En el siglo XIX, mientras el azúcar enriquecía a la oligarquía criolla y el colonialismo español imponía su rigor, los cafés de La Habana se convirtieron en refugio de intelectuales, artistas y conspiradores.
Tras las fachadas
neoclásicas y entre mesas de mármol, se servía en tazas de porcelana francesa algo más peligroso que el fuerte café
de la isla: ideas de independencia.
El café llegó a
Cuba con los caficultores franceses que huían de la Revolución de Haití.
Parece que en La
Habana las primeras casas de café de que se tiene noticia fueron el Café Escauriza, inaugurado en 1819 y
ubicado en la Plaza de Armas, y el “Dominica”,
de 1839.
Casi con los
comienzos de estos establecimientos nacieron las tertulias de café, que pronto
rebosaron de intelectuales, en especial jóvenes, que conversaban de poesía y
discutían sobre política.
Por absurdo que
pueda parecer, algunas de esas tertulias llevaban nombres leales a la Corona
—como “La Siempre Fiel”—, pero entre sus paredes se gestaban críticas al
sistema esclavista y al dominio colonial.
Cirilo Villaverde, autor de la novela Cecilia Valdés, frecuentaba esos círculos y planeaba con sus cófrades la abolición
de la esclavitud; el músico Ignacio Cervantes tocaba danzones con mensajes
cifrados y contradanzas con ritmos africanos prohibidos por las autoridades;
Rafael María de Mendive se reunía con sus alumnos más decididos, y un jovencísimo
José Martí recitaba sus primeros versos, bajo
la atenta mirada de espías españoles.
El más famoso entre esos recintos fue El Louvre, en la esquina de San
Rafael y Águila. Llegó a ser el más célebre salón literario y político del
siglo XIX cubano.
Mucho más que un
simple establecimiento de bebidas, este espacio se convirtió en el corazón
palpitante de la intelectualidad criolla y en semillero de las ideas
independentistas.
El Louvre sobresalía
por su elegante decoración: espejos venecianos, mesas de mármol italiano y
lámparas de cristal que iluminaban las animadas tertulias nocturnas.
Allí convergían
lo mismo ricos hacendados que artistas bohemios, todos unidos por el hábito del
café y el intercambio de ideas.
Lo más gracioso
de aquel lugar era, tal vez, que mientras en la planta baja los españoles
jugaban dominó y discutían asuntos comerciales, en el piso superior los
criollos celebraban tertulias clandestinas donde se cuestionaba el orden colonial.
Bajo la apariencia de reuniones culturales, se leían poemas prohibidos y se
difundían noticias de las guerras
independentistas en América Latina.
Pero no se piense
que, si los comerciantes peninsulares eran tan distraídos, las autoridades
coloniales también lo eran. Todo lo contrario.
Los comerciantes
españoles formaban el grueso del tristemente célebre Cuerpo de Voluntarios, la misma
falange que influyó de manera funesta en el fusilamiento de los ocho estudiantes
de Medicina.
Eran tan
poderosos que se cree estuvieron detrás de varias muertes misteriosas de
gobernadores, y de “traslados de quita y pon” de otros muchos y de decenas de
funcionarios.
Todo aquel que no
respondiera a sus intereses era aplastado
por ellos sin miramientos.
Esos mismos
comerciantes que jugaban dominó, se despedían de sus compañeros de mesa y se
iban a sus casas, poco después regresaban enfundados en sus uniformes y
comenzaban a registrar los cafés en busca de panfletos independentistas y
cualquier documento comprometedor. Y eran concienzudos: registraban hasta los
ceniceros por si algún fragmento de un mensaje comprometedor había sobrevivido
a una quema apresurada momentos antes de su llegada.
Sabían que hasta
las partituras de música para piano, instrumento que no faltaba en ningún
establecimiento, ocultaban códigos y mensajes. Porque sí, el piano era una
entidad siempre presente en aquellas casas, y servía sobre todo para que,
cuando se acercaba la autoridad, alguien corriera a abrir el instrumento y
hasta otro se parara a su lado a cantar un área de ópera, del modo más inocente
que imaginarse pueda. Además, los conjurados se protegían con contraseñas,
entre las cuales conocemos que la más
usada fue “Azúcar”.
Supongo que por
ser tan evidente no les funcionó mucho, porque en 1869 El Louvre fue cerrado
por considerarlo las autoridades exactamente lo que era: un “nido de
insurrectos”. Un año antes, muchos de sus asiduos se habían unido a la Guerra de los Diez Años.
De todos modos,
el daño ya estaba hecho: en las tertulias de El Louvre y otras casas de café
habaneras, no solo el general Antonio Maceo inspiraba a la intelectualidad capitalina
más fervorosa y llenaba de admiración al poeta Julián del Casal, sino que se
gestaron los fundamentos del Partido Revolucionario Cubano.
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Imagen: red social X. |
Las tertulias de
café desempeñaron un papel decisivo no solo en la colonia, sino también en la
república neocolonial, como cuestionadoras y removedoras del orden establecido.
Ya lo dijo Joseph Goebbels, general nazi íntimo de Adolfo Hitler: “Cuando oigo hablar de arte, saco mi
pistola”. En fin, que el café puede convertirse en un arma muy peligrosa. Y los
pianos también. (Gina Picart Baluja. Foto de portada: tomada de internet)
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