Las manos negras en la historia del Capitolio de La Habana (+ fotos y post)

Las manos negras en la historia del Capitolio de La Habana


En 1929, cuando Cuba inauguró el Capitolio de La Habana, emblema de modernidad republicana, nadie mencionó a las mujeres negras del siglo XIX que ayudaron a levantarlo peso a peso.

Mientras los fotógrafos flasheaban el mármol italiano y la cúpula dorada, los archivos ocultaban otra verdad: parte del capital que financió la obra provino de la tradición de los dulces elaborados y vendidos por esclavas en las plazas de la capital, de los pesados fardos de ropa limpia y cuidadosamente doblada portados sobre sus cabezas por las lavanderas libertas, y de los trueques en solares extramuros, a veces esperpénticos.


Está por escribirse la historia de decenas de habaneras invisibles, cuyos nombres no están en los salones dorados, pero quedó constancia de ellos en recibos notariales y pleitos judiciales.

En 1856, una mujer nombrada Josefa, la Conga compró su libertad y la de su hija después de trabajar más de 20 años vendiendo dulces frente al Convento de Santa Clara, en la zona más antigua de la urbe.

En el Archivo de Protocolos de La Habana, consta que invirtió parte de sus ahorros en la compra de un solar que, tras pasar de mano en mano, fue expropiado en 1926 para ampliar la avenida del Capitolio.

En 1872, la liberta Rosa Úrsula donó 200 pesos a una institución para la instrucción de las niñas pobres. Esos fondos, malversados tras la Guerra del 95, aparecen en un recibo de pago vinculado a la prestigiosa firma de contratistas estadounidenses Purdy & Henderson, encargada de la construcción del Capitolio de La Habana.

En los libros de la escribanía Caballero (1853), se afirma que “Josefa Congo, de 30 años, compra su libertad por 800 pesos”.

No quedó escrito que esos y otros pesos, duramente ganados con su trabajo como dulcera, fueron guardados moneda a moneda en un tinajón; una parte se destinó a la compra de un solar, que luego se integró a los terrenos del Capitolio.

Las lavanderas de Guadalupe y Jesús María cobraban en reales, pero también en especies (tabaco, cerámica), que luego revendían.

Muchas esclavas prestaban a interés a otras mujeres de su misma condición, mientras que algunas criollas ricas alquilaban a sus esclavas para vender en festividades religiosas, y les permitían quedarse con un pequeño porcentaje de esas ventas, que las beneficiadas invertían en ajuares, compras de libertad o adquisición de solares y casas.

Cuando el Gobierno republicano les expropió esas propiedades, les pagó indemnizaciones ridículas: cinco pesos por metro, mucho menos de lo que esos terrenos valieron en su tiempo. Los compradores finales: socios de Gerardo Machado y la Cuban Telephone Company.

Mientras las obreras negras cargaban ladrillos para el Capitolio de La Habana, las señoras de El Vedado organizaban veladas de té-canasta, en las que recaudaban fondos para “embellecer la fachada”.

Cuando Fulgencio Batista reinauguró el edificio, se develó un fresco alegórico en el Salón de los Pasos Perdidos. Allí, la figura de una dama rubia, blanca y etérea representaba a la República de Cuba. Ni una sola de las manos negras que ayudaron a erigir el edificio apareció en esa pintura.

Según cálculos, el tres por ciento de las tierras expropiadas para la construcción del colosal edificio habría pertenecido a esclavas libertas o sus descendientes.

Si hoy se observan con atención los bordes del Capitolio de La Habana, es posible que todavía puedan verse en el pavimento ciertas marcas casi borradas: son los vestigios de los cimientos de las casas de madera y tejas donde vivieron las primitivas dueñas de esos terrenos. (Gina Picart Baluja. Fotos: Cubadebate/Facebook)

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