En el imaginario colectivo cubano, el nombre de Gerardo Machado resuena como uno de los dictadores de la etapa neocolonial.
Fue admirador confeso de Benito Mussolini, dictador de la
Italia fascista, lo cual —junto a la utilización de cuerpos paramilitares
amparados por el Estado, mientras gobernaba—, hizo que fuese catalogado como un
“fascista tropical” o un “Mussolini
tropical”.
Con independencia de los desmanes que cometió durante su gubernatura,
emprendió importantes obras monumentales, entre las que se encuentran el Capitolio de La Habana o la Carretera Central.
Pocos recuerdan, sin embargo, al hombre que convirtió esos
proyectos en realidad: Carlos Miguel de Céspedes y Ortiz Coffigny (1881-1955), ministro de Obras Públicas de 1925 a
1929, cuya genialidad técnica y gestión incansable merecen rescate del olvido
histórico.
Nacido en Cárdenas, Matanzas, en el seno de una familia
vinculada a la élite intelectual y política —su padre fue juez y descendía de
un primo de Carlos Manuel de Céspedes, el Padre de la Patria—, se graduó de
Derecho Civil en la Universidad de La
Habana en 1904, aunque su verdadera pasión fue siempre la transformación
urbana.
Su ascenso político estuvo ligado a una astuta combinación
de talento jurídico y conexiones de poder. Fundó el bufete "de las tres C”,
junto a José Manuel Cortina y Carlos Manuel de la Cruz Ugarte, firma que dominó
la ingeniería legal de grandes proyectos gracias a su influencia en los
partidos Liberal y Conservador.
Antes de unirse a Machado, ya había dejado huella con obras
como el Boulevard de la Quinta Avenida
y el Hipódromo de Marianao,
demostrando una visión poco común para la planificación urbana.
Cuando Machado asumió la presidencia en 1925, con el lema “Agua, Caminos y Escuelas”, encontró en Carlos
Miguel de Céspedes al ejecutor ideal.
El apodo de "El Dinámico" no fue casual:
reorganizó la Secretaría de Obras Públicas, centralizó decisiones y supervisó
personalmente cada detalle, desde la selección de mármoles italianos para el Capitolio de La Habana hasta el trazo
de la Carretera Central.
Aunque Machado aprovechó políticamente estas obras, los
documentos de la época revelan que Carlos Miguel de Céspedes fue el cerebro
operativo.
En la inauguración del tramo Habana-Matanzas de la Carretera
Central, en 1929, dos palmeras en el límite provincial fueron bautizadas como
"Machado" y "Céspedes", símbolo de su reconocimiento compartido.
En la Universidad de La Habana, dirigió la construcción de
la Escalinata, el Aula Magna y la estatua del Alma Mater; recibió en 1929 un
título de doctor honoris causa en
Ingeniería Civil —irónico para un abogado— por votación unánime del claustro.
Su labor abarcó hospitales (como el Dr. Enrique Núñez), avenidas (el Malecón
hasta el río Almendares) e, incluso, el Presidio Modelo de Isla de Pinos,
siempre con un enfoque modernizador, que combinaba
funcionalidad y estética.
Pero su asociación con la dictadura lo condenó al
ostracismo. Tras la caída de Machado en 1933, turbas enfurecidas saquearon sus
propiedades: su casa en Country Club, una joya arquitectónica normanda, fue
incendiada, perdiéndose bibliotecas invaluables y colecciones de arte. Otra
residencia, "Villa Miramar", sufrió igual destino.
Aunque regresó a Cuba en 1934 y fue senador por Matanzas,
nunca recuperó su prestigio. Su candidatura a la alcaldía de La Habana en 1946
fracasó, y el imaginario popular siguió atribuyendo sus obras a Machado, para
entonces demonizado como "el Asno
con Garras".
La paradoja es amarga: mientras Machado murió en el exilio, Carlos
Miguel de Céspedes—rehabilitado parcialmente— donó los terrenos de su casa
saqueada para construir la iglesia Corpus Christi con una escuela gratuita para
niños pobres, gesto que reflejaba su compleja dualidad como tecnócrata y
filántropo.
Su muerte en Villa Miramar
el 8 de junio de 1955, a los 74 años de edad, cerró un capítulo de luces y
sombras.
Aunque años antes había superado un cáncer de colon,
falleció en esa residencia junto al río Almendares, inmueble que él mismo había
reconstruido tras el saqueo de 1933 —aunque sin recuperar su antiguo esplendor—.
Fue sepultado en la necrópolis Cristóbal Colón, de La
Habana, sin honores de Estado, acompañado solo por familiares y unos pocos
leales.
Irónicamente, el mismo lugar donde vivió —su querida Villa
Miramar— se convirtió tres años después en el restaurante 1830, mientras su nombre se diluía en la memoria colectiva.
Aquel gesto final de donar los restos de su casa destruida
para una escuela gratuita fue quizás su último intento por tallar en piedra lo
que la política le negó: un legado perdurable más allá de Machado.
Hoy, al caminar por el Capitolio de La Habana o recorrer la
Carretera Central, sería justo recordar que, tras esos símbolos, hay no solo la
sombra de un dictador, sino también la
luz de un visionario que soñó una Cuba moderna.
Carlos Miguel de Céspedes merece dejar de ser un pie de página en la historia de Machado, para ser leído como lo que fue: el gran arquitecto material —y olvidado— de la República neocolonial.
(Gina Picart Baluja y Reinaldo Santana López. Foto de portada: Cubatechtravel)
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