Rompiendo grandes mitos del cine: El paciente inglés (+ fotos)

Para muchas personas que gustan de la película El paciente inglés, del director ítalo-escocés Anthony Minghella, y la tienen como un filme de culto, y también para aquellos a quienes ha conmovido la novela homónima del escritor canadiense nacido en Sri Lanka Michael Ondaatje, será una verdadera sorpresa conocer que la historia narrada contiene un 80 por ciento de elementos de realidad.

El grupo de arqueólogos que trabaja en Egipto en medio de la Segunda Guerra Mundial, las travesías por el desierto, la cueva de los Nadadores y los protagonistas de esa intensísima historia de amor son, como dicen los niños, “de verdad”, no fueron inventados por quien escribió el libro ni por el director de la película.

Esto no es lo único que puede causarnos asombro. El conde Almásy (el actor inglés Ralph Fiennes), tan enigmático, bello, carismático e interesante, capaz de concebir una pasión total, Bacti, como la llaman los hindúes que son tan entendidos en asuntos de pasiones; ese hombre que lo arriesgó todo por salvar a la mujer que amaba, era un monárquico convencido y un nazi.

Sobre los orígenes de Almásy y cómo llegó al desierto he encontrado, en alguna de las numerosas páginas que aparecen en Internet dedicadas a la película, los siguientes datos:

Nacido en Borostyanko, Hungría, 1895, era hijo de una familia aristocrática, pero sin título nobiliario. A los 17 años se convirtió en un pionero de la aviación y un experto conductor de automóviles. Durante la Primera Guerra Mundial sirvió en las fuerzas aéreas húngaras, donde se destacó como piloto y fue condecorado en varias ocasiones. Su lealtad a la corona austro-húngara le indujo a ayudar a la restauración monárquica en Hungría. Fue el chofer que condujo el vehículo en el que el rey Carlos IV regresó a Budapest desde el exilio. El rey le concedió el título de Conde.

El espíritu de aventura siembra sueños en el espíritu de los hombres y los arrastra. Como Hernando de Soto, seducido por la leyenda de la Fuente de la Eterna Juventud, o tantos otros que marcharon en busca de las míticas siete ciudades perdidas de Cibola, Schliemann en busca de Troya y un sin fin de historias más, tan hermosas y magníficas y no siempre imaginarias, Almásy escuchó a los beduinos hablar del oasis perdido de Zerzura.

No es difícil comprender la fascinación que ejercen sobre los espíritus románticos estas leyendas contadas a la luz de las hogueras en la inmensa y fría noche del desierto, por hombres primitivos que eran excelentes narradores orales y sabían acompañar sus discursos con gestos y expresiones llenos de magia y capaces de surtir un raro efecto en sus oyentes.

Zerzura, aseguraban, se encontraba en algún lugar en el corazón del desierto y estaba lleno de tesoros y de oro; allí dormía una reina cuya hermosura superaba el brillo de los astros, y quien solo podría ser arrancada de su sueño por un beso. Los beduinos aseguraban, además, que los habitantes de Zerzura eran de piel blanca, ojos azules y cabellos rubios, y portaban grandes y pesadas espadas de doble filo en lugar de las típicas cimitarras árabes; que las mujeres no usaban velo y allí se hablaba una lengua que era una extraña forma del árabe. Según habían oído a sus antepasados, a la entrada de la puerta principal de aquella ciudad estaba tallado un enorme pájaro blanco con las alas desplegadas.

Almásy, quien contaba entre sus muchas habilidades la cartografía, llegó a la conclusión de que Zerzura debía encontrarse, de acuerdo con ciertos geógrafos antiguos, entre Egipto y Libia, y que sus pobladores fueron, probablemente, restos de algún ejército cruzado que se extravió en el desierto y terminó asentándose en el oasis. A principios de la década de los 30, todavía el interior del desierto libio seguía sin ser cartografiado, pero él prestó especial atención a las descripciones hechas por nativos de otros oasis, quienes afirmaban que Zerzura contenía tres valles. Este dato le pareció clave.

Ladizlao Almásy en uniforme militar.

Almásy hablaba seis idiomas, incluido el árabe, y tenía excelentes relaciones en la corte del rey de Egipto, entre las cuales se encontraba el príncipe Kremal el Din, quien en 1926 había capitaneado una expedición que descubrió una enorme meseta de arena y piedra llamada Gilf Kebir. Este aristócrata egipcio se convirtió en mecenas de Almázy y finalmente el húngaro partió hacia la inexplorada región del Gilf Kebir, convencido de que hallaría Zerzura cerca del final de la ruta que partía del oasis Duchla hasta el oasis Kufrah.

Tras el descubrimiento en 1922 de la tumba del faraón Tut Ank Amón por el británico Howard Carter en el Valle de los Reyes, Egipto se había convertido en un lugar muy atractivo para los amantes de la Antigüedad, tal como escribe jocosamente Willy Cupy en su célebre libro Decadencia y caída de casi todo el mundo: «Cuando descendía la creciente del Nilo, las arenas quedaban cubiertas de egiptólogos». Un joven barón inglés, Sir Robert Clayton East-Clayton, se unió a Almásy en su búsqueda del mítico oasis. Otros dos ingleses, el comandante de la R.A.F Penderel y Patrick Clayton comenzaron otra expedición en paralelo. Estos últimos localizaron desde el aire, en la meseta de Gilf Kebir dos valles, pero no pudieron llegar a ellos en sus vehículos Ford.

Amazy hizo algo que asombró a sus colegas europeos: emprendió un arriesgado viaje a través de territorio desconocido para conseguir agua en el oasis Kufrah, atravesando lo que los beduinos llamaban el Gran Mar de Arena. Esta expedición a la zona de Kufrah, convertida en colonia italiana el año anterior, hizo sospechar a los oficiales italianos que el conde húngaro era, en realidad, un espía de los ingleses.

Pero el grupo de Almásy se quedó sin gasolina y sin agua potable y se vio obligado a regresar a El Cairo. El príncipe Kemal el Din y Sir Robert Clayton habían muerto. Patrick Clayton se dirigió con su expedición al Gran Mar de Arena en busca de los dos valles que había visto desde el aire el año anterior, al norte de Gilf Kebir. Halló la entrada al valle principal y, después de explorarlo, regresó al oasis de Kufrah, donde se le unió la viuda de Sir Robert Clayton. Juntos exploraron un segundo valle.

En 1933 Almásy volvió al desierto, cartografió las zonas este y sur del Gilf Kebir, y descubrió el Paso de Aqaba que corta los dos lados de la meseta. En abril del mismo año llegó con los miembros de su expedición al Oasis Kufrah. Desde allí se dirigió hacia el lado oeste del Gilf Kebir, donde descubrió el tercer valle de Zerzura. Encontrados los tres valles que anunciaba la leyenda, el mítico oasis de Zerzura pudo ser definitivamente ubicado y su mapa dibujado por el hombre que había creído en su existencia.

Pero Almásy no se detuvo en Zerzura, y poco después su expedición exploró otra zona en los Montes Uweinat, al sur del Gilf Kebir, en la intersección de las modernas fronteras de Libia, Egipto y Sudán, un área donde expediciones anteriores ya habían hallado pinturas rupestres de 10 000 años de antigüedad, pertenecientes a la última Edad del Hielo.

Almásy descubrió una cueva cuyas paredes estaban repletas de estas pinturas: jirafas, antílopes, orix…, pero la mayor noticia fue su descubrimiento de figuras de hombres nadando pintados sobre las rocas, lo que le llevó a dar crédito a otra de las extrañas afirmaciones de las leyendas beduinas: en medio del desierto del Sahara, a pocos kilómetros del Gran Mar de Arena, había habido agua miles, tal vez millones de años atrás. Sin embargo, la Cueva de los Nadadores no es el único repositorio de arte rupestre que parece probar un pasado de verdor y humedad en lo que hoy es un suelo rocoso y árido.

Las pinturas conmocionaron al mundo científico y fueron, posiblemente, el más importante de los descubrimientos de Almásy, quien continuó trabajando en el desierto hasta que, al comenzar la Segunda Guerra Mundial, tuvo que regresar a Hungría, y donde como Capitán en la reserva de las Fuerzas Aéreas Húngaras fue destinado al Afrika Korps de Rommel, donde sus vastos conocimientos de cartografía resultaron de gran utilidad para los alemanes.

Almásy pasaba sus mapas dibujados a mano a los oficiales del ejército de Mussolini en Libia. Para 1940 estaba plenamente involucrado con el Abwehr -la inteligencia militar alemana. En el verano de 1942, cuando el Afrika Korps de Rommel estaba a pocas horas de El Cairo, Almásy presentó a su superior un plan para cruzar con un pequeño convoy 3370 kilómetros a través del gran desierto de Libia, enteramente a través de territorio enemigo, utilizando sus propios mapas esquemáticos. Por el logro de esta hazaña, Rommel lo promovió personalmente al rango de Mayor.

Otras muchas acrobacias bélicas hizo Almásy para Rommel. Después siguió trabajando para la Abwehr en Turquía, hasta que el resultado de la guerra comenzó a perfilarse. Posiblemente en ese momento se convirtiera en un agente de la inteligencia británica, pero si lo hizo, no le valió la redención, pues al final de la guerra los aliados lo enviaron a Hungría y luego estuvo encarcelado en un campo de prisioneros ruso de donde escapó, al parecer, con la ayuda de sus amigos de la familia real egipcia.

En 1947 volvió a Egipto y comenzó a organizar una expedición cuyo objetivo era hallar los restos del ejército de Cambises, rey de Persia que, según el historiador griego Herodoto, se había perdido en el desierto en el siglo V a.C., pero no logró llevar adelante tan romántico proyecto, pues murió de disentería en Salzburgo en 1956. Tres semanas más tarde fue nombrado a título póstumo Director del Instituto del Desierto del Cairo. En la vida real, el «Paciente Inglés» nunca fue derribado, quemado o capturado en el desierto. Dicen que su lápida en el cementerio de Salzburgo tiene un epitafio escrito en árabe: “El Padre de las Arenas”. Se cuenta que un miembro del club de Oficiales ingleses de El Cairo le rimó otro epitafio menos poético: “Fue un nazi, pero deportista”.

Hasta aquí el conde Almásy de la historia real que inspiró su novela a Michael Ondaatje, quien cambió algunos nombres y apellidos por otros de su invención y supuso un romance tempestuoso entre la viuda de Clayton y Almásy, pero en vida del esposo traicionado. Minghella mostró una gran intuición al elegir para el papel de Almásy al actor inglés Ralph Fiennes, no solo por su un gran parecido físico con el personaje real, sino porque mostró mucho potencial para dar vida a un Almásy hermético, hosco, introvertido, en ocasiones distante y rudo, pero que esconde un alma sensible y herida que se refugia en la soledad para proteger su equilibrio.

Igualmente acertada fue la elección de la actriz Kristin Scott-Thomas para el papel de Katherine Clifton, y aquí también es de destacar la semejanza con la mujer real, aunque en la única fotografía que he visto de la viuda de Sir Robert Clayton -cuyo verdadero nombre era Lady Dorothy Clayton East Clayton- me parece notar un cierto aire de superioridad que en la expresión de Scott-Thomas se cambia por una expresión introspectiva y sensible.

Dorothy Clayton murió realmente en un trágico accidente de aviación en septiembre de 1933, y un día después aparecieron publicadas las Memorias de sus andanzas por el desierto bajo el título A través del Mar de Arena. Fue una corresponsal exhaustiva y una impecable observadora que supo captar hasta los más mínimos detalles de su paso por el desierto, y al mismo tiempo tenía una prosa amena, dinámica y con gran poder de evocación.

Todo parece indicar que ella pudo haber coincidido con Almásy en su primera estancia en Kufrah, alrededor de 1932. En todo caso, ambos eran amigos del príncipe Kemal el Din y debieron coincidir en su palacio y en el club de Oficiales Ingleses, tal como aparece en el filme, y no es imposible que este fuera mecenas no solo de Almásy, sino también de otras expediciones que trabajaban en el desierto.

En las páginas que he podido leer de las Memorias de lady Clayton, ella no menciona al conde húngaro, y como tampoco menciona el mapa final de Zerzura, se puede suponer que murió antes de que Almásy hubiera podido realizarlo o en todo caso, no tuvo noticia de su existencia. Estoy segura de que tanto el autor de la novela como Minghella se valieron de estas Memorias para recrear las travesías por el desierto y algunas otras escenas del filme.

Hay aún otro detalle que se alza como un obstáculo insalvable ante la probabilidad de que hubiera existido una relación amorosa entre Almásy y lady Clayton, y es la supuesta homosexualidad de este. Se dice que escribió apasionadas cartas de amor a un joven oficial alemán, a quien trató de ayudar para impedir que fuera destinado al frente ruso.

Las restantes líneas argumentales que sostienen la estructura central del filme pueden no ser reales, pero son perfectamente acordes con el momento histórico en que se desarrolla la película: una enfermera inglesa, un espía canadiense, un shik hindú zapador en el ejército británico, un monasterio italiano, bombardeos…, y dan lugar a algunas de las escenas antológicas del filme, como es la visita de la enfermera y el oficial hindú a una capilla abandonada cubierta de hermosas pinturas, que no es otra cosa que el contrafacto estructural de la cueva de los Nadadores con sus pinturas y la primera visita que hacen a ella Almázy y su amada.

Mucho más podría decirse de esta película, sin duda una obra de arte en su total completud, pero un análisis cinematográfico o literario escapa al propósito de este trabajo, que no va más allá de dar a conocer algunas particularidades interesantes en la génesis de El paciente inglés. (Gina Picart)

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