Quienes recorren el Paseo de Martí (conocido popularmente como Del Prado), uno de los sitios más emblemáticos de La Habana, dan por sentado que sus ocho imponentes esculturas de leones de bronce datan del tiempo de la colonia.
Tal vez ello se deba a
que los leones flanquean la entrada de muchas mansiones aristocráticas
habaneras de esa época y es sabido que, según
las inviolables leyes de la Heráldica, solo podían colocarlos quienes tenían
procedencia noble o habían comprado títulos de “sangre azul”.
Sin embargo, los leones
del Prado capitalino son mucho más modernos, aunque el bronce que compone sus
musculosos cuerpos proviene de la fundición del metal de los cañones de algunas
fortalezas coloniales de La Habana, en específico los que protegían la boca de su
bahía.
El proyecto corrió a
cargo de los talleres de Obras Públicas de la ciudad y fue llevado a cabo de 1928
a 1929, o sea, bien entrada la república.
Carlos Manuel de
Céspedes, ministro de Obras Públicas del entonces presidente Gerardo Machado,
encargó la creación de los leones al escultor francés Jean Puiforcat y al
también escultor cubano y experto fundidor de bronce Juan Comas, pero aquí
llega el momento de hacer justicia deshaciendo un mito: al parecer, Comas no tuvo éxito, y la directiva al frente
del proyecto terminó contratando, en su lugar, al fundidor Emilio Vizcón
Hernández, nacido en La Habana en 1883 y fallecido en 1981, biznieto de un
Trompeta del Ejército Español destacado en Cuba.
Vizcón abandonó los
estudios escolares en tercer grado, comenzó en el oficio de fundición a los 12 años
y se mantuvo en el mismo hasta los 70.
Fue él quien revisó el
proyecto inicial de los leones y, luego de hacer los cambios necesarios, logró
que se fundiera el primero con la mejor calidad.
Llevado por el
entusiasmo, concedió el día libre a los operarios de su equipo, lo que le trajo
por consecuencia un enfrentamiento con la Directiva, que lo obligó a renunciar
a su puesto.
Hasta ese momento, solo
se erguía en el Paseo la solitaria figura del rey de la manada.
Antes de comenzar a
trabajar en los leones, Vizcón había sido contratado dos veces en los Estados
Unidos: la primera, en 1915; la segunda, de 1920 a 1925, para realizar trabajos
de plantillería en yeso necesarios en la fundición de metales.
También trabajó en
proyectos de las escultoras habaneras Rita Longa y Jilma Madera, en algunas de
cuyas esculturas intervino como maestro fundidor y yesista.
En el caso de Longa,
Vizcón fundió el grupo escultórico de Los venados (1947), que recibe a los
visitantes a la entrada del Parque Zoológico Nacional, en La Habana, y también
la hermosa escultura de una Virgen de pie en medio de una fuente, que adorna La
Virgen del Camino, ese punto en el que se dice que confluyen todos los caminos
que traen a la capital de Cuba. Rita Longa tenía en muy alta estima su calidad
profesional.
El exitoso maestro llegó a tener su propio taller de fundición y
herrajes, que abrió sus puertas en 1959 en el número 18 de la calle Santa Ana,
en la barriada de Luyanó, y mantuvo con sus hornos al rojo hasta 1968.
Mi indagación sobre quién
o quiénes crearon los siete leones restantes no ha tenido éxito. No he logrado
saberlo. Cuatro de estos majestuosos animales se ubican en el centro del paseo,
en la calle Colón. Una pareja se levanta a final de Prado, y los dos restantes
guardan la entrada que da a la calle San Lázaro, frente al mar. Por increíble
que parezca, nadie sabe cuál de esas ocho esculturas fue fundida por el maestro
Vizcón.
Los leones fueron
esculpidos según conceptos de la estatuaria clásica, prefiriendo volúmenes
grandes y compactos y la visión de bloque aplicada a los cuerpos. Todos parecen
rugir y están en posiciones de entre caza y ataque, muy majestuosas.
Quienes tengan nociones
de estatuaria entenderán mejor lo que digo cuando me refiero al concepto de
bloque, que consiste en esculpir la figura manteniendo todas sus partes lo más
unidas posibles entre sí. Un ejemplo
claro de ello puede apreciarse en el célebre David de Miguel Ángel, cuyos brazos
no se despegan del cuerpo.
En el caso de estos
leones, sus abundantes melenas no tienen ni un mechón flotante, están
totalmente unidas al lomo y los hombros poderosos de las bestias. Aunque a
alguien le pueda parecer esto lógico y normal, durante estancia en la Academia
San Alejandro pude ver en el aula de Escultura cómo los profesores Menchaca,
Fausto Ramos y Evelio Lecour rechazaban algunos trabajos por no haberse atenido
sus jóvenes autores a esa preceptiva de unidad de volúmenes.
En una ocasión en que esa suerte la corrió una amiga a quien yo apreciaba mucho, le pregunté al profesor por qué no había advertido aquello al grupo desde el primer día de clases, y Fausto, sin enojarse, pero lapidario, me respondió: “Jamás lo hago. El manejo escultórico de los volúmenes en una obra de tamaño grande es algo intuitivo en quien va a ser un verdadero escultor, y cuando recibo un grupo nuevo, observarlo me sirve de pauta para saber quiénes deben olvidarse de la escultura como especialización y harán mejor si regresan al óleo y los pinceles. Este no es su lugar”.
Hago esta anécdota porque
ilustra el talento natural del maestro
Vizcón, quien no tuvo la oportunidad de estudiar en ninguna escuela de Artes
Plásticas, pero fue capaz de superar a un famoso escultor francés.
Como si el enigma de la
creación de los leones pradenses no bastara, también existe el mito de que
alguna vez algún miembro de esta manada inmóvil fue robado, pero no es cierto.
De todos modos, aunque una parte del enigma que envuelve el nacimiento de los grandes félidos ha sido develada por los descendientes del propio maestro, otras siete continúan en el misterio. (Gina Picart Baluja)