Los dos decenios y medio donde Rufo Caballero desplegó su proyecto profesional de vida, conectado al entendimiento del arte y de otros campos de la cultura y la comunicación, fueron suficientes para que emergiera con ímpetu y se estableciera como un intelectual de peculiarísimo estilo, espíritu polemista y abierto “abanico” reflexivo.
A diferencia de quienes hemos ejercido la crítica como una de las partes de nuestro hacer —porque tenemos la personalidad bifurcada entre el creador literario o artístico de un lado, y el analista del otro—, Rufo contó, desde los inicios, con un modo de proceder que aunaba al estudioso y al imaginero, al individuo de razonamientos y al que asumía el texto como un espacio de creaciones simbólicas y emocionales.
Desde que lo conocí, cuando aún era estudiante destacado de la habanera escuela universitaria de Historia del Arte, y tuvo la saludable osadía de discrepar con un artículo que yo había publicado, advertí que se trataba de un joven peculiar, talentoso, ambicioso en términos de saber, sensible y capaz de ver de una manera otra, muy suya, tanto lo nuevo como aquello que gentes anteriores a él ya habían apreciado y visto de acuerdo con sus maneras de percibir.
Rufo Caballero traía consigo un afán a veces desmedido por el trabajo con la escritura; una capacidad natural de recibir y procesar paradigmas y formas disímiles de lo estético y la literatura, que a la postre lo llevarían por un camino de exuberancia constructiva del texto, de hibridación de las ideas, y de personal operatoria de lectura que integraba significantes y significados, penetración de juicio y deleite de la prosa, emisiones sensoriales y “acorralamiento” circular del sentido.
El ingreso en lo que en él fue siempre un diálogo con la imagen —y no una simple interpretación de sus esencias— le llegó por el lado de las artes plásticas, que las explicaba por la preparación docente recibida y porque su actividad aparecía en un momento nacional (segundo lustro de los 80) de alta productividad, riqueza y renovaciones, no solo de esa manifestación visual del arte, sino también en los sistemas teóricos y parateóricos que la legitimaban y hasta la guiaban entre nosotros.
Cuando le solicité algunos párrafos para acompañar mi exhibición de pinturas titulada Sin catálogo (Galería La Acacia,1993), Rufo Caballero tuvo la libertad mental necesaria para romper la dependencia mecánica a las modalidades artísticas que generacionalmente le eran más cercanas, y detectar en mi obra “sintemporánea”, aspectos sustanciales que, en cierta medida, implicaban el uso del ámbito teatral, los enmascaramientos y los códigos del mito cultural, como un simulacro que abordaba los problemas de una realidad histórica contradictoria y un panorama de crisis ética que ya entonces nos envolvían.
Siempre hubo —entre Rufo y yo— el respeto y la conversación transparente. Más de una vez afirmaba, y lo dejó luego escrito en la dedicatoria del prólogo al libro de entrevistas del asimismo destacado crítico David Mateo, que yo era su maestro en el campo de la crítica de arte. Se trataba de un reconocimiento de fuentes y enseñanzas, también manifestado por él respecto algunas de sus profesoras de Historia del Arte, que le permitía reconocerse como eslabón en desarrollo de un proceso prolongado del oficio cubano de pensar lo artístico.
“Rufo Caballero limpiaba su escritura, definía deslindes entre revelaciones conceptuales y emanaciones de su culta subjetividad”.
En la misma medida en que el afán de verdad y de justicia valorativa se instauraba en las tareas intelectuales que lo conducían hacia otros campos —como el cine y la televisión o el video publicitario—, Rufo Caballero limpiaba su escritura, definía deslindes entre revelaciones conceptuales y emanaciones de su culta subjetividad, y estructuraba un variable enfoque comunicativo que le permitía ajustarse a las características de cada género donde ejerció su incansable faena: la ensayística, la crónica, el texto acompañador de exposiciones, la crítica escrita y el comentario periodístico televisual. Este último —de conjunto con la práctica docente entendida algo libérrimamente— contribuyó a tornar más clara y hasta popular, cuando le era necesario, su habla expositiva especializada.
Rufo Caballero habría podido ser uno de los dialogantes en los banquetes platónicos, porque sabía de la utilidad del intercambio de ideas y pareceres para armar razones y verdades; e igualmente, un productor de propuestas surrealistas, en tanto se nutría constantemente de esa relación de “vasos comunicantes” entre disciplinas y expresiones numerosas, que le amplió el instrumento de juicio y valoración, posibilitándole usar lo tomado de la cinematografía para caracterizar la plástica, lo de esta para decodificar lo fílmico, y aquello asumido de ambas manifestaciones de la visualidad (más lo propio del saber literario y filosófico) para enfrentarse a lo específico de géneros mediadores como la dramaturgia televisiva, el espectáculo público y las retóricas del video promocional.
Nunca antepuso —en la visión sobre la obra artística visual— una “militancia” estética tendenciosa, el prejuicio antipintura, o la incultura reductora del “arte contemporáneo” a las corrientes constructivas y deconstructivas surgidas en Europa y Estados Unidos, durante las tres décadas finales del pasado siglo XX. Él compartía con otros la certeza de que todo hacer artístico es válido —independientemente del género donde se objetiva— cuando es creativo, de exteriorización inédita, honesto y capaz de responder a la lógica y temperatura de su tiempo y circunstancia. Esa fue la premisa de su comprensión de lo que hacen —de modo diversamente equivalente— pintores, dibujantes, fotógrafos, instalacionistas, performáticos, conceptualistas, cineastas y videoartistas.
Cuando se analizan con cuidado sus artículos y ensayos sobre plástica, resulta evidente que Rufo supo trascender, asimilándolas, las vertientes de práctica crítica e historiográfica limitadas por la aplicación de modelos teóricos en boga, absolutización de la hermenéutica, o sustitución del discurso coherente por especulaciones a veces apriorísticas, que alcanzaron a dominar el panorama de pensamiento y curaduría sobre arte en la etapa (segunda mitad de los años 80 y primeros del 90) de su entrenamiento intelectual como analista de la visualidad.
“Al emprender el entendimiento de lenguajes que debía caracterizar, lo hacía desprejuiciadamente”.
La prosa reflexiva que mayor peso le otorgó a su obra no fue la que inclinó demasiado al barroquismo, ni tampoco la derivada de un “decir de calle” usado ocasionalmente, sino la que aparte de contar con un método de formulación lógica, concebido a partir de la impresión ocular directa, transitó por el enfoque participativo de espectador; estableció puentes de significación con experiencias propias; inventó sus recursos de interpretación; asumió horizontes antropológicos y semióticos; dejó al placer privado descubrirle nexos de identidad con los objetos de estudio, y articuló un estilo provisto de abundante consumo inteligente y pasional de la cultura intelectual, mediática y popular. Un estilo que portaba implícitas las señales de la narración literaria y fílmica que a la postre lo conducirían por las vías de relatos escritos, donde la impronta del cine se verificaba —de otro modo— en lo culto de su mirada. Muchos de los pintores y artistas de la plástica no-pictórica que valoró reconocen la capacidad visual e intuitiva de Rufo Caballero para aprehender el aspecto esencial de sus propuestas y ampliar —mediante su imaginación creadora de lecturas posibles— sus significados. Rufo llegó a tener una subjetividad capaz de percibir rápidamente el sentido sustancial y otras implicaciones de modos de expresión completamente distintos. Al emprender el entendimiento de lenguajes que debía caracterizar, lo hacía desprejuiciadamente, sin amarrarse a una opción determinada de pensamiento, sino dándole riendas sueltas a su plural formación ideoestética y a esa natural manera de entender disfrutando. Por esa ruta de proceder crítico, concurrieron en él las más variadas alternativas: desde la lectura impresionista o el reconocimiento de los componentes morfoestructurales, hasta la utilización de la semiótica, la codificación psicoanalítica, el registro sociológico y la consideración de las poéticas declaradas por los artistas.
El caso de Rufo Caballero coloca sobre el tapete una deuda que el medio cultural especializado de Cuba tiene con la historia de su crítica e historiografía sobre creación visual. No existen la recopilación sistemática, el serio estudio y la valoración zahorí de cuanto se ha dicho sobre arte en las publicaciones periódicas y revistas, en libros y cuadernos, así como en los medios radiofónico, televisivo y digital. La misma inclinación de ciertos profesionales de la crítica a hacer tabula rasa de momentos o concepciones de la producción artística que no respondían a sus propósitos de indagación particular y expansión profesional, incidió en la conformación de zonas de silencio y olvidos del suceder de la crítica de la cultura que les precedía. Esperemos, por ello, que una justa apreciación sistematizadora de los aportes de Rufo Caballero abra un terreno de exploración de la totalidad de lo hecho —en términos de reflexión e investigación— por los correspondientes críticos, historiadores y artistas “escribidores” de nuestro país. Resulta indispensable para una exacta comprensión nacional de la imagen artística que nos proyecta, de sus indetenibles reconversiones. (Manuel López Oliva/ Revista La Jiribilla. Texto incluido en el dossier homenaje a Rufo Caballero, publicado en el número 179 de la revista Cine Cubano)