Un cachalote en el Gran Teatro de La Habana

 

Hace unos días, saqué al azar de mi librero un tomo de Conferencias, de Alejo Carpentier. Pensé que iba a leer disertaciones muy doctas sobre literatura, pero me equivoqué.

Encontré unos textos sobre La Habana de su juventud, de una riqueza, una vis cómica y un ingenio que me han sorprendido, porque yo tenía a Alejo por una persona de temperamento grave, un poco denso tal vez, pero parece que fue un cubano lleno de gracejo criollísimo y muy simpático, con gran arte para contar situaciones cómicas y hacer que el lector se doble de la risa.

No puedo resistirme a la idea de compartir con los lectores algunas de esas estampas habaneras, en la certeza de que las disfrutarán como un manjar jugoso, pulposo y repleto de alegre savia, justo los ingredientes necesarios para ahuyentar cualquier sombra de depresión, tristeza, melancolía e, incluso, insatisfacciones profundas.

En rigor de la profesión periodística, yo debería ofrecer una glosa de los textos carpenterianos, pero me parece un crimen de lesa vileza, porque yo no podría, ¡jamás! superar la gracia de contador que exhibe Alejo en estas Conferencias, su amenidad, su frescura al narrar. No, no puedo cometer semejante violación en nombre del periodismo.

Prefiero entregar el texto que él escribió, con su verbo chispeante, su visión pintoresquísima, pero muy real de la capital de su adolescencia y su juventud, y el lector se va a enterar de cosas insólitas que nunca imaginó que hubieran sucedido en esta ciudad, porque son de un surrealismo, de un absurdo tremendo.

Después de leerlas, ya entiendo del todo por qué, cuando André Bretón, líder de los surrealistas franceses, visitó La Habana, dijo a Carpentier que este era el país donde había visto el surrealismo enteramente realizado.

Debo, sin embargo, hacer una advertencia muy seria, antes de comenzar. Mientras para casi todos los habaneros la arquitectura del Gran Teatro de La Habana, antiguo teatro Tacón, es una joya de nuestra capital, que exhibimos con todo orgullo los cubanos.

A Alejo no le gustaba para nada este edificio, algo que me ha llamado poderosamente la atención porque, como todo el mundo sabe, estudió arquitectura y, aunque no llegó a graduarse, le interesaba mucho y fue un fanático de la arquitectura habanera, la “ciudad de las columnas” que él bautizó así para siempre.

Por eso me ha chocado tanto que, refiriéndose a ese edificio que consideramos tan hermoso, escribiera con toda naturalidad:

 

Verán ustedes que ese edificio es una de las cosas más raras que pueden verse arquitectónicamente en La Habana. Es un gigantesco pastel de cumpleaños, todo blanco, realizado en La Habana por un arquitecto austríaco. Se pregunta uno por qué. Es un estilo entre rococó y vienés 1900 lleno de estatuas, lleno de muñecos, lleno de adornos, lleno de cornisas encrespadas, lleno de escudos, con dos cimborrios o dos torrecillas arriba que desafían las leyes de la perspectiva, con unas ventanas que yo desafío a cualquiera que me diga que altura tienen, así, a ojo de buen cubero, vistas desde abajo. Y hay una artimaña arquitectónica que no acabo de entender [] ese edificio en sí tiene algo de delirante, en la época en que fue edificado, pero después se volvió mucho más delirante por sus funciones.

 

Y así se ofrece a la mirada —de un arquitecto y hombre de excelente formación cultural y exquisito gusto— una imagen desprejuiciada, permeada de extrañamiento de uno de los monumentos más venerados de la capital de Cuba.

Y continúa Alejo narrando y describiendo, en mezcla exuberante, sus recuerdos de acontecimientos ocurridos en el mencionado teatro, que fuera en su momento el mejor del Nuevo Mundo. Y ahora viene lo despampanante:

 

…entre los años de 1912 y 1921, época en que terminó la llamada Danza de los Millones o de las Vacas Gordas y empezó la época de las Vacas Flacas, se dieron en el Teatro Nacional las temporadas de ópera más fabulosas que pudieron verse. Vinieron los cantantes más grandes de Italia []  Caruso, Titta Rufo, Lucrecia Bori, María Barrientos, Manzuetto, Nicoletti, Martinelli… Y entonces se daba el caso de que se cantaban óperas prodigiosas, y a ambos lados de la entrada del Teatro Nacional,  —que es otro absurdo, porque para un teatro de esas dimensiones hay una entrada que es digna, a lo sumo, de un cine de alguna importancia—, había dos locales, uno a la derecha y otro a la izquierda. El de la derecha estaba dedicado a la exhibición de cosas extrañas y el de la izquierda a venta de discos. Entonces ocurría lo siguiente: había noches en que estaba Caruso cantando Celeste Aída. Se oía todo, todos los ruidos penetraban, porque como no había aire acondicionado había que hacerlo todo de puertas abiertas. En el local de exhibición de la derecha habían metido por las puertas, a empujones —yo no sé cómo—, un gigantesco cetáceo, un pez dama, alguna especie de cachalote que habían pescado en las afueras del puerto de La Habana, lo habían metido a mandarriazos y empujones en el local aquel, y lo estaban exhibiendo después de una preparación con formol y una cantidad de líquidos químicos y todo, pero que no eran muy eficientes, pues llegó un momento en que tuvieron que llevarse el cachalote porque el olor era imposible.

Pasando el camino de entrada a la ópera había una venta de discos donde a todas horas del día y de la noche, hasta las doce de la noche, estaban tocando a todo lo que dieran los aparatos, danzones cubanos, guarachas, dúos de Arquímedes Pous, etc. Todo esto sincronizado con Celeste Aída y el cachalote.

Pero esto no era nada. Cruzárase la calle y en un ángulo del yermo que representaban las obras del futuro Capitolio, había un individuo que había montado una enorme carpa que estaba abierta todo el año donde se exhibían maniquíes de enfermos de sífilis. Eran unos maniquíes que mostraban todas las purulencias, todos los horrores que pueden sobrevenirle al ser humano por las enfermedades venéreas, y había en la puerta un negro enorme con un megáfono que se la pasaba gritando: “Aquí el que entra bailando rumba sale todo desconflautado”. Ya era Caruso, era el cachalote, eran los discos, eran los megáfonos y eran los maniquíes

Del otro lado estaba el Circo Santos y Artigas o Pubillones, que tenía doce leones en el sótano, que se pasaban las noches rugiendo de una manera tal que los rugidos entraban a la ópera, y encima de todo aquello había un gigantesco anuncio verde lumínico que se hizo en La Habana, donde había una rana verde enorme que parpadeaba, y un letrero que decía: “El agua sola cría rana, tome ginebra La Campana”.

 

No creo necesario explicar a quienes conozcan algo del periodismo, que esta prosa de Alejo es una lección magistral sobre lo que puede lograr un periodista con el empleo del lenguaje adelgazado, aséptico e impersonal que se exige en el oficio, si ese periodista posee la sensibilidad, la cultura y la agudeza de percepción de un Alejo Carpentier y sabe empalmar las imágenes de manera que consigan el efecto que él desea, en este caso la imagen de una Habana sumida en el más puro desenfreno delirante, en el absurdo más vertiginoso y total.

Nótese que los poquísimos adjetivos empleados son, más bien, adverbios que refieren al tamaño: enorme, gigantesco… Es el dominio absoluto y triunfal del sustantivo y la ausencia total de giros barrocos que caracteriza la prosa narrativa de Carpentier. Y, sin embargo, ¡qué periodismo de altísimos quilates!

Pero por encima de estas consideraciones netamente profesionales, quiero subrayar cómo se aparece La Habana a los ojos del entonces jovencísimo Carpentier: una ciudad donde se revuelcan en loco maridaje, porque otra palabra no cabe aquí, las más altas manifestaciones culturales con las muestras más tremendas de la estulticia criolla, el gusto hortera y hasta la barbarie de un pueblo que, recién salido del coloniaje, no alcanza todavía un perfil caracterológico quintaesenciado, sino que se encuentra aún en el estadio de las ferias medievales con sus animales amaestrados, sus malabaristas y sus gitanos vendedores de potingues. Y estamos hablando de las dos primeras décadas de la República en la misma ciudad donde se fusiló a los Ocho Estudiantes de Medicina, donde enseñó el padre Félix Varela y el gran maestro de juventudes José de la Luz y Caballero, La Habana donde creció Martí. La misma Habana de la que habla en sus crónicas magníficas la escritora y poetisa Dulce María Loynaz como de una urbe cosmopolita, elegante, exquisita…

No sé cómo cerrar este comentario. Todavía soy presa del deslumbramiento de estas estampas que me develan una Habana de la que yo no tenía ni idea que pudiera haber existido.

Yo tenía en mente una ciudad colonial, pero a la vez mayestática, lenta, elegante, grave y agitada por las más vehementes pasiones. Esa es La Habana sobre la que he escrito todos estos años, pero después del cachalote, francamente… no sé cómo cerrar este comentario. (Gina Picart Baluja. Foto: Cubadebate)

Publicar un comentario

Gracias por participar

Artículo Anterior Artículo Siguiente