Carlos Manuel de Céspedes y Quesada: república de leyes o de balas

Carlos Manuel de Céspedes y Quesada: república de leyes o de balas

Nacido en el exilio neoyorquino el 12 de agosto de 1871, mientras su padre —Carlos Manuel de Céspedes, el iniciador de la Guerra de los Diez Años— combatía en las montañas orientales de Cuba, Carlos Manuel de Céspedes y Quesada creció marcado por una paradoja: llevaba el nombre del "Padre de la Patria", pero apenas conoció la tierra por la que este luchaba.

Su madre, Ana María de Quesada, lo crio entre el luto y la resistencia, contándole historias de Bayamo incendiado y hombres encadenados.

A los 10 años, tras la muerte de su padre en San Lorenzo (1874), fue enviado a Europa, donde estudió en el Instituto Stanislas, de París, un colegio católico para hijos de aristócratas.

Allí, entre latín y filosofía, forjó un carácter reservado, pero obsesionado con el deber: a los 17 años, escribió a su tío político, Francisco Vicente Aguilera, que “la libertad de Cuba pesa más que la sangre de mi familia”.

Regresó a la isla en 1895, abandonando sus estudios de Derecho en Heidelberg para unirse a la guerra de independencia contra el colonialismo español, como ayudante de campo de Calixto García.

Ascendió a teniente coronel y asumió como gobernador civil de Santiago de Cuba en 1898, donde enfrentó el caos de una ciudad devastada: sin medicinas, con epidemias de fiebre amarilla y el desembarco abrupto de tropas estadounidenses que cambiaban banderas sin consultar a los mambises (combatientes cubanos por la libertad en la segunda mitad del siglo XIX).

Esa experiencia lo convenció de que la soberanía cubana sería frágil, una intuición que definió su vida política.

Tras la instauración de la república neocolonial en 1902, Céspedes y Quesada se distanció de los veteranos independentistas que buscaban cargos.

Prefirió la diplomacia silenciosa: fue enviado como ministro plenipotenciario a Roma (1909), luego a Buenos Aires (1911), y finalmente a Washington (1913), donde negoció en secreto la devolución de la bahía de Guantánamo, intento fallido porque el Departamento de Estado alegó “intereses estratégicos irrevocables”.

En 1922, aceptó ser ministro de Relaciones Exteriores bajo Gerardo Machado, creyendo que su prestigio apaciguaría a Estados Unidos. Pero, al descubrir que Machado usaba fondos públicos para comprar armas y sobornar opositores, presentó una renuncia escueta en 1923: “No sirvo para decorar injusticias”.

El dictador, molesto pero incapaz de encarcelar a un Céspedes, le ofreció la embajada en México como “exilio dorado”. Él rechazó el cargo con una excusa médica —“reumatismo degenerativo”— y se refugió en Nueva York, donde, desde un apartamento en la calle 72, coordinó con exiliados como Carlos Saladrigas para denunciar torturas y desvíos de dinero.

Cuando Machado cayó en agosto de 1933, la embajada estadounidense presionó para que Céspedes asumiera: era el único nombre que unía a veteranos mambises, estudiantes y hasta comunistas moderados. Tomó posesión el 12 de agosto de 1933 —su cumpleaños 62— en un Palacio Presidencial rodeado de tanquetas.

Su primer discurso fue un guiño a José Martí: “Gobernaré con los humildes, para los humildes”. Anuló la Constitución machadista, restauró la de 1901, y anunció elecciones libres para febrero de 1934. Pero en sus 21 días de gobierno, el país se desangraba: huelgas de obreros azucareros, motines en el Ejército, y saqueos en Santiago de Cuba dirigidos por el entonces sargento Fulgencio Batista, quien lo acusó de “blando” por negarse a ejecutar a líderes comunistas.

La madrugada del 4 de septiembre de 1933, Batista irrumpió en su despacho con 10 soldados. No hubo violencia física, solo un ultimátum: “Renuncie o habrá baño de sangre”.

Céspedes firmó la dimisión con su pluma Waterman, la misma que usó para decretar la restauración democrática semanas antes. Partió al exilio como embajador en Madrid (1933-1935), un puesto ficticio, pues España no reconocía al Gobierno cubano postgolpe. Allí, en una pensión cerca del Retiro, escribió su obra más dolorosa: “La Revolución del 33: Traición y Esperanza”, en la cual confesó: “Batista no me derrotó; me derrotó la indiferencia de Cuba”.

Regresó a La Habana en 1935, empobrecido y enfermo del corazón. Vivió sus últimos años en una casa modesta de El Vedado, vendiendo libros de su biblioteca para pagar medicinas.

Murió antes del amanecer del 28 de marzo de 1939, tras un infarto agudo. Su entierro en la necrópolis Cristóbal Colón fue casi clandestino: solo 13 personas asistieron, incluido su jardinero haitiano, Jean-Baptiste, quien llevó un ramo de marpacíficos —flor que Céspedes plantaba en memoria de su madre.

Ni Batista ni el presidente Laredo Brú enviaron coronas. Céspedes y Quesada fue el último presidente cubano antes de la era batistiana, un interregno democrático ahogado por las botas. Su historia es un epitafio a la Cuba que pudo ser: la que eligió leyes en vez de balas. (Gina Picart Baluja. Foto: Ecured)

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