En las calles adoquinadas de La Habana colonial, en medio del bullicio de los mercados, circulaba un símbolo de refinamiento: la porcelana.
Ese material,
frágil y exquisito, no solo decoraba las mesas de las élites, sino que también tejía
una red de conexiones comerciales, culturales y simbólicas que revelan la
complejidad de una ciudad clave en el
imperio español.
En los siglos XVI
y XVII, La Habana era el puerto obligado de la Flota de Indias, donde galeones
cargados de plata mexicana y peruana hacían escala antes de cruzar el océano Atlántico.
En sus bodegas,
además de metales preciosos, llegaban cajas de porcelana china y europea. Estas
piezas, adquiridas en Filipinas a través del Galeón de Manila o importadas desde Sevilla, eran un lujo reservado
para virreyes, comerciantes adinerados y órdenes religiosas.
La porcelana
china, con sus diseños azules y blancos de la dinastía Ming, fascinaba por su
durabilidad y fineza. Mientras, la cerámica de Talavera de la Reina —imitación
española de la porcelana oriental— competía en los hogares criollos por su
asequibilidad y motivos barrocos.
La aristocracia y
las clases altas habaneras, en su afán por demostrar estatus, gastaban fortunas
en la adquisición de vajillas completas
costosísimas.
Según inventarios
de la época, familias como los Peñalver o los Chacón exhibían tazones, platos y
jarras en recepciones donde se bebía chocolate o se servían dulces de guayaba.
La porcelana,
como los trajes y las armas, no solo tenía valor utilitario: se convertía en un
bien hereditario altamente codiciado por los herederos en los testamentos.
En el mundo
religioso, conventos como el de San Francisco o la Catedral de La Habana utilizaban cálices y custodias de porcelana
para los rituales católicos. Las monjas clarisas, por ejemplo, atesoraban tazas
con motivos de santos para el té, mezclando devoción y cotidianidad.
Pero no toda la
porcelana llegaba por rutas legales. El contrabando, alimentado por corsarios
ingleses y holandeses, introducía piezas europeas sin pagar impuestos a la
Corona. Esto permitía a comerciantes mestizos o criollos de clase media acceder
a objetos vedados por las estrictas jerarquías coloniales. Un plato de
porcelana de Delft, una de las marcas más prestigiosas y caras de la época, si
era producto de un robo, podía terminar en una casa de Santiago o Guanabacoa,
en abierto desafío al monopolio español.
Sin embargo, la
posesión de porcelana seguía demarcando diferencias sociales. Mientras los
esclavos usaban recipientes de barro, sus amos bebían en tazas decoradas con
escenas pastoriles.
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Museo Nacional de Artes Decorativas. Foto: Prensa Latina. |
La arqueóloga María Torres, en excavaciones en el centro histórico capitalino, ha hallado fragmentos de loza en solares de antiguos palacios, en contraste con su absoluta ausencia en barracones de esclavos.
En el siglo
XVIII, La Habana vivió un auge económico gracias al tabaco y el azúcar. Surgió
una burguesía criolla ansiosa de emular modas europeas.
Talleres locales,
como los de la calle Mercaderes,
comenzaron a producir cerámica esmaltada inspirada en la porcelana, aunque, por
supuesto, era menos delicada.
Esas imitaciones o
recreaciones -para ser menos severa- incorporaron motivos tropicales autóctonos,
como palmeras, flores de mariposa y hasta escenas de plantaciones.
La mezcla fue
única. En el Museo de la Ciudad se
conserva un plato de 1790, en el cual aparecen dragones chinos junto al escudo
de La Habana, evidencia de un sincretismo que definió la cultura colonial.
En el siglo XIX,
la Revolución Industrial en Europa abarató los costos de producción de la
porcelana, con lo que ya esta no fue un producto ni tan exclusivo ni tan
definidor de estatus social.
Por otra parte,
las guerras independentistas desviaron el interés hacia símbolos nacionales.
Aun así, su legado persistió. La loza fina siguió teniendo presencia honoraria
ceremonias tales como bodas y bautizos, y hasta hoy sobreviven piezas en
colecciones privadas y en manos de anticuarios.
Algunos
ejemplares son considerados tesoros del arte, y su compraventa en subastas de
prestigio internacional mueve precios muy elevados.
La porcelana en La Habana colonial no constituyó
solo un objeto: fue testigo de rutas comerciales épicas, de divisiones sociales
irreconciliables y de una creatividad criolla que transformó lo ajeno en
propio.
Se ha escrito que
“cada pieza rota excavada por los arqueólogos es un verso de un poema mayor: el
de una ciudad que, como la porcelana, supo ser frágil y resistente a la vez”.
El papel de la
porcelana en la villa de San Cristóbal
adquirió otras funciones y matices durante la república neocolonial, algunos
realmente caprichosos y absurdos, pero ese es tema merecedor de una mirada
independiente.
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Museo Nacional de Artes Decorativas. Foto: Prensa Latina. |
*Este artículo se nutrió de fuentes históricas como los archivos del Museo de la Ciudad, estudios de la Dra. Luisa Campuzano sobre cultura material colonial y registros de la Real Factoría de Comercio de La Habana. (Gina Picart Baluja. Imagen de portada: Habana Radio)
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