No son pocas las personas convencidas de que en Cuba nunca existió una aristocracia verdadera, sino únicamente algunos aventureros y comerciantes que, habiendo hecho rápidamente fortuna en el negocio del azúcar, la trata o el tabaco, compraron los llamados títulos nobiliarios de Castilla, convirtiéndose de la noche a la mañana en un remedo caricaturesco de la aristocracia española.
También se ha dicho que nuestros pretendidos aristócratas fueron
personas ridículas, ignorantes y de muy mal gusto, algo así como los marqueses
y condes de la Mermelada, La Limonada, etc., que proliferaron en Haití, luego
de la revolución que tuvo lugar en ese país en el siglo XIX.
Cuando se profundiza en el
estudio de la historia nacional, este sector o clase emerge con una imagen muy
diferente: la de un grupo social fuerte y sólidamente constituido que, a pesar
del poco espacio político permitido por el férreo control de los Gobiernos de
la Metrópoli, se las arregló muy bien para, con sus vastas fortunas e
influencias, determinar en buena parte los rumbos de la vida económica,
cultural y social del país.
Sin atender debidamente al papel
que este grupo desempeñó, no podría comprenderse a cabalidad la historia de
Cuba.
En primer lugar, habría que
distinguir entre los individuos que poseían realmente títulos de nobleza y
aquellos hacendados, riquísimos y opulentos, quienes vivían como auténticos
aristócratas y se mezclaban con los verdaderos, formando un selectísimo
estrato, muy cerrado e impenetrable, que conformaba la cúpula de la sociedad
cubana. Estos ricos hacendados
constituían lo que podría calificarse como la alta burguesía nacional.
Como bien afirma el historiador
Carlos del Toro, uno de los pocos especialistas que ha investigado el tema, en
su libro La alta burguesía cubana, en la mayor de Las Antillas la presencia de
una aristocracia nobiliaria en el sistema socioeconómico y político
predominante —de relaciones esclavistas o capitalistas— constituye un hecho
innegable de su evolución histórica.
Muchos de esos títulos de nobleza
vinieron entre los primeros colonos que poblaron las Antillas, pues mientras
los mayorazgos de las familias españolas de alcurnia quedaban en la Península
al frente de sus posesiones, los segundones que no hallaban de su agrado el
destino eclesiástico que la tradición reservaba a aquellos que no podían
heredar por no ser primogénitos, se venían a América dispuestos a labrarse sus
propias fortunas.
A estos, la Corona concedió
encomiendas y el derecho de fundar nuevos linajes o mantener los suyos en
tierras del Nuevo Mundo, lo cual hizo también con hombres del común, quienes se
habían destacado por sus hazañas militares u otros servicios prestados a los
Reyes en sus nuevos dominios.
Estos últimos fundaron estirpes que, aunque en muchas ocasiones, sin
blasones, llegaron a ser muy poderosas y ostentaban la muy respetada y
reconocida condición de descendientes de los fundadores de la nación, un
equivalente de lo que en Estados Unidos se conoce como las familias pionners.
De por sí, esto era un blasón. En la isla se les conocía como aristocracia o
nobleza indiana.
También pudieran utilizarse aquí
para referirse a ambos sectores los términos ya acuñados de nobleza antigua y
nueva.
Lo primero sería enmarcar un lapso
de tiempo real para la existencia y actividades de esta aristocracia
nobiliaria, que no debe pasar, en mi opinión, de los primeros años de la
República, pues para esa fecha ya otro grupo social con disímiles características
se había consolidado en el poder, y el proceso de suplantación de una clase por
otra se hallaba en su apogeo.
Siguiendo a Del Toro, de 1713 a
1897 la Corona otorgó casi 100 títulos nobiliarios en la “siempre fiel isla de
Cuba”, lo cual se debió en gran medida a la pérdida por España de su imperio
continental americano, y a su interés en asimilarse a la oligarquía cubana para
mantener a la isla en la órbita española.
Algunos de estos títulos
resultarán familiares al oído del lector, pues nominaron calles, lugares e
inmuebles que aún existen y forman parte del patrimonio nacional.
¿Quiénes fueron aquellos marqueses de Alta Gracia, Bella Vista, Campo
Florido, Casa Calvo, Pinar del Río, Guáimaro; aquellos condes de Buena Vista,
Casa Bayona, Casa Lombillo, Fernandina, Jibacoa, Lagunillas, Revilla de
Camargo, Jaruco, Santa Cruz de Mopox, seres casi míticos que se
diferenciaban de los simples mortales por una partícula nobiliaria que demarca
mundos con más eficacia que una muralla?
Fue el poseedor de una de estas
rancias partículas quien nos dejó el mejor testimonio sobre sus iguales en un
libro muy valioso, que hoy día apenas si se encuentra en alguna que otra
biblioteca importante.
Me refiero a Familias cubanas, y a su autor, el conde de Jaruco y Mopox. Como revela su nombre, aristócrata él mismo, y con Grandeza de España (lo cual significaba pertenecer a una Casa Real), descendiente del infante español don Alonso de Aragón, miembro de una de las más importantes casas reales de la Península, la misma a la que había pertenecido don Fernando, el Rey consorte, quien, junto a su esposa Isabel, la Católica, fundó la nación española. (Gina Picart. Foto: Habana Radio)