Este 8 de marzo, Día Internacional de la Mujer, me complace recordar a la mujer cubana más extraordinaria que he conocido: la doctora Beatriz Maggi Bethencourt, mi profesora de Literatura Universal en la Facultad de Filología de la Universidad de La Habana.
Con un intelecto que emitía más luz que un
diamante y era tan fuerte o más que esa piedra, nació en 1924 en el central
Chaparra, Las Tunas, hija de padre venezolano y madre española, presumo que -con
ese apellido- probablemente catalana o canaria.
Ella me contó que, de no ser por su
tremenda afición a la lectura, su infancia habría sido como la de cualquier
muchachita normal: juegos, familia, de vez en cuando una diablura…
Cursó sus primeros
estudios y el bachillerato en su ciudad natal. En 1946 se doctoró en Filosofía
y Letras en la Universidad de La Habana.
En 1948, obtuvo una Maestría en Literatura inglesa y norteamericana en Wellesley College, Massachusetts, Estados Unidos, prestigiosa institución para
señoritas.
Sobre esta etapa de su
vida como estudiante en Norteamérica, ella me contaba siempre que los comienzos
fueron duros, pues su inglés no era bueno, y alguna profesora pensaba que ella
no sería capaz de llegar al final, pero Beatriz en derrota era algo
inconcebible.
Se aplicó con todas sus
fuerzas, estudiando hasta de madrugada, y no se detuvo hasta que, al finalizar
aquel semestre, ya dominaba a la perfección el idioma. En 1976, recibió su
doctorado en Ciencias Filológicas en La Habana.
Beatriz descolló en
muchos aspectos de los estudios filológicos, pero hubo uno, en especial, en el
que desarrolló una estatura de gigante; ella se convirtió no solo en una
profunda conocedora de la literatura universal, sino también en la más
importante especialista en la obra de William Shakespeare en el mundo
hispanoparlante.
Su profundo conocimiento
de la literatura y la lengua inglesas le permitieron traducir a este autor y
convertirse también en una exégeta incomparable de la poesía de Emily
Dickinson.
Fue sobre esa poetisa
enigmática que tuvimos uno de nuestros pocos desencuentros, porque un día le
dije que no me hacía sentir nada, y Beatriz se ofendió, se encendió en ira y
terminó lanzándome una filípica que más parecía la deprecación de un druida
irlandés precristiano.
Salí de su casa en
Miramar, palpándome la cara para comprobar si me había salido alguna buba,
poder que se dice tuvieron estos antiguos sacerdotes celtas. De más está decir
que jamás volví a tocar el tema en su presencia.
Con Maggi, en la sala de su casa. Foto: Oscar Ferrer. |
Ella tenía sus tabúes y había que ser muy cuidadoso con eso, porque por muy grande que fuera el afecto que sentía hacia su interlocutor, si este violaba el tabú ella lo “tundía” sin compasión, palabra que le encantaba, aunque después se apresurara a ofrecer al atrevido un roncito o un vaso de yogurt de su dieta, porque también era un alma muy generosa y desprendida que compartía todo o, simplemente, se lo quitaba para darlo a sus discípulos amados.
Trabajó como docente en
el Instituto Preuniversitario Especial Raúl Cepero Bonilla, de La Víbora, en Ciudad
de La Habana, y más tarde, ya casada con el escritor Ezequiel Vieta, impartió
clases en la Universidad de Santiago de Cuba y de ahí pasó a la de Artes y
Letras de la Universidad de La Habana,
donde desempeñó la cátedra de Literatura Universal hasta su retiro en 1993.
Por sus aulas pasó una
larga nómina de alumnos, entre los que se encuentra casi todo lo que hoy vale y
brilla en la cultura cubana: el cineasta Fernando Pérez, el crítico y ensayista
Rufo Caballero, el exministro de Cultura y hoy presidente de la Casa de las
Américas, Abel Prieto…La lista sería demasiado extensa.
Beatriz fue también una
ensayista, cuya grandeza se acepta hoy en Cuba y en el mundo hispanoamericano,
pero nunca fue debidamente reconocida de manera oficial en el país antillano.
Nunca obtuvo el Premio Nacional de Literatura, no obstante ser una de las
ensayistas más brillantes de la lengua española de todos los tiempos.
Cuando yo le repetía
esto una y otra vez, ella se desconcertaba un poco y me recordaba, con modestia
conmovedora, que había escrito esos libros para suplir la falta de bibliografía
crítica que existía en la Universidad y proporcionar a sus alumnos textos que
apoyaran el aprendizaje de las Humanidades. Y de verdad se lo creía.
Recuerdo que en un
homenaje que se le rindió en la sala Villena, de la Unión de Escritores y
Artistas de Cuba, Fernando Pérez, Rufo Caballero y yo exigimos que se le
otorgara ese galardón, Fernando, como siempre, discreto y contenido; pero Rufo
y yo echábamos llamas por los ojos, y de la boca nos salía el rayo aniquilador.
No escribió Beatriz un
solo ensayo que pudiera considerarse menor dentro de su obra. Cada uno era una
pieza genial y perfecta, pues no solo su español era despampanante y de una
riqueza léxica infinita, sino que poseía una sensibilidad tan fina y una
penetración psicológica tan increíble que, leyéndola, uno sentía que ella
conocía íntimamente a los escritores, poetas y artistas sobre quienes
disertaba.
La veneración de sus
alumnos compensaba en gran parte la oscuridad institucional que sufrió en los
últimos años de su vida. Su casa era como un templo, al que se acudía en
peregrinación, y del que siempre se salía con un grano de riqueza intelectual y
espiritual, como si le hubiera dado a uno una hostia de luz.
Nunca dejó de sentir un
enorme respeto por la obra de su esposo, Ezequiel Vieta, por la que hizo mucho.
Cuando yo trabajaba en
la imprenta Urselia Díaz Báez, me pidió ponerla en contacto con los directivos
para acelerar el proceso de impresión del libro de Ezequiel Mi
llamada es, o tal vez se trataba de Morir en Candonga, ya no recuerdo, porque Ezequiel estaba
muy enfermo, y ella estaba dispuesta a emplear todo el peso de su nombre para
que no muriera sin ver el libro publicado.
Beatriz era una criatura
modesta, tímida, y al mismo tiempo intensa, como volcán en erupción. Entrar a sus
clases, que eran siempre conferencias magistrales, cambiaba para siempre a
cualquiera.
En nuestro primer
encuentro, al comienzo del primer año de la carrera, irrumpió en el aula
disertando sobre La Divina Comedia: ella hablaba y las escenas de Dante, sus
terribles ensoñaciones del Infierno, aparecían ante nosotros con una nitidez y
una fuerza impactantes, al extremo de que, cuando explicaba a Ugolino y
Ruggiero, yo me cubrí el cuello con el abrigo porque sentía que me lo estaban
royendo, y cuando llegó a la escena en que un padre devora a sus hijos, con
quienes estaba encerrado en una prisión, un “¡¡¡Ahhh!!!” de espanto levantó en
vilo a varios alumnos del aula.
Jamás le conocí una
ambición, un interés innoble, un pensamiento impuro. Ella no estaba muy anclada
en la vida cotidiana con sus bajezas, avideces y miserias humanas. Se movía en
otra dimensión, como José Martí.
Poco antes de su muerte física (27/5/2017), le hice un blog-homenaje. Ya no estaba muy instalada en la realidad, pero creo que comprendió y me dijo que la hacía feliz saberlo.
Con ella perdí a la
única persona a quien podía llamar a cualquier hora para hacerle las consultas
culturales más inverosímiles y siempre me daba respuesta. Tenía una cultura
humanística, de las que ya no se ven.
En este Día de la Mujer, ella merece ser recordada como lo que fue: una de las profesoras más eminentes que han pasado por las aulas de la Universidad de La Habana y una de las grandes personalidades de la cultura cubana. (Gina Picart Baluja. Foto de portada: Juventud Rebelde/archivo. Leer más… )