El vestuario como arma racial en la Historia (III y final)

Llegamos a América, concretamente a la siempre fiel isla de Cuba, donde los judíos conversos venidos en las carabelas de Colón y los que les siguieron después no tuvieron mayores problemas, porque muy pronto llegó a este territorio insular el elemento humano destinado a asumir el rol de malo: el africano.

Pero en Cuba, de donde el rey estaba tan lejos, hacía tanto calor y las mulatas eran tan soberanamente hermosas, la cosa se complicó, porque no hubo leyes capaces de mantener separados a los señoritos criollos y a muchos de sus padres españoles del resto de la población que se iba formando en la mayor de las Antillas.

Cirilo Villaverde dejó de ello el mejor testimonio en su novela Cecilia Valdés o La Loma del Ángel, aunque no fue el único texto que denunció el merengue racial que se estaba conformando en la isla.

Sin embargo, las autoridades coloniales, preocupadísimas por las consecuencias de ello, en especial luego de la revolución de Haití, también aquí se lanzaron al ruedo social con sus paquetes de leyes evitadoras que, por supuesto, los criollos se dedicaban a burlar con gran dedicación y entusiasmo.

También en Cuba fueron prohibidos los matrimonios desiguales, y los criollos inventaron el “matrimonio por detrás de la iglesia”, que no fue solo un eufemismo. En realidad, muchas parejas, cuando llegaba la noche, se tomaban de las manos y daban una vuelta por detrás del templo más cercano, mientras pronunciaban sus votos de amor, y ya se consideraban casados.

Podían escoger entre ocultar su relación y verse solo a escondidas, o, si la novia era blanca, podía abandonar a su familia e instalarse con su morenito en alguna casa del Manglar, con suerte, o irse a los campos.

Si el blanco era el novio, las cosas no iban bien, porque ninguna familia aceptaba a la novia oscura; así que algunos jóvenes criollos terminaron viviendo en Jesús María; pero la mayoría aplicaba una solución intermedia: ponía casa a su Cecilia Valdés personal, y todos felices.

Había un detalle adicional: las señoras blancas, y sobre todo las adineradas, usaban sus costosos trajes si acaso dos veces, y luego los regalaban a sus esclavas preferidas, y lo mismo los túnicos, chales, antucas, sombrillas, guantes, calzado y alguna joyería, de modo que muchas esclavas se fueron haciendo de un guardarropa de dama.

Y los negros y mulatos libres, y algunos esclavos a los que sus amos enviaban al taller de algún oscuro maestro sastre, aprendían la profesión de cortar y coser prendas finas de caballero, por lo que también terminaban engalanándose de modo tal que, según protestas de la época, había que mirarles las caras para poder diferenciarlos de los blancos, pues, si se les veía de espaldas, su elegancia y galanura no permitía distinguirlos de estos.

Por tanto, el vestuario se convirtió en una herramienta para cruzar barreras sociales, algo que asustaba a las autoridades coloniales, custodias acérrimas del blanqueamiento de la isla de Cuba.

La ordenanza de la Real Audiencia de México de 1612, titulada “El desorden en el vestir y usar de ropas finas”, afirmaba “(…) no es justo que se permita a semejantes personas el uso de estas ropas”. La ordenanza también estipulaba que las negras y mulatas tampoco debían llevar joyas de oro, ni de plata, ni perlas, “ni vestidos de seda de Castilla, ni mantos de seda, ni pasamanos de oro ni de plata, so pena de cien azotes y de perdimiento de los tales vestidos”.

José Agustín Caballero, una de las voces letradas más importantes y autorizadas de la época en La Habana, se manifestaba al respecto:

En parte alguna del mundo se ve la confusión que en nuestro País en orden a los vestidos y porte de las personas. Los adornos y trages (sic) que estaban establecidos para diferenciar las condiciones, al presente sirven para confundirlas. No se distingue el noble del plebeyo, el rico del pobre, ni el negro del blanco. Regularmente se necesita verles a las caras para no equivocarse por el vestido. La espada a la [ilegible] distintivo de la nobleza, tan bien la ciñe el militar y noble a quien corresponde, como el negro, el mulato y un Quidom a quien no pertenece. Igual atavío adorna a una Señora de carácter como una negra y mulata que deberían distinguirse por ley, por respeto y por política, de aquellas a quienes ayer tributaban reverencias, y servían como esclavas. A tal llega la presunción de esta clase de gentes que se desdeñan de baylar (sic) (particularmente las mulatas) con sus iguales, y no romperán el sarao, hasta que los mozos blancos no concurran a él.

Aparentemente solo había un lugar en el que negros, blancos y mulatos podían confluir: la iglesia, pues ante los ojos de Dios todas sus criaturas son iguales, lo cual, según queda demostrado, no obliga a los hombres a mirar con los ojos divinos. Pero los criollos encontraron también la manera de burlar este mandato.

Cirilo Villaverde describe magistralmente en su ya clásica novela Cecilia Valdés un baile de cuna, que no era otra cosa que un simple baile que solo se distinguía de los demás porque allí se mezclaban las razas. O bueno, no exactamente, porque los asistentes negros y mulatos, casi todos libres y maestros en sus oficios, se mantenían en un espacio, mientras los blancos se quedaban en otra parte de la sala, y solo las mulatas podían cruzar de un territorio a otro, pues en ambos eran la pieza más solicitada.

Con el tiempo, los esclavos y esclavas emancipados, y muchos que aún en condiciones de esclavitud ganaban dinero por sus servicios, como es el caso de las negras boyeras que sus amos enviaban a la plaza de la Catedral a vender dulces, y de los negros que conformaban orquestas de música y amenizaban bailes de salón en casas de blancos, acumularon capital, compraron inmuebles, compraron esclavos y pusieron negocios que les permitieron enriquecerse.

Con respecto a esta ruptura de barreras raciales y sociales —mamparas empujadas por personas no blancas en la colonia cubana—, quiero narrar una anécdota. Los hacendados franceses huidos de la Revolución de Haití que vinieron a refugiarse en el Oriente cubano, construyeron en La Gran Piedra un paraíso de cafetales magníficos, y pronto muchos de ellos recuperaron o igualaron la fortuna perdida en la vecina isla sublevada.

Vivían con fasto y el mismo refinamiento que los había caracterizado en Haití, ofrecían saraos y banquetes con platos suculentos elaborados por los pocos esclavos que los habían acompañado en el destierro. Uno de estos cafetaleros galos contrajo matrimonio con una joven criolla, hija de un poderoso de Santiago de Cuba. Poco después de las bodas, celebraron una fiesta en su cafetal. Los franceses eran un círculo cerrado que se frecuentaba solo entre ellos, pero por aquel tiempo estaban intentando establecer relaciones comerciales con los criollos orientales, así que el francés invitó a algunos, los más ricos. Y resultó que había entre ellos un joven mulato, hijo precisamente de otro emigrado francés con una mulata santiaguera —aún quedan en la provincia decenas de estos apellidos—. El joven, reconocido por su padre y su único heredero, había estudiado en París, era un cumplido caballero y de físico hermoso.

La flamante esposa del cafetalero tenía una sobrina habanera que pasaba unos días en el cafetal y fue invitada a la fiesta. Una vez todos en el salón, junto a una mesa ricamente servida, el joven mulato invitó a bailar a la señorita de La Habana, y esta se negó muy ofendida. Por la noche, ya en el dormitorio, la tía comentó con una amiga: “Mi sobrina se cree que nació de las ingles de Júpiter”. La sobrina escuchó, y se aprestó a ripostar: “No, tía, pero tampoco salí de las verijas de una negra”. Ni qué decir que los anfitriones se deshicieron en esfuerzos por desagraviar al ofendido.

Y para terminar con esta historia de cómo el vestuario y sus accesorios se convirtieron en un arma temible de la guerra racial, quiero recordar el ejemplo del célebre ingenio Angerona, cuna de los amores del francoalemán Cornelio Souchay y la bella mulata haitiana Úrsula Lambert. Cuando se conocieron, Úrsula era una mujer empoderada: poseía su propia tienda, donde vendía telas y accesorios de vestuario.

Cuando Cornelio la llevó a Angerona, no solo la hizo su amante, sino que utilizó la experiencia que ella había traído de Haití en el manejo de una hacienda y su dotación, y la puso al mando. Cornelio era un hombre excéntrico, así que Úrsula quedó prácticamente al frente del lugar (se sabe que hizo construir muros para mantener a los esclavos encerrados por las noches, y colocaba una guardia en las atalayas).

Cornelio le compró vestidos costosísimos y elegantes, y joyas de gran valor, y trató de lograr que la pacata y provinciana sociedad blanca del lugar la aceptara, para lo cual organizó una cena en la que se propuso hacer brillar a Úrsula no solo por su belleza, sino por su cultura y su muy refinada educación francesa, y luego preparó una orquesta de músicos esclavos que tocó piezas clásicas en una cueva para los invitados, quienes, en lugar de disfrutar el insólito espectáculo, se escandalizaron y hablaron de ofensas a Dios. Cuando Cornelio murió, sus herederos ocuparon Angerona y expulsaron a Úrsula, quien fue obligada a partir con la ropa que llevaba sobre su cuerpo, pues la codiciosa parentela de Souchay retuvo todo el magnífico ajuar de amor que él le había obsequiado.

Basten estos pocos ejemplos para poner de manifiesto cómo la simple ropa se convierte en símbolo sexual capaz de convocar a la transgresión de barreras en aquellas sociedades donde hayan sido impuestas, y por eso la ropa puede llegar a ser vista como delictuosa por aquellos que la consideren una amenaza, cuando la gran verdad es que Naturaleza creó su inmensa variedad de seres sin poner en sus cuerpos marcas de exclusivismo, y en las sociedades más antiguas, consideradas todavía hoy como referentes de cultura, como la egipcia, la persa y los grandes imperios de la Ruta de la Seda, los seres humanos se han unido y procreado, vivido y muerto en igualdad. (Gina Picart. Foto: Internet)

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