta de la
Seda, los seres humanos se han unido y procreado, vivido y muerto en igualdad.
(Gina Picart. Foto: Internet)
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