La Habana Colonial: Ciudad de Piedra, Ciudad de Sangre

Habana Colonial

En mi libro de periodismo de investigación La Habana como gemir de violines, hablé mucho sobre La Habana colonial, la ciudad mágica cuya imagen, evocada cada noche por mi abuelo para mí desde el balcón de nuestra casita en Luyanó, llenaba mi infancia de día y de noche, de modo tal que apenas me dejaba ver la ciudad real que me rodeaba, porque para mí solo existían a mi alrededor damas criollas en sus quitrines, caballeros erguidos sobre corceles airosos, esclavos, piratas, soldados españoles, negras boyeras y Cecilia Valdés con sus chancleticas, como la pintó Villaverde y luego la imaginaron Los Zafiros en cada mulata joven de la ciudad vieja. Pero no lo dije todo, y con el tiempo comprendí por qué no pude: porque La Habana cultural y espiritual no tiene principio ni fin, y se extiende mucho más allá de cualquier horizonte.

La Habana colonial no fue solo una ciudad construida por manos esclavizadas y voluntades imperiales; fue también un escenario ritual donde cada piedra contaba una historia de conquista, resistencia y memoria. Fundada en 1519, su ubicación estratégica la convirtió en puerto clave del comercio transatlántico, y en vitrina del poder español en el Caribe

Las primeras construcciones fueron de madera y palma, pero tras varios incendios, se impuso la piedra coralina como material dominante. Así nacieron las fortalezas: el Castillo de la Real Fuerza, el Morro, la Cabaña. No eran solo defensas militares, sino símbolos de vigilancia y control. La ciudad se amuralló, literal y simbólicamente.

La Plaza de Armas se convirtió en el corazón político y ceremonial. Allí se alzaron el Palacio de los Capitanes Generales y la Catedral de La Habana, joyas del barroco cubano. La arquitectura colonial mezclaba influencias andaluzas, mudéjares y criollas, creando un lenguaje visual único que aún resiste el paso del tiempo

Pero bajo esa belleza persistente, se escondía una estructura social profundamente desigual. La esclavitud africana sostenía la economía azucarera, y los barrios se dividían por raza y clase. El Vedado aún no existía; el poder vivía en La Habana Vieja, y los márgenes eran invisibles.

La vida cotidiana estaba marcada por el ritmo de las campanas, los pregones, los rituales religiosos y las epidemias. El agua se traía en tinajas, la luz era de vela, y la ciudad olía a sal, sudor y tabaco. Las mujeres, aunque relegadas legalmente, tejían redes de poder doméstico y espiritual.

La educación era privilegio de pocos, pero la oralidad y la música popular mantenían viva la memoria colectiva. Las décimas, los cantos yoruba, las leyendas de aparecidos circulaban por patios y callejones. La Habana colonial era también una ciudad encantada, donde lo visible y lo invisible convivían.

La llegada de ilustrados y reformistas en el siglo XVIII trajo nuevas ideas: urbanismo racional, higiene pública, secularización. Se construyeron hospitales, escuelas, acueductos. Pero el poder seguía en manos de la metrópoli, y la ciudad era más vitrina que hogar.

La arquitectura colonial, como dijo Lezama Lima, es la gran crónica de la ciudad. Cada balcón, cada reja, cada patio interior narra una historia de deseo, control y resistencia. Hoy, caminar por La Habana Vieja es recorrer un palimpsesto de siglos, donde el pasado no ha muerto, solo se ha transformado en piedra.

La Habana colonial no fue solo un espacio físico, sino un cuerpo vivo. Sus calles eran venas, sus plazas eran órganos, y su muralla era piel. Y como todo cuerpo, sufrió, resistió y dejó cicatrices. Esas cicatrices son hoy patrimonio, testimonio y advertencia.

¿Y eso es todo? No, nunca tendría final un largo, interminable ejercicio de pensar la ciudad. Solo quizá, de tarde en tarde, cuando la fiebre capitalina se apodera de mí, siga pensando, anotando, hablando, recordando…

Por Gina Picart 

SST

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