La aristocracia cubana frente al espejo (II)


El conde de Jaruco y Mopox, cuyo padre, don Joaquín de Santa Cruz y Cárdenas, fue considerado en su época como un gran benefactor de Cuba, era genealogista de reconocido prestigio.

Él dedicó su vida a registrar en nueve tomos la larga lista de apellidos y títulos nobiliarios de la isla, y esos libros son hoy de obligada consulta para cualquier historiador que desee hacerse una idea cabal de esta clase patricia que tan relevante papel desempeñó en nuestra historia nacional.

A esta muy ilustre y acaudalada familia perteneció la archifamosa Mercedes Santa Cruz, la bella y culta condesa de Merlin.

Esta dama conoció en la casa de sus padres a brillantes figuras de la intelectualidad española, como Quintana, Moratín y Maury.

El poeta y periodista Julián del Casal, en su delicioso libro Crónicas Habaneras, asegura que en la mansión que esa familia poseía en España expuso el pintor Francisco de Goya sus más célebres cuadros.

Y hay que tener en cuenta que Goya mereció el título de Pintor de Cámara del Rey, lo cual nos da una idea bastante aproximada de la alta estima en que esta familia Jaruco era tenida por la Corte de Madrid.

Cuando la joven Mercedes contrajo matrimonio con el general francés conde de Merlin y se instaló en París, su salón estuvo siempre frecuentado por lo más selecto del mundo parisiense, y se contaba entre los cinco salones más distinguidos, refinados y codiciados de la capital francesa, centro espiritual de la cultura europea de entonces, y quizá pueda afirmarse que de todos los tiempos, quedando ubicado en relevancia nada menos que entre los de la emperatriz Josefina, la baronesa de Stael, la actriz Montant y el barón Gerard. No me parece necesario mencionar aquí los méritos literarios de la condesa, son sobradamente reconocidos.

Si bien el libro genealógico de Jaruco y Mopox nos presenta a todos los miembros de esa aristocracia criolla, perfectamente clasificados no sólo por apellidos, sino por primeras, segundas y hasta terceras líneas de descendencia, es el poeta y periodista Julián del Casal, magnífico cronista de su época, quien en el libro ya mencionado anima para el lector actual en imágenes muy vívidas y pintorescas a aquella clase elegante, refinada, y de formación esencialmente europea, en cuyas manos enjoyadas estuvieron por mucho tiempo los destinos económicos y culturales de Cuba.

En sus páginas conoceremos, por ejemplo, a la condesa de Fernandina, a quien Julián del Casal vio por primera vez durante una representación teatral de Sarah Bernhardt en La Habana, quedando muy impresionado al saber que un día, en Londres, ella gastó 25 mil pesos en la compra de una pareja de caballos porque quería rivalizar con el príncipe de Gales.

Se cuenta que era tan hermosa que una noche, al verla entrar en una fiesta en Las Tullerías, el emperador Napoleón III se arrojó a sus pies, exclamando, entre conmovido y deslumbrado: Saludo a la mujer más hermosa de las Américas. Y no hay que olvidar que la española Eugenia de Montijo, esposa de aquel descendiente del Gran Corso, pasaba entonces por ser una de las mujeres más bellas de Europa.

O al marqués de Santa Lucía, uno de los supervivientes de las guerras de independencia, a quien califica Julián del Casal como el más demócrata de los aristócratas o el más aristócrata de los demócratas.

El marqués de Santa Lucía sacrificó su patrimonio por la causa de la libertad de Cuba, y llegó a ser presidente de la Cámara de Representantes de la República en Armas.

Su esposa, Ciriaca Cisneros, acompañada por sus dos hijas, también se lanzó a la manigua a luchar por la libertad, y alguien escribió de ellas que las tres anduvieron durante un año por el escenario de la guerra, envueltas en miserables harapos, asordadas por el estruendo de las balas, ennegrecidas por el humo, enardeciendo a los valientes y llorando sobre los despojos de los muertos (…).

Sufrieron incontables privaciones, y todo buen cubano debe venerarlas, asegura Casal con fervor, para contar de inmediato cómo doña Ciríaca tuvo la valentía de presenciar la ejecución de su esposo, quien había caído prisionero de los españoles.

Hay que añadir que esta familia de Santa Lucía se arruinó durante la guerra, pero más tarde pudo rehacer su fortuna y contribuyó generosamente al establecimiento del gran ferrocarril central de Puerto Príncipe y a la reconstrucción de esa tierra.

Otros acaudalados patricios criollos, como Miguel Aldama y Miguel de Embil, y muchos más, aunque no eran poseedores de títulos nobiliarios, también pagaron con la ruina de sus posesiones su adhesión a la causa libertaria, y no tuvieron la suerte de recuperar lo perdido, de lo que, por otra parte, jamás se quejaron, aunque murieron pobres y olvidados en el exilio.

Por lo menos la Historia no recoge ninguna muestra de su arrepentimiento, si es que alguna vez su amor por la libertad de Cuba les permitió experimentar semejante aflicción.

También menciona Julián del Casal al marqués de la Real Proclamación, quien, como la mayor parte de los miembros de su familia, se ha distinguido por su acendrado patriotismo.

Durante las épocas más temibles de la política (…), el marqués no dejó de poner su firma al pie de los mensajes que se dirigían al Gobierno pidiendo reformas en sentido liberal. (Gina Picart)

 

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