Ya he contado en varias ocasiones cómo mi abuelo paterno, José Manuel Picart, tomó a su cargo mi formación en Historia de Cuba y del mundo, Literatura, Filosofía y Poesía.
Cada día, salíamos los dos
vestidos de milicianos, yo con cinco o seis años, boina caída sobre un ojo y
armada con mi pistolita de agua, y él, anciano gotoso, medio ciego y ya casi
inválido, a recorrer La Habana Vieja.
Castillos, fortalezas, palacios y todo un pueblo de
fantasmas en el que se mezclaban indios, esclavos, libertos, aristócratas,
comerciantes, hacendados, soldados españoles, piratas y marinos de la Flota de
Indias con otro pueblo de mármol ardiente de sol: estatuas mutiladas de dioses
griegos, aljibes con brocales de piedra y fuentes con delfines, guardavecinos
herrumbrosos, vitrales rotos.
Conocíamos a todos los guardianes
de estas ruinas de La Habana colonial, que nos dejaban pasar de buen grado,
pues mi abuelo siempre se presentaba como el periodista Picart, de El País,
algo que en realidad había sido en su juventud, y aún imponía respeto en los
habaneros de entonces, poseedores todavía de un sentido de las jerarquías, hoy
ya desvanecido.
Llevándome amorosamente de su
mano, mi abuelo me contaba historias fantásticas en las que mezclaba elementos
de realidad con otros de su riquísima imaginación. Y por la noche, nos
sentábamos en el pequeño balcón de su apartamentico de Luyanó a mirar las
estrellas y a recordar lo que habíamos visto en la mañana.
Él no sabía que me estaba
convirtiendo en testigo de la magna obra de un hombre que años más tarde iba a
aparecer como un arcángel salvador en aquel panorama derruido, para devolver a
la Villa de San Cristóbal su antiguo y maravilloso esplendor. Abuelo apenas
alcanzó a conocer algo de la obra del entonces muy joven Eusebio Leal Spengler,
historiador de la Ciudad. Murió, eso sí, agradeciéndole.
En mi febril mente de niña, se grabaron como en una
placa fotográfica todos los rincones, todas las imágenes y hasta las sombras
enroscadas en los patios desolados del pasado.
Aún hoy, vuelvo a ver todo
aquello en mi memoria, como si las imágenes estuvieran suspendidas en un tiempo
inmóvil. Por eso, para honrar a mi abuelo, me prometí a mí misma que yo
seguiría a Leal paso a paso en todo lo que hiciera, porque Leal iba a hacer
realidad el sueño eterno de José Manuel: resucitar con magia los tiempos idos
de nuestra ciudad, que tanto amábamos.
Lo que yo no podía imaginar, cuando tomé esa decisión
–muy joven entonces- , era que estudiar la carrera de Periodismo me iba a
permitir acercarme a Leal, cosa que hice en más de una oportunidad.
Recuerdo, en especial, una
conferencia que él dictó en el anfiteatro de la Universidad de La Habana. Había
cubanos en el auditorio, pero también muchos académicos españoles, porque se trataba
de un aniversario de la capital, y mucha prensa extranjera. Leal hizo un
discurso de esos que no se olvidan, y terminó con esta frase memorable: “El
pueblo de Cuba avanza por un puente roto hacia el futuro”.
El público, que le había
escuchado electrizado, quedó un instante en silencio, y de repente la bancada
de los académicos hispanos se puso en pie como un solo hombre y prorrumpió en
un aplauso de fragores como solo la pasión celtíbera es capaz de producir.
En la fila de asientos delante de mí, un académico
decía a otro, presa de orgullo y entusiasmo arrebolado: “¡¡¡Es un orador, un
orador!!!”, mientras reía como un niño que acaba de descubrir entre dos nubes
un trozo de maravilla.
A mí me embargaba una emoción que me dejó “estaqueada
en medio del patio”, como leí después en Rayuela. Apenas si podía
respirar.
Como miembro, entonces, del
colectivo del sitio digital de Radio Metropolitana y especialista en La Habana
Colonial y Republicana, yo dedicaba mucho tiempo a andar La Habana, pero en
realidad apenas salía del perímetro del centro histórico, absorta siempre
descubriendo nuevas remodelaciones, nuevos trabajos y nuevas magias del hombre
que se había convertido para mí en un símbolo, pero también en algo más humano:
concebí por Leal esa admiración desmesurada que se parece tanto al amor, y
mientras con un ojo admiraba las maravillas arquitectónicas, con el otro
espiaba cada rincón para ver si lo veía aparecer con su extraño andar
apresurado y su zafari gris tan parecido al hábito de un monje, que a cualquier
otro hombre lo hubiera convertido en invisible bajo el sol a plomo de nuestras
calles cercanas al mar, pero a él lo volvía una presencia notoria.
Con la ayuda de Magda Ressik, lo
entrevisté siempre que pude, me inventaba motivos, iba a lugares donde sabía
que él acostumbraba estar, porque yo tenía un sueño muy grande: yo quería
trabajar para él y ser aunque solo fuera una ínfima parte de su gran obra. Pero
jamás me atreví a pedírselo.
Cada vez que nos encontrábamos,
se me ponía rígida la boca y no me salía más que un timidísimo saludo. Eusebio
me observaba, al principio con una cierta curiosidad distante, tal vez porque
notaba algo extraño en mi conducta, y después, cuando fue pasando el tiempo, su
expresión se volvió más comprensiva. Ya no tenía que preguntarse por qué lo perseguía
aquella periodista tan tensa y nerviosa. Solo estuve segura cuando muchos años
después mi hija, víctima del mismo sentimiento, que yo le había inculcado, se
encontró con él durante una actividad en La Casa de Asia y se le presentó como
hija mía. Eusebio, me cuenta ella, le
dedicó una vaga sonrisa y murmuró para sí: “Ah, las hijas de las mujeres que me
amaron…”. Sí, me había descubierto.
Fue uno de los habaneros, de los
cubanos más ilustres, finos, cultos, con ese aire de mundo que confiere una
elegancia especial aún a quien vistiera harapos. Tenía un sentido del glamour
que se hizo manifiesto en todas las ideas que puso en práctica para animar el casco
histórico: todas sus obras en La Calle del Obispo, la Tienda de los Muñecos, El
Bazar Oriental, la tienda de flores, la perfumería Habana 1791, las ventas de
artesanías exquisitas… Todo revelaba en él gusto, refinamiento, clase,
distinción, espiritualidad y una inteligencia deslumbrante: el habanero
arquetípico del pasado esplendor de la urbe. Siempre correcto, respetuoso,
mesurado y caballero, aunque de vez en cuando hacía gala de unos asomos de
cólera que me asustaban un poco, pero jamás descompuesto ni alterado.
Tuvo el buen tino de abrir espacios de religiosidad
para cristianos, católicos, ortodoxos, musulmanes… Su sentido ecuménico y de
respeto por la diversidad infinita de la cultura fueron, junto con su pasión
sin límites por La Habana y su sentido de patria, los mejores legados que nos
dejó, su mejor herencia.
Los monumentos que creó, los
negocios que concibió, los hostales, restaurantes, casas de café, librerías,
bibliotecas, todo podría desaparecer sin que por eso se borraran en el alma de
La Habana la influencia y el pensamiento de Eusebio Leal. Yo creo firmemente
que, en su terreno, fue un Grande y un hacedor de Patria como Varela, Luz y
Caballero, Martí, Céspedes.
A los muertos venerados se les
suele desear que descansen en paz. Yo siento no poder desear a Eusebio un sueño
eterno apacible e inmóvil. Yo quiero que su fantasma, o lo que sea aquello en
que nos convertimos cuando cruzamos del otro lado de la vida, continúe en esta
ciudad su eterna andadura de Quijote que combate por la memoria histórica.
Tuvo sus molinos de viento, sus detractores, sus
enemigos, pero es, probablemente, la única figura de la cultura nacional ante
quien el pueblo acudía en masa para escuchar su palabra sin necesidad de
convocatorias oficiales, y su muerte física fue una de las más lloradas en esta
isla.
Nuestro amor “habanero” hacia Eusebio Leal fue siempre espontáneo, porque siempre reconocimos en él al hombre sincero de donde crece la palma, al patriota, al Maestro espiritual. ¡Que siga viviendo, y su corazón, latiendo en cada una de sus obras, en cada adoquín de la Calle de Madera, en cada rayo de sol sobre el Palacio de los Capitanes Generales! ¡Que no nos deje nunca el que a su modo fue también Homagno generoso! (Gina Picart. Foto: Juventud Rebelde)