Soy nieta de un
periodista, y ha habido varios en mi familia. Es natural que desde niña
escuchara conversaciones sobre la profesión, opiniones e historias.
Impresionable
como fui, seguramente quedaron en mi memoria las referidas a la crónica roja, con sus crímenes violentos.
Durante la llamada
“etapa republicana” (Cuba neocolonial: 1902-1958), La Habana se consolidó como epicentro
de transformaciones sociales y mediáticas.
Entre los fenómenos periodísticos más controversiales
de la época sobresalió la crónica roja, un género que explotaba el morbo, la
violencia y el drama humano, como estrategia comercial.
Ese estilo,
heredero del amarillismo estadounidense, no solo reflejó las contradicciones de
una sociedad en transición, sino que también moldeó la percepción pública sobre
el crimen y la justicia.
La crónica roja
emergió con fuerza a principios del siglo XX, impulsada por la competencia
entre periódicos como El Mundo, La Discusión y Alerta.
Las investigaciones combinaban detalles escabrosos con un supuesto afán
educativo, denunciando injusticias o desmontando acusaciones falsas contra
grupos vulnerables, como campesinos acusados de crímenes.
Recuerdo, muy en
especial, haber leído a muy temprana edad un pequeño librito que era el
reportaje de un periodista cubano muy famoso, sobre el asesinato ritual de una
anciana campesina a manos de su propia familia. Los detalles eran
espeluznantes. Nunca he logrado recordar el autor (Ciro Bianchi tampoco pudo
aclarar mi duda), pero el reportaje se titulaba El bohío de Mamá Coleta. Hoy ya no sé si era crónica roja o una
muestra portentosa del periodismo de investigación que tanto distinguió a la
prensa cubana desde los tiempos de la colonia, pues en ese género, aunque hoy
se pretenda inventado en los Estados Unidos, los cubanos fuimos pioneros.
Sin embargo, la
mayoría de las publicaciones priorizaban el sensacionalismo. Periódicos como Tiempo y Ataja usaban titulares estridentes e imágenes de cuerpos mutilados
o suicidios para captar lectores.
Los vendedores
ambulantes, siguiendo la tradición de los pregoneros, exageraban los
encabezados para aumentar las ventas.
La tecnología
jugó un rol clave: las redacciones monitoreaban las frecuencias radiales de la Policía,
enviando reporteros y fotógrafos a las escenas del crimen antes que las
autoridades.
La falta de
regulación permitía excesos. Un ejemplo paradigmático fue la falsa nota
publicada en Avance o Alerta (los registros difieren) sobre el supuesto suicidio del periodista Vicente Cubillas,
acompañada de una foto manipulada con una soga al cuello. Este montaje, según
relatos de la época, ejemplificaba la irresponsabilidad editorial.
La fotografía
amplificó el impacto. Imágenes de accidentes ferroviarios, cadáveres en horcas
o víctimas de violencia doméstica se publicaban sin filtros, justificándose
como “servicio informativo”.
Había medios,
como Prensa Libre, que hasta inventaban
testimonios o añadían personajes ficticios a sus relatos.
La crónica roja
floreció en una Habana marcada por la desigualdad. Mientras las páginas
sociales (léase crónica social) retrataban el lujo de la aristocracia en clubes
como el Havana Yacht Club, las notas policiales explotaban el dolor de las
clases populares.
Muchos
intelectuales habaneros criticaron los dos géneros. El historiador Emilio Roig de Leuchsenring escribió: “Las crónicas sociales eran listas de
sustantivos y adjetivos; las rojas, manuales de voyerismo”.
El debate ético
persistía: si bien algunos defendían su papel denunciante, otros señalaban que
alimentaban la paranoia social. La exposición de víctimas de violaciones o
familiares de criminales —sin consentimiento— violaba la privacidad y
perpetuaba estigmas, algo que hoy merecería el calificativo de revictimización.
No había entonces
redes sociales que velaran las fotos con esos contenidos ni dark web que las
difundiera para fruición de psicópatas y parafílicos; pero jamás faltaban lectores.
El morbo sangriento vendía muy bien.
Tras el triunfo
de la Revolución cubana en enero de 1959, la crónica roja desapareció sin
necesidad de decretos.
La
nacionalización de medios y el nuevo enfoque del periodismo “para el pueblo”
priorizaron temas socioeconómicos sobre la morbosidad de la muerte.
Aunque algunos la
añoran como “libertad de prensa”, su
desaparición se vinculó a una ética revolucionaria que rechazaba la
comercialización del dolor.
En retrospectiva,
este género fue un espejo deformante de la república: un país que buscaba
modernizarse, pero cuyos medios privilegiaban el escándalo sobre la justicia.
Sus excesos, sin
embargo, dejaron lecciones vigentes sobre los límites entre información,
espectáculo y dignidad humana. Una lección no de moralina, sino de ética, virtud humana que muchos en este
planeta tienen muy menospreciada. (Gina Picart Baluja. Foto: Facebook)
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