¿Qué habanero no ha oído sobre la famosa ceremonia del Templete con sus tres
vueltas a la Ceiba? ¿Quién no fue alguna vez en su vida a arrojar su moneda,
tocar tres veces el árbol sagrado y pedir un deseo?
¡Ah!, pero pocos saben que esa ceremonia pintoresca va
precedida de otra no menos rara: la Misa
del Mudo.
En el corazón de La Habana Vieja, cada 16 de noviembre el
bullicio de la ciudad se apaga por un instante. Las campanas de la Catedral,
normalmente acompañadas por el murmullo incesante de turistas y habaneros, dan
paso a un silencio casi sagrado.
Es el día de la Misa
del Mudo, una de las tradiciones más antiguas, singulares y menos conocidas
de la capital cubana: un ritual en el que el silencio, lejos de ser ausencia,
se transforma en protagonista y símbolo de una ciudad que, por unas horas, se
reencuentra con sus raíces más profundas.
La historia de la Misa del Mudo se remonta a los albores mismos de La Habana.
Según la leyenda y los registros históricos, en 1515, cerca
del río Mayabeque, los primeros colonizadores españoles celebraron una misa en
completo silencio para rendir homenaje a San Cristóbal, el santo que más tarde
daría nombre a la villa.
Aquel voto de silencio, nacido de la solemnidad y el
respeto, se consolidó en 1519, cuando la ciudad fue oficialmente fundada al pie
de una ceiba, árbol sagrado tanto para los españoles como para los africanos que llegaron después.
El 16 de noviembre se ha convertido, desde entonces, en una
fecha cargada de simbolismo.
Muy temprano en la mañana, los fieles y curiosos se
congregan frente a la imponente Catedral de La Habana. Antes de cruzar el
umbral, muchos tocan tres veces la aldaba de bronce de la puerta principal, una
costumbre que, dicen, asegura la protección de San Cristóbal durante el año
venidero.
Al entrar, la atmósfera cambia: las voces se apagan, las
miradas se cruzan en silencio y el bullicio habitual de la ciudad queda fuera,
como si el tiempo se detuviera.
La misa se desarrolla en un recogimiento absoluto. Ni una
palabra, ni un susurro. Solo el sonido de los pasos sobre las losas antiguas y
el eco lejano de las oraciones del
sacerdote. Para muchos, este silencio no es solo una muestra de respeto,
sino una forma de comunión con la historia y el espíritu de la ciudad. Es un
homenaje a los fundadores, a los que llegaron después, y a todos los que han
hecho de La Habana un crisol de culturas y creencias.
Pero la Misa del Mudo no termina en la Catedral. Al concluir
la ceremonia, los asistentes se dirigen en procesión hacia El Templete, pequeño
edificio neoclásico que marca el sitio exacto donde, según la tradición, se fundó la ciudad.
Allí, a la sombra de una ceiba centenaria, se repite otro
ritual: rodear el árbol tres veces en silencio, tocar su tronco, pedir un deseo
y, antiguamente, arrojar unas monedas como ofrenda. Este acto, aparentemente
sencillo, encierra un profundo sincretismo religioso.
La ceiba, venerada tanto en la tradición católica como en la
religión yoruba-afrocubana, es el punto de encuentro entre dos mundos.
Para los católicos, representa el lugar de la fundación y la
protección divina. Para los practicantes de la santería, la ceiba es el árbol
sagrado de Aggayú Solá, padre de Changó,
uno de los orichas más poderosos.
Así, la Misa del Mudo se convierte en un puente entre la fe
europea y la africana, en una muestra viva del mestizaje que caracteriza a la
Villa de San Cristóbal.
El Templete, construido en 1828, ha sido testigo de este
rito durante casi dos siglos. Sin embargo, la tradición es aún más antigua. De 1792
a 1820, la misa se celebró en el Palacio de los Capitanes Generales, antes de trasladarse
definitivamente a la Catedral.
Con el paso del tiempo, la ceremonia ha ido incorporando
nuevos elementos y significados, pero el silencio sigue siendo su esencia.
A pesar de su antigüedad, la Misa del Mudo ha permanecido en
gran medida al margen de los grandes
relatos históricos sobre La Habana.
No aparece en las guías turísticas más populares ni en los
folletos de las agencias de viaje. Sin embargo, para quienes la conocen y
participan en ella, es una de las experiencias más auténticas y conmovedoras de
la ciudad. Es un momento de introspección colectiva, de reencuentro con lo
sagrado y lo ancestral.
En la actualidad, la ceremonia atrae a personas de todas las
edades y creencias. Algunos acuden movidos
por la fe, otros por la curiosidad o la tradición familiar. Todos, sin
excepción, guardan silencio. Ese silencio, tan inusual en una ciudad
acostumbrada al ruido y la música, es el verdadero milagro de la Misa del Mudo.
Un silencio que no es vacío, sino lleno de historia, de esperanza y de promesas
para el futuro.
La Habana, ciudad de
leyendas y misterios, guarda en su calendario anual este día especial en el
que el bullicio se rinde ante el poder del silencio.
La Misa del Mudo es, en definitiva, un recordatorio de que
la identidad habanera no solo se forja en el estruendo de la vida cotidiana,
sino también en esos instantes de recogimiento donde el pasado y el presente se
dan la mano. Y que, a veces, el mayor homenaje que podemos rendir a nuestra
historia es simplemente escuchar el silencio. (Gina Picart Baluja. Fotos: Cubaperiodistas)
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