Mi abuelo paterno fue periodista en La lucha y El País, dos importantes periódicos de la prensa republicana, y ocasionalmente colaboró con el Diario de La Marina como poeta modernista. Desde muy niña estaba familiarizada con las páginas de crónica roja, que mi familia no me impedía ver, algo que agradezco pues luego ha sido uno de los pilares de mi carrera como escritora.
En mi criterio, no tiene sentido criminalizar la crónica roja, pues los crímenes de causa variada que le dan vida, tarde o temprano acaban ocurriendo en toda sociedad. Hacer de estos sucesos tema de noticias es otra cosa, se justifica en ciertos casos, pero en otros, ciertamente no. Vender no es excusa válida para alimentar el morbo más abyecto. Eso es amarillismo.
La Habana de las primeras décadas del siglo XX bullía con el ritmo del progreso. Bajo la luz de neón de nuevos cines y cafés, una nueva sociedad redefinía su identidad más allá de la impronta colonial sufrida durante siglos. Pero paralelamente a esta efervescencia moderna, surgió una prensa que decidió mirar hacia las sombras de la ciudad.
No eran los grandes debates políticos de La Discusión ni la literatura de Social lo que llenaba sus páginas, sino el crimen, el escándalo y la sangre. Esta era la era de la “crónica roja” o “prensa amarilla”, un periodismo que convirtió la violencia cotidiana en un espectáculo masivo y, de paso, reflejó las ansiedades de una república joven.
La crónica roja no fue un invento habanero, pero encontró en la ciudad un caldo de cultivo perfecto. La competencia feroz entre diarios como El Mundo, La Prensa y Al Rojo Vivo (nombre que no dejaba lugar a dudas) impulsó una guerra por los lectores. La clave ya no era solo informar, sino vender. Se adoptaron estrategias de la prensa sensacionalista estadounidense: titulares gigantescos y alarmistas, el uso pionero de fotografías explícitas, y un lenguaje directo y emocional que apelaba a las clases populares.
Los reporteros, convertidos en “detectives de prensa”, competían con la policía en la escena del crimen. La noticia dejó de ser un relato para ser una experiencia visceral.
Más allá del morbo, estos periódicos ejercían una poderosa función social. Al exponer casos de (entre ellos los famosos y siempre prohibidos duelos), estaban delineando, de manera sensacionalista, los límites de la moral pública.
Construyeron una narrativa del miedo urbano, pero también de la justicia popular. Asesinos como el “Asesino de la Habana Vieja” eran convertidos en personajes casi folclóricos, y sus juicios se seguían con la avidez de un serial radiofónico.
Esta cobertura influía en la percepción de la seguridad ciudadana y presionaba a las autoridades, a menudo retratadas como incompetentes o corruptas.
La crónica roja se erigió en juez y parte del imaginario colectivo, como en el célebre caso de La Descuartizada, resuelto como crimen pasional por el detective Castellanos, quien residió hasta su muerte en la esquina de mi cuadra, y cuya anciana criada, heredera de la mansión, fue asesinada tiempo después en iguales condiciones..
Pero la sangre no era suficiente. La vida privada de figuras públicas, los escándalos de la alta sociedad, los amores ilícitos y las tragedias familiares también eran carne de cañón. Esta intromisión marcó el nacimiento de la cultura del escándalo mediático en Cuba.
La prensa republicana entendió que la vida misma, en sus facetas más dramáticas o íntimas, podía ser muy redituable. Este periodismo, en su afán por capturar la atención de las masas, contribuyó a borrar la línea entre lo público y lo privado.
La crónica roja habanera fue un espejo deformante, pero espejo al fin, de la sociedad republicana. En su obsesión por el crimen, mostró las tensiones de una ciudad en rápida modernización, las desigualdades latentes y las nuevas formas de conflicto social.
Fue un producto de la comercialización de la cultura y de la lucha por la supervivencia en un mercado periodístico saturado. Hoy, aunque los diarios de entonces sean papel amarillento, su espíritu sobrevive en la televisión policial y en los archivos de la prensa digital, recordándonos que la fascinación por el abismo y la construcción mediática del miedo son fenómenos que datan desde el surgimiento de la sociedad industrial.
Por Gina Picart
SST