Cuando mis padres dejaron de comprarme libros de cuentos de hadas, empezaron a darme por los Días de Reyes regalos literarios un poco más extraños, que acompañaban siempre a un perfume, un vestido, unas gafas de sol o un bolso que harían luego mis delicias cuando los llevara para lucir en mi secundaria. Entre regalos como esos, que afirmaban mi natural femineidad, vino una vez la novela Las impuras, del escritor cubano Miguel de Carrión.
Puede pensarse, y de hecho es así, que fue un
regalo un poco raro para una preadolescente, pero no menos raro que El Quijote,
la Biblia, un Petit Larouse que pesaba una tonelada, Los miserables y… El Decamerón
de Bocaccio, entre otras joyas que pusieron los cimientos de mi biblioteca
adulta. Leí Las impuras en una noche, y al día siguiente fui a comprar Las
honradas.
Aunque eran tiempos de libros absolutamente
baratos que cualquiera podía adquirir y en Cuba entonces se leía muchísimo, los
autores nacionales no tenían gran demanda y era posible encontrarlos en los
estantes de las librerías sin demasiado sufrimiento. También me leí Las
honradas en una noche. No hay que achacar mi voracidad a curiosidades iniciales
sobre el sexo, porque en cinco noches devoré los cinco tomos de Los miserables,
en edición Huracán, con la misma pasión, y si hay una historia que baje más la
vibra de un alma sensible, esa historia es la de Jean Valjean.
Yo no sé qué tienen los escritores y los poetas
de la República que los hace tan especiales, con un sabor inimitable, un aroma,
unos colores de atmósferas y un desate de sentimientos…, aunque estén mostrando
las realidades más cruentas y dolorosas de su época. También sus personajes tienen
como una vida, una fuerza telúrica, casi una presencia física, que quienes
hemos escrito después tal vez no hemos conseguido con igual plenitud. Pero si
yo tuviera que elegir mi autor republicano favorito, además de Alejo Carpentier y
Dulce María Loynaz, probablemente sería este ginecólogo que tomó la pluma para
suerte inmensa de la literatura nacional.
Antes de continuar quiero señalar algo
verdaderamente curioso: los personajes más poderosos de la literatura nuestra
son mujeres. Cecilia Valdés abre la marcha en esta brillante procesión. La
siguen en escuadrón cerrado las mujeres de Carrión, la Sofía de El siglo de las
luces, la Bárbara de Jardín (las tres) … Y, sin embargo, esa tendencia
definitivamente perdió su intensidad en la literatura posterior, donde el arte
de la caracterización psicológica se ha visto lamentablemente relegado en favor
de otros intereses narrativos.
Hay que buscar entre los escritores raros cubanos
personajes femeninos que dejen huella en la memoria. Uno de ellos sería, en mi
criterio, la Onoloria de Miguel Collazo, la Isabeau de Alberto Garrandés, la
protagonista de Desde los blancos manicomios, -esa novela de Maggie Mateo que
ha sido mucho menos atendida de lo que merece su impresionante calidad-, y no
vienen a mi mente más damas postrepublicanas salvo aquellas que la ética me
impide mencionar. La mujer cubana auténtica saltó de los libros al cine, y ahí
quedó, congelada en una imagen infinita y eterna.
Miguel de Carrión nació en La Habana, el 9 de
abril de 1875. Comenzó la carrera de Derecho, pero tuvo que abandonar la universidad
debido a sus actividades independentistas durante la Guerra de 1895. Como
tantos cubanos perseguidos políticos de entonces, emigró a los Estados Unidos y
no pudo regresar hasta 1903.
En 1908, se graduó en la Escuela de Medicina de
la Universidad de La Habana. Cuando se establecieron escuelas normales para
maestros en Cuba, en 1918, ganó por oposición la Cátedra de Anatomía y
Fisiología de la Escuela Normal de La Habana, y en los comienzos de su
profesión ejerció en la Asociación Cubana de Beneficencia.
Para preservar el espacio que quiero dedicar a mi
comentario sobre Carrión y sus principales novelas, tomo esta cita de un
artículo de Susana Méndez publicado en Cubarte, que ofrece en pocos párrafos la
visión completa de la trayectoria del escritor y un juicio muy interesante
sobre la conceptualización que trasciende su discurso literario:
“Fue miembro del Partido Popular Cubano y candidato a representante por la provincia de Oriente en 1922; integrante fundador de la Academia de Artes y Letras, en1926 formó parte de una comisión que estudiaba las reformas al Reglamento General de Instrucción Pública y se le nombró director de la Escuela Normal.
Hacedor, por
otra parte, de una vasta labor periodística, que inició en 1899 con
colaboraciones en una larga nómina de publicaciones cubanas como Azul y Rojo,
El Fígaro, Cuba Contemporánea, Letras, Archivos de la Policlínica, Revista de
Medicina y Cirugía, El Comercio, La Discusión, La Noche, La Lucha y Heraldo de
Cuba, en los que publicó, entre otros, textos pedagógicos y asociados a la
medicina.
“También fundó
varias revistas entre las que se cuentan Cuba Pedagógica (1903), y la dirigida
a los niños La Edad de Oro (1904), dedicada a promover el pensamiento del
Apóstol cubano.
“En varios de
sus trabajos periodísticos, intentó definir el carácter del cubano y contribuir
con ello a la toma de conciencia de sus defectos y vicios.
“Carrión veía
poco sustento cultural en sus contemporáneos, y además unos vicios asociados a
la superficialidad, la falta de constancia y a la poca reflexión; en este
sentido afirmaba: la rutina arraiga tan poderosamente en nuestro espíritu, que,
en lo moral, lo político y lo económico la inercia es la ley esencial de
nuestra vida y todo cambio de postura social determina un doloroso
desperezamiento de los músculos estremecidos”.
¡ALTO!: ¿No se quejaba de lo mismo el poeta Julián del Casal, uno de los tres grandes fundadores del movimiento modernista, primera corriente literaria que viajó, al revés de lo habitual, de América a Europa? Y nuestro único filósofo, el doctor Jorge Mañach, ¿no llevó ese mismo sentir al terreno de la alta cultura republicana en su ensayo homónimo, que hoy casi ningún compatriota menor de 50 años ha leído? Y como muy lúcidamente apunta la autora del texto, ¿no es esa la tesis desembozada de Memorias del subdesarrollo, la célebre novela de Edmundo Desnoes, que dio lugar a la mejor película de la historia del Icaic? Y el más grave enjuiciador del alma cubana, el ensayista y poeta Cintio Vitier ¿no lamentaba exactamente esa lasitud del espíritu, esa carencia de fuerza interior y solidez de pensamiento que reviste el traje de la tan mentada superficialidad de los habitantes de esta isla? Si Carrión no fue el primero en sentir el agobio que semejante insustancialidad esparce en la sociedad de cualquier lugar del planeta, como un olor mefítico que adormece el vigor del intelecto y la determinación del carácter, sí fue el primer autor cubano que expuso sus efectos sobre la mujer, aunque ya hay indicios de ello en la Cecilia de Cirilo Villaverde.
Miguel de Carrión no fue uno de esos médicos
equivocados de profesión que un día descubren que
verdaderamente quieren ser cantantes líricos o escritores o modelos de alta
costura. Se entregó a la medicina con la misma pasión que a la literatura, y
ella le abrió horizontes de conocimiento y comprensión que otras carreras tal
vez no le habrían dado, y le permitió reflejar en su literatura los espacios
más recónditos y oscuros del alma femenina. Por supuesto, que los conflictos
que él trató en sus libros son universales, pero la criolla los ha sufrido
siempre en su propio estilo tercermundista y caribeño. Ninguna confesión,
ningún secreto del alma ni del cuerpo le fue vedado a quien tenía que escuchar
y explorar con sus manos zonas intimísimas a las que, por lo general, solo un
marido tenía acceso en la época. Todo lo supo de la prostituta más gastada por
el uso y de la señora más encumbrada en la sociedad.
Las honradas fue escrita en 1917 y Las impuras en
1919, pero yo las leí en orden inverso. Teresa, la dama que renuncia por amor a
su posición de clase y resulta vilmente engañada por su amante flojo y vividor
me impresionó muchísimo, y a su lado la aventura extramatrimonial de Victoria
me pareció un conflicto menor, aunque tal vez no se deba confiar demasiado en
el juicio estético y espiritual de una casi niña de 12 años. Es muy posible que
la permanencia de Teresa en mi ánimo y en mi memoria haya sido reforzada por la
excelente adaptación para telenovela realizada por la televisión cubana y la
perfecta interpretación del personaje que logró la actriz Susana Pérez. Es muy
importante que los personajes tengan rostro, y en eso radica la magia del cine
y la televisión.
Pero supongo que lo que más peso da al drama
personal de Teresa es que, posiblemente, no exista una mujer que no haya
sufrido el engaño y las manipulaciones de un hombre y pagado por ello un alto
precio, ya sea material o emocional. Desde la jovencita como Anduriña, a la que
un varón hizo perder su juventud en la espera de una promesa para siempre
incumplida y enterrada en la grisura de los olvidos, hasta la que se entregó
confiada en el apoyo de su amante y perdió su proyecto de vida, o la que vio
naufragar su matrimonio por el descubrimiento de una infidelidad, o de algún
vicio de esos sobre los cuales el amor más profundo no logra cabalgar para
seguir su ruta y se derrumba, herido de muerte mortal.
Victoria siempre tuvo una carta de triunfo sobre
Teresa, aún en su temible transgresión de mujer infiel a la institución del
matrimonio: una carta relacionada con el silencio. Ella pudo caer en lecho
ajeno protegida por la alta probabilidad de que su delito nunca saliera a la
luz, y hasta obtuvo una ganancia no por paradójica menos visceral: conoció el placer
y cómo darlo y recibirlo equitativamente. Por el contrario, Teresa solo sacó de
su audacia amorosa miseria y pérdidas, que no fueron a más porque más no tenía
que perder esa pobre mujer vilipendiada.
En lo personal y como lectora, no como crítica literaria, lo que más me interesa de Miguel de Carrión no es su mencionado interés antropológico en la tragedia social de la mujer republicana, que igual estuvo desde el principio en la Cecilia Valdés colonial, ni su anticlericalismo ni los pormenores de su estilo narrativo “naturalista europeo, entre la transición del romanticismo y el modernismo”, como lo han definido algunos críticos. Lo que más me interesa es su capacidad para penetrar en la psiquis de un sexo que no era el suyo, de atreverse a iluminar como con antorcha fervorosa lo más recoleto de esos territorios que el pudor y la doble moral social condenaron a los predios de lo inconfesable.
Y más aún el hecho de que el drama de Teresa
-aunque no tanto el de Victoria, porque en 1918 fue declarado legal el divorcio
en Cuba-, es que no obstante todas las conquistas de la mujer después de 1959, de
un Código Civil que la ampara y coloca en una posición realmente muy envidiable
comparada con la de otros países, las hay que sufren males denunciados por De
Carrión: la manipulación emocional, psicopática en muchos casos, a manos de un
amante o un esposo que no respeta ningún valor; el saqueo de su propiedad; la
discriminación laboral a que las someten mentes retrógradas y machistas; la
violencia de género; la corrupción de su sexualidad y de su cuerpo a manos de
seres impresentables y desalmados que la prostituyen sin escrúpulos; el peso
económico del hogar; la tremenda responsabilidad de educar hijos buenos, muchas
veces enteramente sola; la obligación impuesta de honrar un vínculo que poco
tiene de honorable…
Los escritores y los artistas trabajan no solo impulsados por su amor a la belleza y la necesidad de expresarse, sino también por un ideal: el sueño de cambiar el mundo, de mejorarlo, pero… la realidad desnuda es que el arte no tiene ese poder absoluto.
Puede contribuir señalando males sociales y
creando conciencia de ellos en forma poco masiva, pero ha quedado más que
demostrado que ese empeño no es suficiente para erradicarlos y construir
paraísos en medio de este planeta habitado por la especie humana. Es una verdad
muy aplastante, sobre todo para los creadores, porque cuando la descubren
enfrentan el derrumbe de su ingenuidad, la pérdida de su inocencia. Pero la
denuncia queda impresa en párrafos vehementes y lúcidos, estampada en óleos
sobre lienzos, encerrada en filmes, traducida en melodías y acordes que, con
suerte, navegan por el tiempo llevando su mensaje a otras generaciones. Lo que
se haga con este ya no depende del artista ni de su voluntad. ¿Por qué? Pues
por aquella verdad manifiesta en cierta cita de Vladimir Ilich Lenin acerca de
que del entrelazamiento de muchos intereses siempre resulta algo que nadie
había querido…. o soñado, añado yo.
No sé si Miguel de Carrión llegó a este doloroso
conocimiento antes de morir en La Habana el 30 de julio de 1929, a consecuencia
de una enfermedad pulmonar. Dejó inconclusa su novela El principio de
autoridad, y se encontró entre sus documentos inéditos su última novela, La esfinge,
publicada póstumamente en 1961. No la he leído, pero he encontrado el criterio
de que en ella Carrión “se muestra muy pesimista en cuanto a la conquista de la
equidad por parte de las mujeres”.
Eso me hace pensar que sí, que al final de su
vida, o quizá antes, De Carrión perdió su inocencia y comprendió que la
sociedad que había pretendido hacer más soportable para las mujeres seguiría
apretando su bota sobre los cuellos frágiles, hasta asfixiar y confundir en
muchas de ellas la capacidad de reconocerse no solo como entes en igualdad de
derechos legales con el hombre, sino, meramente, como algo más que animales de
desahogo o juguetes de uso sexual. Porque la única institución humana con poder
para cambiar la sociedad es la educación.
Solo ella puede completar la labor reformadora
del arte, que alumbra como antorcha el camino, sí, pero la educación, con su
maquinaria poderosa y masiva, avanza detrás desbrozando la maleza. No obstante,
sin la luz inicial todo será tinieblas. Que esa certeza haya atenuado la agonía
final de Miguel de Carrión. (Gina Picart Baluja. Foto: Cuba Literaria)
FNY