Un viajero inverosímil en La Habana colonial

Un viajero inverosímil en La Habana colonial

No sé si en la actualidad el estudio de La Ilíada y La Odisea, los primeros y más grandes poemas épicos de la literatura occidental y orígenes del género novelístico, sigan estando incluidos en los planes de estudio de la Enseñanza Media en Cuba.

En mi época de estudiante sí lo estaban, y fascinaron muchas imaginaciones adolescentes, tanto por sus figuras de guerreros heroicos que alcanzan en la pluma de Homero dimensiones casi divinas, como por la belleza, ingenuidad o perfidia de sus protagonistas femeninas.

Parece ser que La Ilíada fue traducida por primera vez del griego original a una lengua moderna en 1555, por el francés Hugues Salel. Más tarde otros traductores partieron de esta versión príncipe para llevarla al inglés, el alemán y el español.

Ambos poemas épicos son obras capitales de la cultura y el imaginario occidental. Hasta en obsesión se convirtieron para algunos, como es el caso del alemán Heinrich Schliemann, quien, desde niño, tuvo la idea fija de dedicar su vida a descubrir el emplazamiento de la ciudad de Troya, cuyo rey, Príamo, tuvo que guerrear contra una confederación de pueblos del Egeo y la Grecia continental, liderados por los reyes Agamenón de Micenas y Menelao de Esparta.

Schliemann fue un financiero y comerciante muy exitoso. Desde su adolescencia, se dedicó al estudio del griego y otras lenguas clásicas, y llegó a dominar 22 idiomas y unos cuantos dialectos. Era tal su obsesión por Homero que, cuando ya en su madurez decidió casarse, convocó una especie de concurso de jóvenes de pura sangre griega, entre las que él escogería a la que demostrara ser capaz de recitar de memoria las obras del aeda ciego.

Tuvo suerte y encontró la esposa que anhelaba, una joven bellísima llamada Sofía, quien lo acompañó en todas sus expediciones arqueológicas al lugar donde él tenía ubicado el emplazamiento de la Troya homérica: Hissarlik, una colina en Turquía.

Lo demás es historia: arqueólogo sin formación profesional, pero con el instinto profundo de los iluminados y el empecinamiento y la perseverancia de que solo un alemán es capaz, pasó muchos años excavando, hasta que desenterró las ruinas de una ciudad antigua oculta bajo los restos de otras siete.

El hallazgo en ella de un tesoro que podría haber pertenecido a la célebre Helena de Troya, causante de la legendaria guerra, lo convenció de que había alcanzado la meta de sus sueños.

Las fotos de Sofía Schliemann ataviada con las joyas de aquel tesoro magnífico dieron la vuelta al mundo, y la noticia causó tanta sensación como años después provocaría el descubrimiento de la tumba del faraón egipcio Tut-Ank-Amón.

Pero si bien la vida de Schliemann es muy conocida, pocos saben que estuvo en La Habana. Suena raro, ¿verdad? No sería buscando aquí la Troya de Príamo ni las islas nunca identificadas que visitó el astuto Odiseo en su viaje de regreso a Ítaca. ¿Qué buscaba, pues, en la villa de San Cristóbal?

El 10 de enero de 1886, llegó a la capital de Cuba a bordo del vapor francés Ville de Bordeaux, y abandonó la ciudad 11 días más tarde. El motivo de su viaje no tenía nada de idealista y era más bien pedestre. El célebre biógrafo alemán Emil Ludwig asegura que Schliemann tenía acciones por valor de 30 mil libras en los ferrocarriles de La Habana, de los que había sido cofundador.

Los hombres cubanos de negocios conocían perfectamente las dotes de financiero de Shliemann, y concibieron la esperanza de inducirlo a invertir en otros negocios en la isla, pero fue en vano, porque el célebre arqueólogo millonario se contentó con hacer lo que había venido a hacer: vendió muy bien sus acciones, y eso fue todo.

No obstante, su presencia entusiasmó a los habaneros, quienes ya conocían su descubrimiento. Entonces aún no se sabía que la ciudad desenterrada por Schliemann no era la Troya homérica, y el mundo vivía el sueño de haber encontrado los poderosos muros desde donde la profetisa Casandra alertó a los troyanos para que no dejaran entrar el caballo de madera concebido por el astuto Odiseo, con su vientre cargado de soldados armados hasta los dientes; la Troya alrededor de la cual el rey Aquiles unció por los tobillos a su carro de combate el cadáver de Héctor, líder de los troyanos, y lo arrastró 30 veces alrededor de sus murallas derrotadas.

La prensa habanera comentó con fervor la presencia de Schliemann en la capital. El diario El País lo llamó “Huésped Ilustre” y añadió: “Se le considera, sin disputa, el más célebre personaje científico que ha visitado esta isla desde Guillermo de Humboldt”. Tal vez no exageraba.

Pero no solo de negocios se ocupó el arqueólogo en La Habana. También se interesó por la cultura nacional. Visitó la Academia de Bellas Artes, dirigida entonces por el pintor Miguel Melero, y también estuvo en la Real Sociedad Económica. Hizo mucho durante su breve estancia entre nosotros.

Cuba posee hoy una excelente colección de arte griego conformada por 146 piezas, conocida como la colección del conde de Lagunillas, que, aunque se destaca por sus valiosas piezas de cerámica, tiene también esculturas y 11 retratos de El Fayum de gran belleza.

Perteneció al aristócrata habanero Joaquín Gumá, quien, durante años y asesorado por especialistas, fue adquiriendo las piezas en Europa y Estados Unidos. El conde nació en La Habana en 1909, por lo que resulta imposible pensar que coincidiera con Schliemann en la ciudad de las columnas.

Su predilección por la cultura griega no puede achacarse directamente a la influencia del arqueólogo alemán. Sin embargo, la cultura grecolatina es la raíz de la cultura de Occidente, y Cuba es un país occidental.

España conoció la ocupación griega, y Cuba fue desde su descubrimiento por Cristóbal Colón una provincia española. Además, era tendencia muy marcada entre la aristocracia cubana y los poderosos hacendados del azúcar y el café la compra y colección de objetos de arte pertenecientes a otros complejos culturales, para lo cual se asesoraban con los más prestigiosos conocedores del mercado internacional de arte y antigüedades.

En 1955, el conde de Lagunillas decidió llevar su valiosa colección al Palacio de Bellas Artes de La Habana, donde la entregó en depósito permanente para disfrute del pueblo cubano, algo que él siempre había deseado.

La sala fue inaugurada el 30 de mayo de 1956, y su primera actividad pública consistió en la presentación que ofreció un famoso arqueólogo alemán, Von Bothmer, quien eligió como tema de su conferencia las mismas piezas de la colección y, además, declaró al periódico El Mundo que la colección de Lagunillas, que también comprende piezas de arte egipcio, “es la mayor al sur del Trópico de Cáncer y una de las más ricas del Hemisferio Occidental”. (Gina Picart Baluja. Foto: Facebook)

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