La Flota de Indias, la Flota de Indias… todos los cubanos
hemos escuchado esta frase en nuestros días escolares, pero… ¿quiénes tienen
una idea exacta de lo que fueron las flotas y la inmensa importancia que tuvo
el puerto de La Habana en siglos anteriores?
Bajo la sombra del Castillo de El Morro, donde hoy los turistas fotografían el atardecer, se forjó el destino de un continente. Entre los siglos XVI y XVIII, el puerto de La Habana no fue solo una escala: fue el gran candado del Imperio español, la guarida donde se concentraba la riqueza de las Américas antes de cruzar el Atlántico. Este es el relato de cómo el comercio de flotas convirtió a una aldea caribeña en la "Ciudad Llave del Nuevo Mundo".
Tan temprano como en 1561, España estableció el Sistema de Flotas: dos convoyes anuales, la Flota de Nueva España y los Galeones de Tierra Firme, transportaban oro peruano, plata mexicana, cueros venezolanos y esmeraldas colombianas hasta Portobelo (Panamá) y Veracruz (México). Desde allí, el tesoro viajaba a La Habana, el único puerto fortificado del Caribe con capacidad para reunir, reparar y proteger cientos de barcos antes de su travesía final a Sevilla. He ahí la clave del por qué.
La ciudad se transformó en un gigantesco almacén. En sus atarazanas, toneladas de plata se fundían en lingotes marcados con el sello real. Los patios de la Aduana -hoy Plaza de San Francisco- apilaban cochinilla de Oaxaca, añil de Guatemala y tabaco de Vuelta Abajo. Según el cronista Antonio de Herrera: "En tres meses, La Habana pasaba de villa pobre a urbe donde hasta los mendigos manejaban doblones".
Pero, la riqueza atrae peligros. En 1555, el corsario Jacques de Sores, pirata temible y hugonote francés, incendió la ciudad. En 1628, Piet Hein, corsario holandés, capturó la flota frente a Matanzas. La respuesta española fue titánica: levantó el Triángulo de Hierro (las colosales fortalezas de El Morro, La Punta y La Cabaña) con cañones que aún hoy miran al mar. "Era tal el botín –explicó en una ocasión el historiador Eusebio Leal- que un solo barco capturado podía financiar un reino europeo".
Pero el mayor enemigo era el clima. Las flotas debían zarpar antes del 15 de agosto para evitar huracanes. Si llegaban tarde, La Habana las acogía durante 10 meses. Miles de marineros, soldados y mercaderes convertían la ciudad en un hervidero de tabernas, talleres y prostíbulos. Surgieron oficios únicos: calafates (sellar barcos con brea), aguadores (llevar agua dulce desde el Chorrera) y corredores de plata (vigilantes del tesoro real).
El monopolio español era inflexible: solo se podía comerciar con Sevilla. Pero, el hambre de productos europeos -telas flamencas, vinos andaluces, herramientas vascas- creó y alimentó una población que amaba con fervor el contrabando masivo. Funcionarios corruptos, comerciantes criollos y corsarios "amigos", como Francis Drake, tejían una red que burlaba a la Corona. En 1607, un informe real admitía: "De cada diez naves que atracan, siete traen mercancía ilegal".
La élite habanera se benefició. Familias, como los Pedroso y los Recio, se construyeron magníficos palacetes en la Plaza de Armas con ganancias del estraperlo. Hasta los esclavos participaban: cambiaban tabaco robado por aguardiente con bucaneros franceses en playas clandestinas de Marianao.
En el siglo XVIII, el sistema colapsó. Las flotas dejaron de ser rentables, España permitió comercio directo entre puertos, y en 1778, Carlos III decretó el "Reglamento de Libre Comercio". La Habana perdió su monopolio, pero ya era otra ciudad: el Canal de Entrada se dragó para buques mayores, El Templete, construido en 1828, marcó el sitio fundacional, y el café sustituyó al azúcar como emblema criollo.
¿Qué queda en esta Habana de nuestros días de aquella grandeza del puerto colonial? Pues, edificios como La Lonja del Comercio, de arquitectura neoclásica y construido en 1909, que heredó el rol de bolsa mercantil. La Avenida del Puerto, donde antaño se cargaban galeones, devino parada de cruceros turísticos y, finalmente, en un paseo marítimo que ofrece a los habaneros una hermosa vista de nuestra bahía. Y también el Museo de la Ciudad, antiguo Palacio de los Capitanes Generales, hogar de la máxima autoridad española que representaba en Cuba a la Corona española. En alguno de sus salones aún se exhiben balanzas del siglo XVII.
Como escribió el gran novelista habanero Alejo Carpentier: "La Habana nació mirando al mar, pero creció contando monedas de ocho reales". Fueron esas monedas -y los barcos que las trajeron- las que tallaron su alma de piedra, caoba y ambición. (Gina Picart. Foto: Internet)
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FNY