El cine como testimonio de lo siniestro real (+ fotos y video)

He visto varias veces ese filme alucinante y macabro que es Los otros, del director español Alejandro Amenábar, y nunca dejo de disfrutar su excelente factura, su espeluznante manejo del terror y el horror, y sus deslumbrantes, impecables actuaciones.

Esta coproducción hispano-estadounidense cuenta la historia de una joven mujer, Grace (Nicole Kidman), que vive sola con sus dos pequeños hijos en una enorme mansión ubicada en la isla de Jersey, en el Canal de La Mancha (la locación real usada para el rodaje fue el palacio de los Hornillos, en Las Fraguas, Cantabria, por decisión de Amenábar).

Los niños padecen una rara sensibilidad ante la luz que les impide exponerse al sol y a cualquier fuente de iluminación fuerte, por lo que la casa vive sumida en una eterna penumbra, con unas pocas bujías de gas que le dan al director la posibilidad de crear una fotografía con iluminación espectral.

El esposo de Grace ha ido como soldado a la Segunda Guerra Mundial, y ella, mientras aguarda su regreso, educa severamente a sus hijos de acuerdo con una religiosidad tan estricta, que a los espectadores sagaces debería advertir desde el principio sobre alguna clase de final tenebroso.

Palacio de los Hornillos, Cantabria, bajo luz natural.

Grace pone en el diario un anuncio para contratar trabajadores que se encarguen de atender la enorme mansión, y se presentan un anciano (Edmund Tuttle), una anciana (Fionnula Flanagan) y una joven muda (Elaine Cassidy), quienes alegan haber trabajado en esa casa tiempo atrás y conocer bien su manejo, por lo que son contratados de inmediato. Seguir contando  la historia podría convertirse en spoiler e impedir el disfrute de la película a quienes aún no la han visto, así que esto es todo lo que diré, salvo que un detalle llamó poderosamente mi atención en medio del pánico que me poseyó todo el tiempo la primera vez que la vi, y fue una escena donde Grace, desesperada por algo terrible que cree haber descubierto, rebusca en una habitación y encuentra un álbum de fotos, entre cuyos retratos identifica el de los tres sirvientes que la acompañan, pero hay una peculiaridad: el álbum no contiene fotos de personas vivas, aunque a la primera mirada parezca que lo están porque los retratados miran a la cámara, pero en realidad están muertos.

Tras una larga investigación que he ido haciendo a través del tiempo, descubrí que la costumbre de retratar personas fallecidas, ya solas o junto a familiares vivos, y hacer que los difuntos tuvieran la apariencia de la vida, aunque hoy resulte un acto impensable para nosotros, humanos del siglo XXI, fue un proceder absolutamente normal en siglos pasados, y no solo en lejanas zonas rurales donde siempre suelen sobrevivir costumbres antiguas, sino también en las ciudades, y se mantuvo hasta las primeras décadas del siglo XX. Incluso hubo no pocos fotógrafos que se especializaron en el arte de retratar cadáveres que parecieran vivientes.

Hay que decir que, sobre todo en Inglaterra, antes que la fotografía tomara esa tarea a su cargo, se pintaban retratos al óleo de cadáveres, presentándolos como vivientes.

Hay un dibujo del pintor prerrafaelita Dante Gabriel Rossetti y un óleo suyo, Beata Beatrix, donde retrató a su esposa, la modelo y también pintora Elizabeth Siddal, acabada de morir. La historia fascinante pero también siniestra de esta pareja, unida por un amor-obsesión  de naturaleza patológica, es tema para otro post. Vale decir, también, que no se trató solo de una costumbre europea, sino que proliferó en las naciones del Nuevo Mundo, en especial entre las burguesías latinoamericanas, entre las que se tuvo por una marca de estatus social.

Retrato de Elizabett Siddal por Rossetti, Grafito sobre papel . Es una de las obras
 de las que se dice que la modelo estaba ya muerta,

Aunque la historia de la fotografía post mortem comenzó en 1839 en París con la aparición del daguerrotipo, la costumbre de conservar una última imagen del occiso se remonta al Egipto faraónico, a la antigua Grecia y a la Roma imperial. La mascarilla mortuoria que los embalsamadores de La Casa de la Vida (como paradójicamente se llamaba el lugar de embalsamamiento de cadáveres en las ciudades egipcias) colocaban mascarillas funerarias sobre el rostro de las momias recién embalsamadas, de oro si pertenecían a nobles, y de otros materiales si los muertos no eran de tan elevado rango. La magnífica mascarilla funeraria de oro y lapislázuli hallada sobre la momia del faraón Tut Ank Amón, una de las piezas artísticas más célebres de la historia del arte, reproduce con exactitud los rasgos del joven rey, al extremo de que, guiándose por ella, hoy los antropólogos han sido capaces de crear una imagen tridimensional de las facciones del adolescente muerto.

En Grecia también se elaboraban mascarillas fúnebres para cubrir el rostro de los cadáveres, y los romanos fueron maestros en este arte, del cual se conservan muchas piezas en los más famosos museos del mundo. Cuando el cristianismo llegó a Egipto y se adueñó del país, muchas de las tradiciones antiguas desaparecieron o fueron prohibidas por la Iglesia, y tanto las momias como las mascarillas funerarias se transformaron en esa joya del arte antiguo que hoy conocemos como los retratos de El Fayum, por la necrópolis en que fueron hallados, antigua Cocodrilópolis, en el delta del Nilo.

Estos retratos, pintados con un naturalismo y una maestría que hoy sigue impresionando con fuerza sensibilidades y admirando por su arte depuradísimo, eran realizados junto al cadáver y mantienen los ojos abiertos. La imagen era colocada sobre el sarcófago cerrado que guardaba el cuerpo, cubierta con un tenue velo y colocado el ataúd de pie contra la pared de alguna habitación de la casa, destinada a guardar los restos mortales de los parientes fallecidos. Muchos de estos retratos han llegado a nuestros días y en La Habana, en la sala egipcia del Museo Nacional de Bellas Artes,  existe una colección de nueve piezas de gran valor estético, antropológico e histórico.

Durante la Edad Media y el Renacimiento, la costumbre de la mascarilla funeraria se mantuvo en toda Europa, y en esa misma época fue un arte practicado por los mayas de Yucatán.  Con el nombre de Memento Mori fue conocido entre los europeos, y así han pasado a la Historia mascarillas de reyes, emperadores, prelados eclesiásticos, Papas, generales y nobles. En los monasterios y abadías donde existía la costumbre de sepultar a los ciudadanos más ilustres, las estatuas yacentes tienen rostros que reproducen fielmente los rasgos vivientes de quienes yacen bajo esos sepulcros, casi siempre ornamentados con esplendor y detallismo sorprendentes. Son auténticos retratos en piedra que parecen llenos de vida, solo dormidos.

La intención de perpetuar los rasgos de los muertos obedece al deseo de no entregar definitivamente al olvido a quienes se ha amado, o a personajes que desempeñaron roles destacados en el seno de la sociedad que les tocó vivir. En el caso de los niños, hacer un daguerrotipo a la criatura tenía un elevado coste monetario, por lo que muchas familias de pocos ingresos no podían retratar a sus vástagos en vida, y como en la época conocida como victoriana tanto en Inglaterra como en el resto de Europa se propagaron grandes epidemias de carácter letal, los niños morían como moscas, y la única prueba de su paso por la vida eran, irónicamente, aquellos últimos daguerrotipos que se les hacían poco antes de bajar a sus tumbas. Solo ese recuerdo conservarían de ellos los padres afligidos y los hermanitos. Nada más quedaría.

Como es de suponer, los fotógrafos decimonónicos no hacían un trabajo fácil ni agradable cuando retrataban cadáveres, en especial si se trataba de niños. No solo por el hecho mismo de tener que prepararlos para la toma de imagen, sino porque en muchas ocasiones los cuerpos presentaban ya los primeros signos de descomposición, olían mal y exhalaban fluidos por sus oquedades, además de estar muy rígidos o ya tan laxos que no era posible hacerlos posar el tiempo necesario para fotografiarlos. Si bien la tarea de vestir y acicalar los cuerpos estaba a cargo de los familiares y debía atenerse a ciertas reglas (niños y vírgenes eran vestidos de blanco y adornados con flores), el fotógrafo debía encargarse de maquillar el semblante exánime y mantenerle los ojos abiertos para crear una apariencia de vida, que no siempre era perfecta, quedando en ocasiones una extrañísima expresión en la cara muerta que causa un efecto indescriptible en el espectador moderno.

Para empezar a enumerar dificultades, estaba el problema de la iluminación, adecuada en los estudios fotográficos profesionales, pero no tanto en las viviendas de familia. Los fotógrafos se veían, también, en la necesidad de trasladar sus equipos de trabajo, entonces no tan ligeros como los actuales, a la casa del muerto, para lo que se necesitaba la ayuda de uno o más asistentes. Estaba, además, la cuestión del tiempo, pues en ocasiones el fotógrafo y sus ayudantes tenían que esperar largas horas a que desaparecieran de los cadáveres las contracciones de la agonía, porque eran llamados antes de que el paciente muriera para que el trabajo pudiera ser hecho antes que el cuerpo presentara las primeras señales del rigor mortis o de descomposición. Luego venía la ardua tarea de colocar al muerto entre los parientes vivos que deseaban estar presentes en esa última foto, y en el caso de los niños, acomodarlos no solo entre los padres, sino entre los hermanitos.

De la literatura consultada en Internet, tomé la cita que reproduzco a continuación:

Algunos retratos póstumos se caracterizan por los variados artilugios de los que se servían los fotógrafos para embellecer la imagen y despojarla de la crudeza de la muerte, intentando algún tipo de arreglo para mejorar la estética del retrato. En algunos casos se maquillaba al difunto o se coloreaba luego la copia a mano. Los difuntos, por otra parte, eran sujetos ideales para el retrato fotográfico, por los largos tiempos de exposición que requerían las técnicas del siglo XIX. En la toma de daguerrotipo la exposición seguía siendo tan larga que se construían soportes disimulados para sostener la cabeza y el resto de los miembros de la persona que posaba, evitando así que ésta se moviera. Las fotografías de difuntos los muestran "cenando" en la misma mesa con sus familiares vivos, o bebés difuntos en sus carritos junto a sus padres, en su regazo, o con sus juguetes; abuelos fallecidos con sus trajes elegantes sostenidos por su bastón. A veces, se agregaban elementos icónicos -como por ejemplo una rosa con el tallo corto dada vuelta hacia abajo, para señalar la muerte de una persona joven, relojes de mano que mostraban la hora de la muerte, etc. Los militares, los sacerdotes o las monjas eran, por ejemplo, usualmente retratados con sus uniformes o vestimentas características. La edad del pariente que acompañaba al difunto era el hito temporal que permitía ubicarlo en la historia familiar. Los deudos que posaban junto al muerto lo hacían de manera solemne, sin demostración de dolor en su rostro.

Los retratos mortuorios privados podían encuadrarse en tres posibles categorías, según la manera en que se retrataba al sujeto:

  • Simulando vida: en un intento por simular la vida del difunto se los fotografiaba con los ojos abiertos y posando como si se tratara de una fotografía común, por lo general junto con sus familiares. No es difícil notar cual es la persona sin vida ya que -entre otras diferencias-, al no tener movimiento alguno sale muy nítida en la imagen y no así sus familiares. Las tomas se solían retocar a mano usando coloretes o pintando los ojos sobre los párpados cerrados.
  • Simulando estar dormido: por lo general se realizaba con los niños. Se les toma como si estuvieran descansando, y en un dulce sueño del cual se supone que despertarían. En algunos casos los padres los sostenían como acunándolos para aportar naturalidad a la toma.
  • Sin simular nada: se les fotografiaba en su lecho de muerte, o incluso en el féretro. En este tipo de tomas se agregaban flores como elemento ornamental, que no existían en el resto de las fotografías post mortem. Ese tipo de fotografías también se les tomaban a los niños.

En el caso del filme Los otros, la utilización de la costumbre de retratar muertos y las fotografías que se muestran en el álbum encontrado por Grace, son una parte muy importante de la reconstrucción histórica llevada a cabo por Amenábar, pero también funcionan como elementos clave en el lenguaje cinematográfico empleado por este director. También es de destacar que las caracterizaciones físicas de los personajes que se presentan al espectador como vivos, pero que no lo están, como los tres criados, Grace, sus hijos y el marido que regresa de la guerra y ella encuentra perdido en medio de la niebla, se apoyan únicamente en el maquillaje, y presentan, como única pista de su condición, una sutil palidez que se acentúa en la medida en que su verdadera condición va siendo revelada dentro del filme, en contraste con los colores rozagantes que exhiben los semblantes de los personajes que sí están vivos. En el caso del esposo muerto, quien no es plenamente consciente de su estado y regresa al hogar movido por ese resto de memoria que aún pervive en quienes han sufrido una muerte violenta y rápida, el director pidió al actor (Christopher Eccleston) que creara en su semblante una expresión entre ausente y desorientada, como de amnésico. En cuanto el hombre escucha las confesiones de sus hijos y toma consciencia de los hechos terribles ocurridos en la mansión después de su partida a la guerra, esa expresión desaparece y el actor la sustituye por otra que oscila entre el reproche y el dolor que le produce el descubrimiento de la verdad con respecto a su familia. Por otra parte, cuando los personajes que se creían vivos se reconocen y se aceptan como fantasmas, recuperan los colores de la vida.

Los otros, a pesar de haber sido estrenada en fecha ya tan lejana como 2001, continúa siendo un ejemplo magistral de coherencia cinematográfica por su perfecta armonía entre todos sus elementos, desde la elección de la locación, en la que Amenábar demostró una intuición para el género que merece especial reconocimiento, hasta las atmósferas tétricas y casi góticas, la iluminación espectral, el empleo del claroscuro, la dirección de actores, que incluye un estudio muy atento del movimiento corporal, en especial en los personajes de más edad, el empleo de la banda sonora, el uso del suspense, el tratamiento entrecortado y ambiguo de los diálogos, las soluciones adoptadas por el director y el guionista para enfrentar situaciones que, de haberse apoyado más en la narrativa o el diálogo habrían abaratado el filme de un modo penoso por reproducir las peores técnicas del género literario de horror….

En fin, son tantos los valores de esta estelar realización que no por gusto fue, desde su estreno en los Estados Unidos, un rotundo éxito de taquilla, recaudó 210 millones de dólares y estuvo nominada a 15 premios Goya, de los que obtuvo ocho, entre ellos: Mejor Guión, Mejor Sonido, Mejor Fotografía, Mejor Dirección y Mejor Película, y ha resultado ser la cuarta película más taquillera de la historia del cine. Algunos especialistas le han impugnado el primero de estos premios, o para ser más exacta, su condición de guion original, señalando su evidente influencia del relato Otra vuelta de tuerca, del escritor anglo-irlandés Henry James. Pero esa circunstancia, que nadie niega, se deriva del hecho muy real de que el arte engendra arte, como la literatura engendra literatura, la música, música, la plástica, plástica, etc.

No existe arte libre de influencias, y el que salten a la vista no merma la calidad de una obra que alcanza las más altas cotas de excelencia. (Gina Picart)



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