Millones de personas en este planeta están convencidas de que una inteligencia superior es clave para tener una vida exitosa, con reconocimiento público y repleta de bienes materiales, al estilo de Elon Musk.
Tristemente,
se equivocan, porque pocas veces ese don maravilloso conduce al triunfo en la
carrera de la existencia.
Prueba de
ello es la historia del gran sabio
Álvaro Reynoso, uno de los hombres que más hicieron por Cuba y a quien
menos se le agradeció su devoto y total sacrificio.
Nacido en La Habana en 1829, en una familia de hacendados
cafetaleros de Alquízar, desde muy temprana edad despuntó como un talento
precoz y una inteligencia brillante.
Cursó
estudios superiores en la Universidad de la Sorbona, Francia, donde se doctoró
en Ciencias Físico-Químicas.
Estudió
con los científicos más destacados de la época en Europa. Obtuvo diversos
reconocimientos, como el Instituto de Francia y la Academia de Ciencias de París.
Sus
trabajos de laboratorio llamaron poderosamente la atención de la comunidad
científica internacional, y a los 27 años ya era reconocido como un auténtico
genio. Fue catedrático de Química en la Universidad Central de Madrid.
También se destacó como médico y fisiólogo; aunque
no terminó la carrera de Medicina, sus investigaciones químicas constituyeron
valiosos aportes a la comprensión de la diabetes mellitus. Investigó la presencia de sangre en la orina de
personas sometidas a la inhalación de medicamentos anestésicos, trabajo por el
cual obtuvo en 1854 el premio del Concurso de Medicina y Cirugía de la Academia
de Ciencias de París. Incluso, incursionó
en Toxicología, con sus investigaciones sobre el curare, veneno letal
utilizado por algunas tribus indígenas suramericanas para untar las puntas de
sus flechas, lanzas y venablos.
Regresó a
Cuba en 1858. Tres años después, fue designado para constituir la Sección de
Ciencias en la Academia de Ciencias Médicas, Físicas y Naturales de La Habana.
Fue miembro correspondiente de la Academia de Ciencias Exactas, Físicas y
Naturales de Madrid, y de las alemanas de Múnich, Gotinga y Baviera, las más
prestigiosas de aquel tiempo.
En 1859,
fue designado director del Instituto de
Investigaciones Químicas de La Habana, y fue en esa institución donde
desarrolló la etapa más fecunda de sus investigaciones en el campo de la
agricultura.
Pertenecen
a esa época los estudios relacionados con la caña de azúcar. Costeó de su
propia fortuna todo un laboratorio químico para esa entidad, con la más moderna
tecnología de entonces. Trajo de Francia el primer espectrómetro que se instaló en Cuba.
Creó en
1862 un sistema integral de medidas agrotécnicas, para garantizar el cultivo
intensivo de la caña de azúcar, basado en investigaciones sobre las condiciones
físicas y químicas de los suelos y de la propia planta, la selección de nuevas
variedades, el empleo de fertilizantes y en la irrigación del terreno. Con este
sistema, pretendía reducir las áreas de cultivo de la caña, a los efectos de
propiciar la diversificación agrícola y la eliminación
gradual de la esclavitud.
Sin apoyo financiero de las autoridades colonialistas españolas, logró
materializar aquel sistema gracias a donaciones particulares, en especial de
hacendados aristócratas, como los condes de Jibacoa y Fernandina. En tan
importante empresa, agotó su fortuna personal, que no titubeó en emplear para
el bien de Cuba.
En el
propio año 1862, publicó su Ensayo sobre
el cultivo de la caña de azúcar, prologado por Francisco Frías, conde de
Pozos Dulces, trabajo que añadió, si ello fuera posible, aún más prestigio a su
nombre entre la comunidad científica internacional.
Por sus
importantísimas investigaciones sobre la caña de azúcar y otros muchos cultivos,
se le considera el Padre de la
Agricultura Científica Cubana.
Publicó
numerosos artículos de Química y Agronomía en el Diario de la Marina y El
Ateneo.
En 1864,
propuso una completa innovación tecnológica en la producción industrial
azucarera, que estuviera al alcance de los hacendados con menos recursos. De
esa forma, esperaba satisfacer la esperanza de ese sector criollo de no tener
que renunciar al esplendor social proporcionado por esa industria durante
tantos años.
De 1864 a
1883, permaneció fuera de Cuba y escribió infinidad de estudios científicos
sobre diferentes cultivos.
Durante
esa segunda estancia en París, ideó un proceso dirigido a conservar carnes en cámaras de gas a presión. Además, trabajó en
preparaciones farmacéuticas para el tratamiento de varias patologías.
Cualquier
potencia de Europa de la época se hubiera sentido orgullosa de tener entre sus
naturales a un científico de la envergadura del modesto sabio cubano Álvaro
Reynoso, y cualquier Gobierno de ese continente le hubiera prestado todo el
apoyo y el financiamiento que, por trabajar para su tierra natal, le negaron
las autoridades españolas, quienes otorgaban preferencia a jóvenes
profesionales hispanos formados en Madrid, los cuales no pasaron de ser
nulidades, como lo demuestra el mero hecho de que no solo no dejaron la más
mínima huella en el mundo científico, sino que ni siquiera se recuerdan sus nombres.
Influido
por las ideas reformistas de Pozos Dulces y José Antonio Saco, Reynoso mantuvo
un comportamiento político que pudiera calificarse de bajo perfil.
Se sintió
decepcionado por la enorme injusticia de
las leyes coloniales, que prohibían a los cubanos ocupar cargos públicos y
políticos y mantenían una pertinaz negativa de reconocimiento oficial a sus
méritos y valía como ciudadanos de pleno derecho.
Poco
después de su regreso a Cuba en 1883, Reynoso, improvisó un campo de
experimentación en el traspatio de su casa, en el habanero barrio de Cerro, debido a la falta de apoyo gubernamental
para establecer la estación agronómica proyectada por él en ese año.
También
creó una máquina capaz de extraer jugo de caña, es decir, el hoy tan popular
guarapo.
Pasó los
últimos años de su vida realizando investigaciones en ese campo de
experimentación, sobre los cultivos de caña de azúcar, café, cacao, algodón y
tabaco, entre otros, cuyos resultados fueron divulgados en la sección
científica atendida por él en el Diario de la Marina.
¿De qué
murió en 1888 Álvaro Reynoso, esa gran gloria cubana, antes de haber cumplido
59 años? ¿Vale la pena averiguar qué dolencia le privó tan pronto de la vida?
Olvidado de todos, sumido en la mayor
miseria, como ha sido el fatum de
tantos genios que ha producido la humanidad, de cuyas obras y creaciones se
aprovechó, sin dar a cambio ni siquiera una frase de aliento, murió de soledad,
de frustración y olvido, y de la ingratitud de los hombres, que es la mayor
pena del mundo.
Hoy, a 136
años de su partida física, Cuba lo reverencia como uno de los más grandes científicos de su historia. (Gina Picart
Baluja. Imagen: red social X)
FNY