En estos días, han sido entregados varios premios nacionales a destacadas figuras del arte y la cultura en Cuba.
Entre ellos, aparece el nombre del maestro Roberto Sánchez Ferrer (La Habana, 1927), quien lo recibe a los 96 años de edad, pese a estar reconocido desde hace mucho como una gloria de la música sinfónica nuestra, que no tiene, precisamente, abundancia de estrellas en ese sector, aunque las ha habido deslumbrantes.
Ferrer, habanero de La Víbora, ha sido instrumentista, orquestador y director de orquesta. Comenzó sus estudios de música en el Instituto Edison y el Conservatorio Levy, y completó su formación en 1962 en el Instituto Superior de Música de Leipzig, con el maestro Franz Jung.
A la edad de 18 años, debutó en la dirección orquestal, al frente de una revista musical integrada por intérpretes de la Orquesta Filarmónica de La Habana.
Su extensa carrera artística tiene hitos, tales como haber sido en 1955 el director musical de la ópera La Boheme, del gran compositor italiano Giacomo Puccini, la primera producida y transmitida íntegramente por la televisión nacional.
En 1961, viajó a París como director musical del Conjunto de Danza Moderna de Cuba, y en la capital gala condujo la orquesta del Teatro de las Naciones Sara Bernhardt. Tras su regreso a Cuba, dirigió La traviata, de Verdi.
En 1963, la Universidad de Uruguay le otorgó el premio Puesta del Sol sobre Ágata y Amatista, por su grabación con la Orquesta Sinfónica de la radio de Leipzig, de la obra del compositor uruguayo Alberto Soriano Cantos sinfónicos de Cuba revolucionaria.
De 1976 a 1978, dirigió la Ópera Nacional de Cuba y, además, la Orquesta de Cámara.
A su cargo estuvo también la puesta operística de la novela de Cirilo Villaverde Cecilia Valdés, en versión de Juan Rodolfo Amán, obra que a finales de los 80 cosechó grandes éxitos en escenarios de Latinoamérica.
Asimismo, escribió y dirigió una ópera basada en la primera novela de Alejo Carpentier: Ecué-Yamba-O.
No solo fue compositor y director, sino también saxofonista y clarinetista, y como instrumentista integró en 1945 el grupo de jazz Los Raqueteros del Swing.
Más tarde, se unió a la prestigiosa orquesta Hermanos Castro, trabajó con los Hermanos Le Batard y con la célebre orquesta Riverside, y tocó en los cabarets Tropicana, Sans-Souci, Habana Casino, Montmartre y Hotel Nacional.
El maestro Ferrer ha dirigido la Orquesta Sinfónica Nacional de Cuba y varias extranjeras, incluidas las de Leipzig, Polonia; República Popular Democrática de Corea; Chihuahua, México, y la de la ex Unión Soviética.
Entrevistado por el diario Granma sobre este premio, el más alto que se concede en Cuba a un artista, a la pregunta de si valió la pena esperar, el maestro respondió:
“Esa es una pregunta difícil de contestar, cuando sabes que, como yo, hay otros músicos que poseen muchos méritos en este país de grandes exponentes de la música cubana y universal.”
La modestia de Sánchez Ferrer resulta, sin duda, encomiable, y debiera tenerla todo verdadero artista, pero resulta preocupante que los premios nacionales, no siempre, pero sí las suficientes veces como para despertar inquietud, sean concedidos a grandes representantes de la cultura cubana en muy tardías fechas de la vida, a pesar de que su brillante ejecutoria en la manifestación artística a la que consagraron su existencia justificaba, y hasta demandaba hacerlo mucho antes.
En similar situación se encuentra la escritora y periodista María Elena Llana, recién laureada con el Premio Nacional de Literatura, igualmente nonagenaria y, en mi opinión, una de las figuras más importantes de la narrativa cubana, pues fueron ella y la ya fallecida Esther Díaz Llanillo quienes, en momentos muy difíciles para la intelectualidad nacional, como fueron los últimos años de la década de los 60 y primeros de los 70, abrieron el camino para la literatura del género fantástico en Cuba, al mismo tiempo que se erigieron con sus obras en faro para escritoras que entonces apenas eran adolescentes o niñas, y más tarde han conformado el movimiento de escritura femenina en el país, donde apenas hubo antes más que la sombra colosal de Dulce María Loynaz y algunas otras personalidades provenientes del periodismo que incursionaron en la narrativa de manera poco significativa.
Yo soy una de esas escritoras que fue marcada muy profundamente por relatos como Nosotras, de Llana, cuyas páginas me impulsaron a cultivar todo un catálogo de temas que parecían no tener cabida en la narrativa nuestra de aquellos años. Pero si esa no fuera razón suficiente para recibir el Premio Nacional de Literatura, está la incuestionable altísima calidad de las obras.
Sin embargo, en ocasiones las decisiones parecen exigir tanto tiempo para ser tomadas, requieren tantas cavilaciones y consideraciones que llegan demasiado tarde, o no llegan nunca, como les ocurrió a Llanillo y a la doctora Beatriz Maggi, cuya brillantísima trayectoria como una de las más destacadas ensayistas de Hispanoamérica, basada en gran parte en su alta especialización en la obra del dramaturgo inglés William Shakespeare, que nadie más ha poseído en Cuba, nunca parecieron méritos suficientes para concederle ese premio con el que me consta que, a pesar de su inmensa modestia, de todos conocida, Maggi siempre soñó.
Sería muy de desear para la salud de la cultura cubana que la política de otorgamiento de los premios nacionales fuera sometida a examen lo más pronto posible, algo que debió ocurrir hace mucho tiempo, para que semejantes -muy lamentables, injustas y penosas- tardanzas no sigan ocurriendo, porque los lauros son muy importantes en la carrera de un artista, por mucho que lo nieguen quienes no han dedicado suficiente tiempo a reflexionar sobre el verdadero significado de un lauro de esa envergadura, que no consiste en acariciar egos ni en un pretexto para favorecer mediocridades apacibles o aplacar otras más intranquilas, sino en que son las marcas indelebles que conforman, señalan y acreditan el canon cultural de una nación. (Gina Picart Baluja)