La juventud y el pueblo de Cuba llegan este miércoles a otra conmemoración trascendente: el homenaje, cada vez más hondo y comprometido, a los ocho estudiantes de Medicina asesinados por el colonialismo español el 27 de noviembre de 1871, a pesar de su inocencia.
Todavía se oprimen de dolor los corazones, y de
indignación se encienden los ánimos ante el recuerdo de aquel crimen vergonzoso
que segó la vida a aquellos prometedores alumnos del primer año de Medicina de
la Universidad de La Habana, fusilados tras dos jornadas de juicio sumarísimo,
dictado por las autoridades peninsulares, aventadas en su sed de escarmiento
por los llamados Voluntarios.
“Cadáveres amados los que un día ensueño fuisteis
de la Patria mía”, escribió José Martí, pensando en ellos, cuya causa pisoteada
por el autoritarismo y la barbarie de los gobernantes y sus acólitos le fue muy
cercana como cubano y amigo del alma de Fermín Valdés Domínguez, uno de los alumnos
juzgados, pero con la suerte casi providencial de librarse del cruel castigo y
salir con la pena de cárcel.
Hoy todo el mundo sabe que, al final, el dictamen
atroz fue el resultado del incremento de la represión y el odio de un sistema
carcomido seriamente por la pérdida de la mayor parte de sus vasallos en
América, y desafiado aquí por el comienzo de la primera guerra de independencia
desde el 10 de octubre de 1868, señala un artículo de la Agencia cubana de
Noticias.
Fruto de la aparición de la insurgencia, la cual
libraba combates hacia el oriente y centro del país, fundamentalmente, con
focos revolucionarios muy activos en La Habana, surgió el famoso cuerpo
represivo llamado Voluntarios de La Habana, formado por españoles y
criollos apóstatas, los más violentos y reaccionarios servidores del Gobierno
hispano.
En el caso de los estudiantes de Medicina, los
Voluntarios fueron el catalizador más visible de la macabra trama, pero nadie
debe concluir que las autoridades de la metrópoli estaban totalmente maniatadas
por ese grupo, a todas luces salvaje y sin control, aunque hubo honorables
personas de la península que defendieron con honor la vida e inocencia de los
jóvenes, sin poder lograr un veredicto justo.
La fuerza paramilitar, como el Ejército Colonial,
representaba fielmente a los intereses de La Corona y ambos eran uno en cuanto
a la defensa de los intereses de esta. Ese batallón de la infamia se desempeñó
fundamentalmente, libre y aupado por los gobernantes, desde 1855 hasta 1898.
Como consecuencia de esa plena avenencia se
cumplió la sentencia, tras inverosímil ronda de sorteo, la cual dictó la muerte
de personas que no habían participado en el acto que originó el proceso
judicial.
La Explanada de la Punta, hoy ubicada en Malecón
y Prado, fue el lugar de la ejecución, bajo la acusación falsa de infidencia
por haber dañado el sepulcro del periodista y furibundo defensor de la causa
española, Gonzalo Castañón.
Así ocurrió el sacrificio de Anacleto Bermúdez, Ángel
Laborde, José de Marcos, Juan Pascual Rodríguez, Alonso Álvarez de la Campa,
Carlos de la Torre, Eladio González y Carlos Verdugo. Los tres últimos habían
sido incluidos por sorteo en la sentencia, para satisfacer a los Voluntarios de
La Habana.
El cuerpo represivo había protagonizado una
triste asonada el 22 de enero de 1869, en una representación picaresca del
Teatro Villanueva, en la cual masacraron a inocentes. Parece que ya estaban
necesitando incrementar el nivel de sus escarmientos y actos comunes de terror.
¿Qué habían hecho realmente aquellos chicos
inocentes? Pues, impacientes por la tardanza de su profesor de Anatomía, varios
muchachos del primer curso de Medicina decidieron salir del anfiteatro, en
tanto otros cruzaron al cercano cementerio de Espada, ubicado en la calle San
Lázaro.
Algunos decidieron recorrer sus patios, mientras
otros se dedicaron a jugar con el carro que transportaba los cadáveres desde el
camposanto hasta la sala de disección docente. Uno arrancó una flor de una
ofrenda depositada en un recipiente.
Tal algazara inadecuada produjo gran cólera en el
vigilante, a quien preocupaba sobre todo la integridad de los jardines y
sembrados. Esto lo llevó, sin embargo, a una acción vil y extrema: acusarlos
ante el gobernador político de haber arañado el cristal de la tumba de Gonzalo
Castañón.
El efecto resultó polvorín estallando, pues el
gobernador ordenó el apresamiento de los jóvenes, que en un principio fueron
los 46 estudiantes que esperaban al profesor ausente.
Un Consejo de Guerra, bajo las falsas
acusaciones, impuso penas severas, pero no se llegó al dictamen de penas de
muerte. En el juicio a los alumnos inocentes descolló la actuación del abogado
defensor, el digno oficial del Ejército español Federico Capdevila, quien echó
rodilla en tierra por el pundonor y la lealtad al oficio.
La barbarie de los Voluntarios se desató y no
aceptaron el veredicto, por lo cual se amotinaron con gran violencia,
amenazando con revueltas, frente al edificio donde se había celebrado la
primera vista.
Se realizó entonces con rapidez un segundo
proceso, destinado a complacer a los odiadores y sicarios, que impuso la pena
capital para los jóvenes citados. Once fueron condenados a seis años de
prisión, 20 a cuatro y cuatro a seis meses.
Tiempo más tarde, pero muy jóvenes todavía, Martí
y Valdés Domínguez denunciaron con coraje el crimen horrendo y el inhumano
presidio político en Cuba, apenas al llegar a su exilio en la metrópoli,
mientras estudiaban carreras diferentes en la Universidad de Zaragoza.
La causa de los estudiantes de Medicina sigue
siendo actual y demandante, movilizadora, a pesar del tiempo transcurrido,
porque es parte de la historia cubana e inspiración en la forja de los valores
patrios, sobre todo, los llamados a respetar la justicia y la soberanía,
esenciales en nuestro civismo. (Redacción Digital. Foto: CMKC)
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