Japoneses psicológicos en La Habana colonial y… de ahora mismo

Un tema que no muere: japoneses psicológicos en La Habana colonial y… de ahora mismo

Tengo muy cerca a alguien que suspira de día y sueña de noche con Japón. He leído que los españoles llaman a esta clase de personas “japonés psicológico”.

Supongo que esa atracción apasionada por la cultura, la historia, la música, el teatro, las costumbres, etc… y todo lo relacionado con Japón, se deba a la alta espiritualidad de una civilización que tiene como una de sus actividades más importantes presenciar el momento exacto en que florecen los cerezos y, para colmo, tuvo un cuerpo de feroces guerreros de élite, los samurái, quienes, además de descuartizar enemigos con sus yataganes, escribieron en caracteres delicadísimos trazados a pincel los haikus más hermosos ensalzando la naturaleza.

Y no hablemos de la fascinación que ejercen las geishas sobre los hombres de casi todo el planeta, por ser algo así como el icono quintaesenciado de la femineidad universal.

Resulta que en La Habana de finales del siglo XIX ya existió un japonés psicológico que vendría a ser como el precursor de esta tipología en Cuba, que hoy, aunque no sea un hecho conocido, cuenta con muchos más adeptos de los que pudiéramos imaginar ¿El poeta Julián del Casal? Pues sí, quien pensó en él, adivinó.

Aunque Cuba tuvo atisbos del Japón ya en 1614, cuando un samurái pasó por La Habana en viaje hacia Roma, el fenómeno del japonismo no cobró auge internacional hasta 1868, fecha en que el País del Sol Poniente se abrió al mundo durante la restauración Meiji, y se volvió auténtica locura en las dos primeras décadas del XX.

Las “japonerías”, mezcladas con objetos provenientes de China y de la India, comenzaron a llegar a Cuba –y concretamente al puerto de La Habana– a través de Filipinas, en ese entonces aún colonia española. Nuestra aristocracia y todos los sectores de la burguesía media y pequeña que deseaban imitarla, se aficionaron de inmediato a las delicadas tintas, los bellísimos jarrones, los kimonos de seda con dibujos y colores delicados y exóticos, los magníficos juegos de té…

Pero a Casal la obsesión le había venido de Francia mucho antes, no sabemos si en el mítico baúl del Conde Kostia. Pero él dejó constancia en sus escritos y en conversaciones con sus amigos de La Habana Elegante, de que había leído los libros del viajero francés Pierre Loti, sobre todo Madame Krisantemo [1], una tristísima historia de amor que luego inspiraría al compositor italiano Puccini su gran ópera Madame Buterfly [2]. Otra influencia que pesó profundamente sobre el cubano fue la inclinación por lo japonés de su admirado Catule Mendés, por entonces un escritor de moda en París.

Las crónicas de Casal han dejado testimonio de cómo el señor Ricardo James Kay, antiguo canciller del Consulado Imperial de la China en La Habana, tenía en su residencia una sala japonesa con todo tipo de objetos, muebles y obras de arte. Rubén Darío, acompañante del poeta a aquellas veladas y testigo presencial, ha descrito la felicidad que embargaba a Julián cuando se encontraba en aquel salón:

“Pasamos Julián del Casal, Raoul [3] y yo a un saloncito contiguo a ver chinerías y japonerías. Primero las distinciones enviadas al señor Kay por el gobierno del gran imperio: los parasoles, los trajes de seda bordados de dragones de oro, los ricos abanicos, las lacas, los kakemonos y surimonos en las paredes, los pequeños netskes del Japón, las armas, los variados marfiles. Casal (…) gozaba con toda aquella instalación de preciosidades orientales; se envolvía en los mantos de seda, se hacía con las raras telas turbantes inverosímiles...”

La hija, María Kay, quien gozaba fama de ser una beldad, inspiró a Casal dos poemas de tema japonés, Kakemono el más famoso. Y los íntimos del poeta aseguran que ella fue el gran amor de su vida. Raoul Kay fue, como Casal, cronista de El Fígaro y su amigo.

Ya se sabe que el cubano era un flanneur, es decir, un errante que, cuando no estaba escribiendo versos, metido en tertulias culturales o haciendo periodismo, andaba y desandaba sin rumbo las calles habaneras, lo mismo que los intelectuales franceses del decadentismo acostumbraban a recorrer París sin itinerario definido, solo viviendo la ciudad y aspirando su alma.

Corría el mes de junio de 1890. En uno de sus recorridos Casal descubrió en una tienda un libro que cambiaría aún más su vida: El arte japonés (a vuelo de pájaro), del francés Louis Gozne ¿Quién que ame la cultura no ha pasado por tremendos sacrificios para poder pagar el precio de un libro que le interesara mucho poseer? Casal pasó hambre, se privó de fumar y de casi todo hasta que reunió el dinero y el libro fue suyo. Cuando terminó su primera lectura, publicó en el periódico La Discusión un artículo rebosante de entusiasmo.

Quien haya tenido la suerte de leer ese texto, hoy rarísima joya literaria, entenderá que para el poeta las “japonerías” no eran meras “linduras” exóticas, útiles para apoyarse en ellas y soñar sus fantásticas visiones de otros mundos y otras épocas. Él entendía que no todas las sensibilidades pueden “extraer la profunda filosofía que está contenida en cada una de esas aparentes fruslerías”. Su motivación no era solo estética. Era, sobre todo, espiritual, porque él sí podía captar el aura que trascendía de ellas.

Cuentan sus amigos más allegados que la modesta habitación ocupada por Casal en la azotea del periódico La Discusión, estaba decorada desde la entrada hasta la salida como un salón japonés. “Un verdadero refugio contra las solicitaciones de la realidad”, la calificó su amigo el novelista Ramón Meza.

No solo Meza, sino otros visitantes de lo que Casal llamaba “su guarida”, cuentan que el poeta  introdujo en la pequeña estancia un sofá con grandes cojines bordados de pájaros, sobre los que se reclinaba para leer y escribir. El lecho estaba recubierto por una brillante y colorida sobrecama japonesa, comprada tal vez en El Fénix, la tienda habanera que tanto lo deslumbraba por considerarla un emporio de belleza y refinamiento. De las paredes colgaban paisajes del Japón y reproducciones de delicadísimos dibujos a tinta. “Quemaba pajuelas impregnadas en sándalo frente a un ídolo búdico”, contó también su amigo Federico Villoch, aunque sabiéndole católico sincero, dudo mucho que fuera un acto de adoración religiosa. Más bien lo creo un ritual cultural. También relata Villoch: “Debajo del lecho ocultaba un amplio latón de zinc, que usaba como bañadera, y al cual llamaba –siempre perdido en sus paraísos artificiales– mi tina de mármol rosa”. Y ya sabemos que en más de una ocasión sus amigos tuvieron que disuadirlo de pasearse en kimono por La Habana.

Sobre las geishas, no tengo conocimiento de algo preciso que Casal haya escrito al respecto, pero sí sé que imaginaba y hasta describía ciudades y barrios de aquel país que amaba, aunque no había pisado jamás. En un caso, al describir el barrio de Yoshivara, lo hace copiando textualmente a Loti: “Un lugar de paseo y de ostentación frecuentado hasta por las familias, no solo lujoso y espléndido, sino también casto en lo posible, casi litúrgico, casi religioso”.

Sin embargo, según viajeros occidentales, al parecer se trataba de un barrio de placer dedicado a la prostitución. Tal vez no fuera exactamente así, sino un barrio de casas de geishas u okias, un fenómeno de la cultura nipona que nada tiene en común con la prostitución, y cuya verdadera naturaleza los occidentales han tardado bastante en comprender ¿Sabía Casal con exactitud qué era una geisha? Pienso que conocía muy poco sobre la mujer japonesa, porque dedicó el poema a María Kay, señorita de la alta sociedad  nada sospechosa de llevar una doble vida de dudosa moral.

El cubano escribió otro poema de tema japonés, menos conocido, titulado Sourinomo, dedicado a un paisaje del lejano país. El nombre evoca un tipo de postales dibujadas  a pincel sobre seda, que se enviaba a alguien como recordatorio o como un regalo muy especial. Helo aquí:

Sourinomo

Como rosadas flechas de aljabas de oro
vuelan los bambúes finos flamencos,
poblando de graznidos el bosque mudo,
rompiendo de la atmósfera los níveos velos.

El disco anaranjado del sol poniente
que sube tras la copa de arbusto seco,
finge un nimbo de oro que se desprende
del cráneo amarfilado de un bonzo yerto.

Y las ramas erguidas de los juncales
cabecean al borde de los riachuelos,
como el soplo del aura sobre la playa
los mástiles sin velas de esquifes viejos.

Tengo tres personas muy queridas para mí a quienes acuso de ser japoneses psicológicos. La primera que encontré fue mi amiga tan querida, la pintora e ilustradora miramarense Duchi Man Valderá, raro y potentísimo intelecto femenino, quien, a pesar de sus genes chinos era una ferviente adoradora del Japón, lo que le valió mi apodo de China Traidora. Ella inició a mi hija en el culto del arte y la espiritualidad japoneses. La tercera persona es José Adrián Vitier, nieto de los poetas y origenistas Cintio Vitier y Fina García Marruz, pintor, escritor y hoy presidente de la Casa Vitier García Marruz, quien nos asegura que, entre su equipo de trabajo, hay otros miembros seducidos por la magia espiritual e idílica de la cultura japonesa.

Como se ve y puedo demostrar, las “japonerías”, como llamaban los menos cultos y no avisados detractores de Casal a la adoración del poeta por aquella maravillosa civilización, dejó en La Habana una ría de japoneses psicológicos fervorosos, no sé si entre las generaciones que siguieron a la suya, pero sí en estas generaciones actuales. No solo nos legó Casal el modernismo. También nos regaló sus preferencias estéticas y espirituales pertenecientes a la alta cultura universal. No fue un bicho raro, como le parecía a Enrique José Varona, sino un hombre muy de su época… en Europa [4], y un adelantado de la nuestra. (Gina Picart Baluja. Diseño de portada: Gilberto González)



[1] ¿Quién que haya leído a este autor fascinante podría olvidar sus novelas Aziyadé y La castellana del Líbano?

[2] Mi preferida.

[3] Hijo del señor Kay y hermano de María Kay.

[4] Recordar que José Martí llamaba a La Habana, y en general al a isla, la comarca demorada, por lo mucho que demoraban en llegar a sus costas los movimientos artísticos, culturales y científicos del Viejo Continente.

GGG

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