Cada metro de San Cristóbal de La Habana es un pozo de historias sin
fin, pero son los palacios, con sus salones penumbrosos y sus patios floridos,
lo que más excita la imaginación del caminante.
No hay ninguno que no invite a penetrar en sus corredores y olfatear
los vapores del tiempo, pero entre ellos sobresalen no solo por su belleza y
representatividad, sino también por su misterio, el Palacio de los Condes de
San Juan de Jaruco, ubicado en la hermosa Plaza Vieja, justo en el ángulo
formado por las calles Muralla y San Ignacio, hoy sede del Fondo de Bienes
Culturales, y antaño hogar afortunado de la opulenta familia criolla Beltrán de
Santa Cruz.
NACE
UN PALACIO COLONIAL
En 1732, don Gabriel Beltrán de Santa Cruz y Valdespino adquiere los
terrenos y firma el contrato para la construcción de esta casona colonial donde
cuatro años después se instalará su familia.
El edificio refleja en su arquitectura la transición del estilo mudéjar
español al barroco, fusionándose ambos con gran armonía.
Entre el conjunto destacan sus techos de alfarjes con tirantes, canes,
cuadrantes y arrocabes, sus barandas y cancelas de balaustres torneados en
madera preciosa de los bosques cubanos, así como sus puertas y ventanas de
exquisita tradición mudéjar.
El patio está circundado por galerías en sus cuatro lados de arcos
sobre columnas de fuste monolítico en ambas plantas. La puerta principal se
abre al centro de la fachada, dejando ver al recién llegado el espléndido
interior de la mansión.
Especialmente, la guarnición de la puerta, con su frontón de cornisas
quebradas, testimonia la presencia del barroco americano.
En el siglo XIX, se le practican algunas reformas al edificio: se le añadieron los portafaroles y barandas de hierro con cenefa de grecas en sus balcones a la calle, y sus bellísimas lucetas de cristalería coloreada, con reminiscencias art nouveau en la luceta central, la cual representa dos mariposas entre flores y hojas, inmortalizada en uno de los óleos más célebres de la gran artista plástica cubana Amelia Peláez.
No hay pintor que quiera atrapar la imagen de la ciudad en sus telas y
no pinte afanosamente esta luceta, luchando a brazo partido por conseguir en su
paleta los vivísimos colores del vidrio colonial.
Sobre esta mencionada puerta principal y al centro del frontón, puede
apreciarse grabado en piedra el escudo nobiliario de la familia Santa Cruz
sobre cartela barroca y compuesto de cuatro cuarteles: en el primero y el
cuarto, hay una cruz floreada; en el segundo, un león, y en el tercero un
castillo; sobre y al centro, un escudete con la figura de un ciervo.
Pero la familia Beltrán de Santa Cruz no perteneció a la aristocracia
desde sus orígenes…
EL
IDOLO MISTERIOSO
El raro bocallave de la puerta del Palacio de los Condes de Jaruco mide
26 cm de alto por 10,5 en su parte más ancha, y “representa una figura humana
dividida en tres partes aproximadamente iguales: cabeza, torso (donde se
encuentra el ojo de la cerradura), y una enagua de escamas o plumas, la cual
presenta a cada lado un elemento barroco en forma de ESE alargada”, según lo
describe Pedro A. Herrera López.
Este investigador cuenta que cierto día, mientras paseaba por los
salones del Museo de Arte Colonial de La Habana, miró el perfil del bocallave y
descubrió que “se trataba de un rostro medio cubierto por la máscara de un
águila, como tantas veces había visto representadas las figuras de los
caballeros Águilas, una de las más antiguas y distinguidas órdenes de guerreros
aztecas”.
El investigador insiste en que la figura representada en el bocallave
presenta abundantes similitudes con otras piezas de factura mexicana, como son
la forma de los ojos, la nariz y la boca “muy diferentes de las angulosas
figuras africanas en bronce de Benín”.
Las figuras de caballeros Águilas mexicanas son anteriores a la
conquista de México por Hernán Cortés en 1531. Mientras que el bocallave data
de mediados del siglo XVIII. Median, entre ambas, casi dos siglos de
diferencia.
El investigador va aún más
lejos, al especular que la figura del bocallave podría representar al mismísimo
dios azteca Huitzilopochtli, dios del Sol y de la Tierra, divinidad tutelar de
Tenochtitlán, capital del antiguo imperio azteca y actual ciudad de México.
También conocido como Colibrí Hechicero, era el primero de los dioses
principales del panteón azteca. Cabe preguntarse cómo el señor conde de Jaruco
se atrevió a colocar nada menos que en la entrada de su palacio la supuesta
figura de un ídolo pagano, y por añadidura con tan pésima reputación religiosa
y hasta política entre las autoridades españolas.
No hay que olvidar que se trata de la misma deidad a la cual los
aztecas sacrificaban los corazones de sus víctimas, entre ellas españoles. Un
acto como este bastaba en la época para ser llevado ante el tribunal de la
Inquisición.
¿Por qué se arriesgó a ello un hombre que ya había sido atrapado entre
las redes de la justicia con la consecuente pérdida de prestigio político y
social, un cubano que nada tenía en común con la civilización y la cultura de
los antiguos mexicanos?
LOS
CABALLEROS ÁGUILAS
En el México precolombino existieron órdenes guerreras entre las cuales
se destacaban los caballeros Águilas, que servían a Quetzalcóatl, principal
divinidad civilizadora del panteón azteca, quien les había creado y encomendado
la misión de impedir que el dios Sol —Huitzilopochtli— fuera devorado por las
tinieblas, encarnadas en el perverso Tezcatlipoca, en el eterno combate entre
La Sombra y La Luz. De triunfar las primeras, el caos se apoderaría del
Universo.
Los caballeros Águila, como su nombre indica, eran fuerzas espirituales y celestes en perpetua lucha contra el mundo cetónico inferior. Eran jóvenes que, una vez elegidos entre los mejores guerreros aztecas, sufrían un largo y duro ritual de iniciación.
Su paso de guerra era a base de saltos, como si se dispusieran a
remontar vuelo con las alas desplegadas. Sus vestidos eran tejidos con plumas
de águilas y llevaban máscaras de madera imitando picos del mismo animal que
les cubrían la mitad superior del rostro. Sus armas eran el escudo y la lanza
rematada con obsidiana. El suyo era un culto guerrero. Los caballeros tenían su
propio palacio en la Gran Plaza, y a muchos kilómetros de distancia, en un
lugar llamado Malinalli, tenían su propia ciudad secreta, algunos de cuyos
edificios habían sido magníficamente labrados en la roca viva.
Muchos cantos e himnos
guerreros y religiosos recuerdan la grandeza de los caballeros Águila y las
innumerables hazañas con que contribuyeron al engrandecimiento del imperio
azteca.
Se dice que Cuauthemoc, joven príncipe sobrino de Moctezuma y su
sucesor, quien luego de la muerte del emperador, se enfrentó bravamente a
Hernán Cortez y trató de salvar Tenochtitlán hasta su último aliento, era uno
de los principales caballeros Águila.
Esta orden guerrera, junto con la de los caballeros Tigres, eran los
encargados de hacer la guerra para obtener víctimas que luego eran
sacrificadas, para que su sangre renovara perpetuamente la vitalidad del Sol.
Uno de los cantos antiguos más conocidos sobre los caballeros Águila
muestra claramente la arrogancia y el coraje con que afrontaban los rigores del
diario vivir: Pero aún cuando fuera cierto/ que sólo se sufre en esta Tierra,/
¿se ha de estar siempre con miedo?/ ¿habrá que vivir siempre llorando?/Porque
se vive en la Tierra/ hay en ella señores,/ hay mando, hay nobleza, hay águilas
y tigres.
Se cuenta que los caballeros Águilas
no pudieron ser vencidos por los conquistadores, y que, ocultos en su ciudad
invisible, continúan existiendo aún en nuestros días como una secta secreta e
inmortal, a la manera de los druidas de Inglaterra o los templarios de Francia.
¿No sería tentador preguntarse si don Gabriel Beltrán de Santa Cruz,
primer conde de San Juan de Jaruco, habría sido iniciado en esta especie de
fraternidad durante su inusitadamente larga estancia en la ciudad de México?
¿Habrá sido el famoso bocallave de su palacio una a manera de señal o
distintivo para ser identificado por sus compañeros Águila que visitaran la
villa?
Quizás la realidad fue mucho menos sensacional y se trataría solo de
una compra folclorista hecha por el conde a algún artesano indígena durante sus
paseos por las pintorescas calles de la capital azteca. Lo que no se explica de
esta manera es su ostensible indiferencia ¿o desafío? al ojo siempre
omnipresente de la Santa Inquisición habanera.
OTROS
ILUSTRES HABITANTES DEL PALACIO
Nieta de don Beltrán fue María de las Mercedes Santa Cruz y Montalvo,
más conocida como la condesa de Merlín, bella dama criolla que ocupa un lugar
destacado en las letras cubanas.
La condesa, a los ocho años de edad, ingresó como pensionista en el convento de Santa Clara, del que se fugó un año más tarde. Con posterioridad se trasladó a España.
En Madrid, abrió sus salones a la sociedad artístico-literaria de la
época, y por ellos desfilaron deslumbrantes figuras, como el pintor Francisco
de Goya y Lucientes, Meléndez Valdez y otros. Contrajo matrimonio con un
general francés de apellido Merlín y abandonó España huyendo de la guerra
antinapoleónica.
Radicada en París, se relacionó
con hombres de la talla de Balzac, Liszt, Rossini, Alfred de Musset, y con la
pintoresca y atrevida escritora George Sand, cuya amistad cultivó.
Andando el tiempo, los descendientes de los condes de Jaruco vendieron
el palacio a otros potentados, pero la proliferación de figuras ilustres
continuó bajo sus arcadas y entre las sombras rumorosas de sus patios, al
extremo que habitaron la mansión aristócratas criollos y extranjeros
emparentados con poderosas familias reales de las cortes europeas de entonces.
Hay mansiones que tienen un “duende” que marca con algún atributo
especial a sus descendientes, o parecen marcadas ellas mismas por una sucesión
de eventos extraños e inexplicables.
El Palacio de los Condes de San Juan de Jaruco es, sin duda, uno de estos lugares cuya magia -cautiva entre sus piedras- reserva siempre una sorpresa espíritu atento que sepa descubrirla. (Gina Picart Baluja. Fotos: tomadas de Internet)