Los oficios invisibles: la Habana que se sostenía desde abajo

OFICIOS

Mientras los cronistas escribían sobre gobernadores, comerciantes y poetas, la Habana se sostenía gracias a los oficios invisibles. Lavanderas, aguateros, pregoneros, zapateros, costureras, carboneros: todos ellos tejían la vida cotidiana de una ciudad que respiraba por sus márgenes.

Las lavanderas, muchas de ellas mujeres negras o mulatas, lavaban ropa ajena en los márgenes del Almendares o en patios improvisados, en tinas de madera o metal con raspadores que ardían la piel de esas manos que eran mapas de esfuerzo. Cantaban mientras restregaban, y sus cantos eran crónicas no escritas, a veces cantadas en lenguas africanas ininteligibles para los blancos. Algunas llevaban la ropa en grandes bultos sobre la cabeza, cruzando barrios enteros sin que nadie las nombrara. Iban rectas como palmas, y parecía como si ningún peso, ni siquiera el de su miseria, pudiera doblegarlas.

Los aguateros recorrían la ciudad con barriles y cubos, vendiendo agua limpia en tiempos donde el acueducto era privilegio. Eran figuras esenciales, pero invisibles en los registros. Su paso marcaba el ritmo de la mañana.

Los pregoneros, con sus voces afinadas, vendían desde frutas hasta remedios. “¡Mamey maduro, que endulza el corazón!” gritaban, y con cada frase construían una poética urbana. Eran emisarios del sabor, del olor, del tiempo. Algunos pregones eran breves cánticos con ritmo pegajoso que sacaba a las caseras a las puertas de sus casas con el bolsillo dispuesto ya para la compra. Quién no ha cantado alguna vez medio distraído o a voz en cuello en medio de una fiesta: “¡Maní, manisero se va, caserita no te acuestes a dormir sin comerte un cucurucho de maní…!”

El hecho de que El manisero, de Moisés Simons, haya sido el primer gran éxito internacional de la música cubana, incorporado incluso en filmes de la industria cinematográfica mexicana, da una idea de lo que fue el arte del pregón en la Cuba colonial y republicana.

Las costureras, muchas veces trabajando en casa, eran las que vestían a la ciudad. Con retazos, botones reciclados y tijeras heredadas, creaban trajes para bodas, bautizos, entierros. Eran narradoras textiles. Es cierto que algunas, en especial francesas, lograron prosperar y montar sus propios atelieres con clientela refinada y exigente, pero eran pocas.

Los zapateros, escondidos en talleres mínimos, reparaban los pasos de la ciudad. Cada suela cosida era una historia que continuaba. Cada clavo, una resistencia. Libertos y españoles pobres fabricaban los mejores zapatos de los habaneros, que se sentían, al decir de gente de entonces, como seda en los pies.

Y hay un personaje que no puede faltar en una crónica sobre oficios humildes en La Habana colonial: el farolero. En la capital, recorrían las calles al caer la tarde, encendiendo uno por uno los faroles de gas que iluminaban la ciudad. Llevaban una vara larga con una llama protegida en la punta, y a veces una escalerilla para alcanzar los faroles más altos. En los barrios extramuros algunos niños traviesos les lanzaban piedras desde sus escondites, y los faroleros, muchos de ellos españoles, les reprendían siseando cómicamente mientras los amenazaban con sus varas.

El farolero no solo encendía la luz: marcaba el inicio de la noche urbana, el momento en que la ciudad cambiaba de ritmo. Su figura era tan cotidiana como simbólica, y en muchos barrios se le reconocía por su puntualidad y por el silencio con que realizaba su tarea.

En algunas crónicas costumbristas del siglo XIX, se les describe como hombres discretos, casi invisibles, pero esenciales. Su oficio desapareció con la llegada de la electricidad, pero su imagen quedó en la memoria como parte del paisaje emocional de la ciudad.

Durante la República, estos oficios siguieron siendo esenciales, pero la modernidad los fue desplazando. Las lavanderas fueron reemplazadas por lavanderías industriales, y muchas lavanderías pequeñas propiedad de familias chinas que hacían un trabajo impecable en tiempo record, y entregaban la ropa almidonada, planchada y doblada sin una sola arruga. Y además, blanqueada con añil. 

Los aguateros fueron desplazados por un sistema moderno de tuberías. Los pregoneros, por anuncios, que la introducción de la radio ayudó a amplificar. Pero su memoria persiste.

La Habana no fue solo la ciudad de los salones y los cafés. Fue también la ciudad de los patios, los callejones, los pregones. Y en esos espacios, los oficios invisibles sostuvieron la vida con dignidad.

Por Gina Picart

SST

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