Mientras leía un artículo del diario Granma, titulado Las desnudas confesiones y publicado
en marzo de 2024 sobre Yo Publio, la autobiografía del
pintor habanero Raúl Martínez, ícono de la plástica cubana en la llamada Década Prodigiosa, me ocurrió algo
frecuente después de la quinta década de la vida: fui a mi librero, tomé la
obra y, segundos más tarde, lo perdí dentro de mi apartamento, sin que me diera
tiempo para ver la casa editorial y la fecha de la primera edición.
Decidí entonces escribir de memoria no una reseña, puesto
que ya se han escrito muchas, y yo misma fui una de sus autores, sino para
destacar un aspecto que me parece
fascinante dentro de ese texto que muchos han considerado polémico por su
enfoque ideológico; otros, ofensivo por su descarnada develación de la condición homosexual del autor, y
otros, un libro imprescindible para completar la comprensión de la personalidad
altamente compleja del pintor, como suele ser la de casi todos los artistas.
Yo no conocí a Raúl Martínez, y La Habana de los años 60,
incrustada con tanta y tan bella fuerza en la memoria de cubanos que ya van
siendo pocos y diezmados por la edad, solo pude atisbarla desde una especie de Afuera, como a través de un vidrio
coloreado o de un diorama, pues en el 68, cuando ya casi todo el espléndido
fervor de aquellos años estaba llegando a su fin, yo cursaba el octavo grado de
la Enseñanza Secundaria. Era, pues,
demasiado joven para insertarme en los círculos sociales y culturales de la
capital cubana.
Pero la fragancia de aquella vida habanera rica, henchida de
ideales, de arte, de vigor creativo y de ilusiones llegaba hasta mí, y fue
convirtiéndose en una especie de recuerdo implantado de vivencias que no
alcancé a experimentar personalmente.
Como autobiografía, el libro me parece estupendo,
magníficamente escrito, y la sexualidad y sus entreveros constituyen un tema que nunca me asustó.
Para mí, el gran mérito de esas páginas no consiste
únicamente retener la imagen de quien fue uno de nuestros más grandes pintores
y cartelistas, con gran influencia no solo entre su generación, sino también sobre
otras posteriores, ni que cuenten muchos “chismes” privados y culturales de los
que, tal vez, nunca hubiéramos tenido conocimiento, si Raúl no los hubiera
relatado.
Creo que uno de los grandes valores de ese libro radica en
cómo su autor logró captar y llevar a la escritura el alma de aquella ciudad,
aquella generación sesentera que fue protagonista de tanta maravilla y,
también, testigo de muchas cosas que nunca debieron pasar, pero en la que
muchos sueños siguieron triunfando y sosteniéndose
con vehemencia y tozudez hasta que la realidad los apagó. Los pintores,
cuando escriben, logran prosas con la fuerza de un óleo o de un inmenso mural
en movimiento.
No digo que quien no lea este libro no pueda imaginar La
Habana de entonces, La Rampa de entonces, las salas de exposiciones de entonces,
la Cinemateca de entonces, que a tantos jóvenes descubrió un universo hasta ese
momento desconocido: la cinematografía de un mundo que no era Hollywood; las
tertulias y apasionadas conversaciones de entonces, las modas, las actitudes y
las esperanzas de los habaneros, y tantas otras facetas de aquella realidad,
pero sin duda la mirada de Raúl aumenta el lente de manera tremenda sobre las mil caras de una época que ya muy pocos
recuerdan.
Aquella fue La Habana
de Rayuela, por la que se pasearon Julio Cortázar y Lezama Lima; La Habana
por cuyas calles deambuló la figura quijotesca de Virgilio Piñera inmersa en su
soledad, y en la que aún vivían algunos grandes intelectuales de la República;
La Habana que vio y leyó al filósofo francés Jean Paul Sartre, veía nacer la heladería Coppelia y se aglomeraba
ante las vidrieras del cine Yara para admirar los carteles magistrales del Icaic;
La Habana de las Floras de Portocarrero;
La Habana que debatía con vehemencia sobre movimientos de liberación desatados en
otros continentes e inspirados en el proceso revolucionario cubano; la de la
generación que oyó a escondidas los acetatos piratas de Los Beatles; la de los pantalones “campana” y el corte de cabello
Accattone; la que descubría en nuestras playas los bikinis; la de las fiestas
de Quince con aquellas coreografías que, aunque ya nadie lo sabía, reproducían
casi de modo fiel los bailes coloniales de salón; la que se deslumbraba con el
Alain Delon de A pleno sol, que
estrujó tantos corazones criollos, y la que se empapaba de melancolía bajo Los paraguas de Cherburgo; la que vio
nacer en sus estancias, antes tan recatadas, un libre amor pleno de risas y
suspiros que ya no eran culpables. La ciudad de las osadas transgresiones del
arte …
Fue tan fuerte aquella época, marcó de tal modo, como con
fuego, la memoria de sus habitantes, que todavía en los 80 pervivía algo de su
flama y su perfume, y en las aceras de
El Vedado, en los teatros, en los hoteles, en las librerías, podía sentirse
el eco de los pasos de aquella juventud sesentera, sus voces, sus añoranzas, su
radiante alegría.
Eso es lo que atrapa de manera magistral Yo Publio, que no es solo un
voluntarioso acto de reafirmación ni el nombre de un antiguo general del
imperio romano. Es todo eso y, además, una fórmula con la que los filósofos y grandes oradores de la antigüedad
grecolatina comenzaban sus escritos, con el propósito de legarlos a la
posteridad, y hasta las cartas comenzaban así en aquellos días remotos, hasta
la simple misiva de una alta dama romana dirigida a su hermana, casada con un
pretor de legiones destacado en la Bretaña celta…
Tengo la impresión de que para entender cuanto sea posible a
Raúl Martínez, los lectores de hoy tal vez debieran acompañar esa obra con la
lectura de otro libro muy importante, en mi opinión: Políticas culturales de
los 60, de la doctora Graciella
Pogolotti y, además, con los testimonios y biografías de los grandes
cineastas cubanos que en aquellos años fundaron nuestra cinematografía. Y hay
que ver Memorias del subdesarrollo,
de Tomás Gutiérrez Alea, entre otros varios filmes. Es una sugerencia, aunque
hay mucho más.
Es muy viejo y conocido el refrán “Todo tiempo pasado fue mejor”.
La gran escritora y poetisa Dulce María
Loynaz escribió en su bio(o auto)grafía, Fe de vida, que quien no conoció La Habana de las primeras décadas
republicanas no puede imaginarla, porque era “como una pequeña Viena”.
Un aura muy sutil de angustia torturante enredada entre
columnas se desprende de la lectura de El acoso, de Carpentier. Una imagen
críptica nos llega desde el Paradiso de Lezama para envolvernos
en la penumbrosa intimidad de una familia habanera de la República.
Todos esos textos fueron escritos desde el amor profundo y la nostalgia por una urbe plena de savia
vital, y Yo Publio se suma a esta
lista por derecho indiscutible. Es un mérito que no se le puede negar.
Y también se suman a ella mi propia y fantasmagórica imagen
de La Habana prodigiosa de los 60, emulsionada con la maravilla de mi juventud
capitalina en los 70 y los 80…
Habría que conocer o escuchar o leer a las generaciones de
habaneros nacidos después, con sus propios sueños, sus penas, sus frustraciones
y sus ansias telúricas y a menudo insatisfechas, pero, al menos para mí, el resto es silencio.
Y esta es mi gran razón para la inmensa gratitud que siento
por Raúl Martínez y sus desnudas
confesiones. (Gina Picart Bauja. Foto: portada del libro)
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