Historia del transporte en La Habana colonial

 

Historia del transporte en La Habana colonial

En La Habana colonial, los medios de transporte no comenzaron precisamente con los quitrines que aparecen en los óleos de época, llevando en sus asientos ramilletes de encantadoras señoritas que se protegían del sol con sombrillitas de encaje y disponían de pescantes de terciopelo para no deteriorar sus chapines de raso.

Esa es solo una visión, aunque real, idealizada.

En sus primeros tiempos, la villa de San Cristóbal de La Habana hubiera cabido como 200 veces, o tal vez más, en el actual municipio de Diez de Octubre, ya que solo ocupaba unas cinco manzanas en torno al castillo de La Fuerza, por lo que los vecinos podían caminar cómodamente a donde quisieran ir.

Pero… a los habaneros no les caía maná del cielo, por lo que el alimento para la diminuta urbe tenía que venir de las fincas en las afueras, principalmente de las que se encontraban en los terrenos que hoy ocupa el hospital Hermanos Ameijeiras, y algunas que estaban un poco más lejos, nada menos que en el camino de Luyanó, como llamaban entonces al trayecto que unía la villa con el poblado indígena de Guanabacoa. Las más distantes se encontraban en Jesús del Monte y Puentes Grandes.

Si se trataba únicamente de la visita de algún caballero a una estancia de su propiedad, el viaje se hacía a caballo, pero, cuando había que trasladar cosechas y otros productos para el mercado intramuros, entonces se acudía a un carromato de madera con dos ruedas enormes, cubierto por un techito de paja o de cuero de vacunos que protegía la mercancía de la lluvia.

Ese transporte rustiquísimo, tirado por caballo o mulo, debía rodar por caminos no pavimentados, con muchos desniveles del terreno y cubiertos de piedras, por lo que, cuando había que llegar hasta las estancias más lejanas, la transportación resultaba muy incómoda y, si se regresaba el mismo día, también bastante dolorosa. Además, el viaje era lento, y el viento cubría de polvo al conductor y sus animales.

Pero las cosas cambiaron rápidamente para los industriosos habaneros, y a finales del siglo XVIII San Cristóbal tenía unas tres mil casas y ya no era un puntito en la geografía del occidente de Cuba.

De Inglaterra llegaron las primeras calesas que rodaron por sus calles de adoquines o madera. Eran una versión mejorada del carromato, tiradas por un caballo montado por un esclavo doméstico llamado calesero, quien debía hacer gala de una inmensa pericia para manejar aquel vehículo en una ciudad de calles estrechas, llenas de fango y basura y, en las noches, totalmente a oscuras. La calesa tenía un asiento con una capota que podía subirse o bajarse a gusto y capacidad para tres personas, que no iban sentadas, sino reclinadas sobre cojines mullidos.

En los finales de la segunda década del siglo, hicieron su aparición las volantas y, casi de inmediato, los quitrines, que originalmente fueron un modelo estadounidense.

No había apenas diferencia entre ambos, aunque el quitrín podía ser algo más pequeño, tener una capota más ancha y, frente al asiento principal, otro asiento desmontable al descubierto, que solían ocupar los caballeros acompañantes, si no deseaban escoltar a caballo a las damas.

No resultaba un vehículo cómodo de manejar, pues era bastante largo, con ruedas de alrededor de metro y medio de radio, buenas para sortear terreno accidentado, pero, aunque los ejes se untaban con cebo para amortiguar el ruido del giro, el sonido que producían era monótono y chirriante, y en viajes largos podía volverse irritante y provocar jaquecas a las señoras.

Los caleseros debían ser muy diestros en su oficio para conducir por las estrechas calles coloniales, porque de lo contrario se producían atascos que podían terminar de forma desagradable y hasta violenta, quizá en un duelo a pistola o espada entre caballeros y a golpes de fusta entre los caleseros.

Las volantas y los quitrines fueron los primeros taxis que circularon en La Habana colonial, y podían ser alquilados por dos pesos para trasladarse a puntos de veraneo y temporada en las afueras de la villa, lo mismo a El Cerro que al Monte Vedado, San Diego de los Baños, Madruga, Puentes Grandes, Arroyo Naranjo o simplemente a la orilla del mar, o para asistir a las veladas teatrales, tan glamorosas, codiciadas y concurridas, que poco a poco fueron volviéndose la distracción preferida de los habaneros, junto con los bailes de salón.

Sin embargo, quitrines y volantas también fueron un símbolo de estatus para la alta sociedad capitalina. El quitrín, en especial, a pesar de las dificultades antes mencionadas, fue el preferido de los criollos poderosos:

El quitrín de lujo o paseo era un vehículo caro y con frecuencia suntuosamente decorado con herrajes de plata, forrado en seda de colores vivos, blanco, rosa o celeste, si bien los de uso diario se solían forrar en tafilete. Las guarniciones se hacían en cuero negro con adornos en plata. Eran particularmente vistosos los uniformes de los caleseros, [...], quienes vestían casacas profusamente bordadas, espuelas de plata, botas o polainas de charol brillante y chistera y adornados con galones y escarapelas. … Era el vehículo de paseo preferido por su caja abierta y poco elevada era ideal para ver y ser visto; una imagen típica de la época eran las señoritas jóvenes acompañadas de señoras de más edad recibiendo halagos de posibles pretendientes mientras paseaban por la ciudad. (cita tomada de internet)

En tiempos en que el alumbrado público no existía o era deficiente, el quitrín llevaba pequeños faroles que alumbraban el camino en la oscuridad, pero como la luz que proyectaban no tenía gran alcance, era peligroso viajar de noche en ellos por zonas rurales, pues podían chocar con árboles caídos, hundirse en ríos o despeñarse por barrancos. Para viajes al campo se les colocaban guardabarros que evitaban el asalto del lodo a los viajeros.

Los quitrines aparecen con frecuencia en la gran novela colonial cubana Cecilia Valdés, de Cirilo Villaverde, pero ya antes lo habían hecho en un libro de la condesa de Merlin, Viaje a La Habana, publicado en 1844, donde ella escribió:

“… el quitrín o la volanta, con su carácter particular, su extravagante conductor y su mula de trote, tienen alguna cosa de misteriosa y de singular que recuerda la góndola de Venecia…”. (cita tomada de internet)

La condesa olvidó mencionar que algunas de estas góndolas rodantes llevaban, como puede verse hoy día en la zona turística de Centro Habana y La Habana Vieja, un saco de arpillera entre los caballos y el conductor para recoger el excremento animal, por lo que el viaje podía tornarse tan oloroso como las esencias con que perfumaban sus escotes las señoras. Pero cuando faltaba este aditamento, los animales defecaban sobre los adoquines con total impunidad, al igual que los rebaños de vacas y cabras que cruzaban la ciudad para su ordeño, y toda esa materia fecal se convertía, con ayuda de las lluvias tropicales, en una masa lodosa que embadurnaba las calles y embarraba las sotanas de los prelados, el ruedo de los flamantes trajes femeninos y los botines de gamuza de los caballeros. También podía tener otro destino: las aguas de la Zanja Real, de las que se abastecía la ciudad.

Pero La Habana se desarrollaba de manera vertiginosa y era cada vez más rica y próspera, y una nueva forma de transporte apareció: el coche de cuatro ruedas tirado por dos o cuatro caballos, mucho más manejable y rápido, cerrado como una caja con techo y puertas y un interior más íntimo y confortable. Al principio, solo podían permitírselo los poderosos, pero luego se fue volviendo más asequible para las clases medias y bajas, y terminó siendo también un transporte de alquiler.

En 1839 para algunos, y para otros en 1840, comenzaron a circular por la ciudad las primeras guaguas, que eran algo así como un coche techado, pero abierto en los costados, tirado por dos y hasta tres mulas, con dos largos asientos enfrentados que daban cabida a seis pasajeros, o un poco más, si querían viajar de pie. Los cuerpos de los viajeros solo eran sostenidos por largas trenzas de cuerdas o por barras de metal.

También fueron populares en muchas otras naciones latinoamericanas, como en México, donde un accidente se derivó de la salida de lugar de una de aquellas barras, que atravesó la cadera de una joven estudiante de pintura, quien, a pesar de las secuelas de su terrible herida, estaba destinada a convertirse en la pintora Frida Khalo.

Los primeros recorridos de las guaguas habaneras fueron por las rutas de Cerro-Habana, Habana-Jesús del Monte, Habana-Príncipe, y en 1855 iban desde Cerro hasta Marianao.

Por entonces, ya no eran tan primitivas y tenían una estructura cerrada mucho más segura para sus ocupantes.

Tocaría ahora hablar del tren, pero los rieles son siempre muy largos. Otro día subiremos a un vagón y contaremos su historia. (Gina Picart Baluja. Foto: Excelencias del Motor)

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FNY

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