La aristocracia cubana frente al espejo (III)

En su libro Crónicas Habaneras, Julián del Casal menciona al marqués de Lagunillas, erudito a quien debemos hoy la colección de antigüedades griegas que puede disfrutarse en las salas de Arte Antiguo del Museo Nacional de Bellas Artes.

También dedica un aparte al conde de Casa Barreto y marqués del Almendares, quien se dedicaba solo a la agricultura.

Casal lo describe como un individuo que prefiere la gloria de tener dinero a ostentar sus blasones.

Debía caerle muy mal al poeta, porque este lo caracteriza como un rudo hombre de campo, al tiempo que recuerda con sarcasmo su prole numerosa y asegura que su casa es la de peor gusto que ha conocido.

Este aristócrata desciende de aquel otro Barreto de siniestra memoria, célebre por las extravagantes crueldades a las que sometía a sus esclavos, por su vida sexual desordenada y lasciva, y su maldad tan grande que la sociedad de su época lo consideraba endemoniado, si no Satán en persona descendido a la Tierra.

De este conde Barreto, ha quedado en la memoria el hecho de que sus contemporáneos le temían tanto al creerlo diabólicamente poseído, que cuando murió fue velado solo por un puñado de sus esclavos en su casona junto al Almendares, una noche de tormenta en la que hubo grande inundación.

A la mañana siguiente, cuando un mísero cortejo conducía el ataúd para ser enterrado, llamó la atención el peso del mismo, y al abrírsele, se le encontró lleno de guijarros negros. El destino del cadáver jamás fue conocido. (Gina Picart)

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