En estos tiempos en que el más grosero materialismo es como la lengua de un gigantesco oso hormiguero que se va lamiendo todo, en alguna que otra ocasión oímos hablar del amor platónico, y siempre entendido como un amor imposible, en el cual, donde por añadidura, no hay sexo. Hermosa, pero lamentable equivocación.
Platón
pertenecía a la nobleza, recibió la educación de un miembro de la clase alta
ateniense y era un hombre de gran belleza física.
Como
su nombre indica, el amor platónico surge de una especie de teorización del
filósofo griego Platón, nacido en Atenas en 427, discípulo de Sócrates y
maestro de Aristóteles, dos de las mentes más brillantes que ha dado la cultura
occidental.
Aristóteles
fue, a su vez, mentor de Alejandro de Macedonia, llamado El Grande, amante
fervoroso de las artes y de la belleza.
En
uno de sus célebres Diálogos, El banquete, Platón
define el amor como el sentimiento que el hombre experimenta ante la belleza
pura en todas sus manifestaciones.
La
belleza era un tema que había obsesionado a la cultura griega desde sus tiempos
preclásicos, y tanto su arte como su literatura, su arquitectura, su poesía y
todas sus ciencias perseguían un ideal de perfección indisolublemente ligado al
concepto de armonía.
Para un griego, nunca algo habría sido
bello de no haber sido armonioso, y nada podía serlo si no era perfecto. La perfección, para la mentalidad griega, se basaba
en cánones muy definidos que, a su vez, se basaban en medidas inalterables,
cuya máxima expresión era para ellos el cuerpo humano.
De
ahí que el amor, según Platón, comenzara
por la admiración ante la belleza del cuerpo, pero se extendía a todo aquello
que estuviera comprendido en ciertos cánones cuya condición primera consistía
en evitar los excesos. Por eso una de las formas del amor platónico tenía
como objeto a las leyes justas y buenas para el bienestar y la seguridad de los
pueblos y los individuos.
La
perfección espiritual era otro objeto de amor, la armónica elevación del
carácter. El concepto, si lo analizamos hoy con nuestra mente pragmática, nos
conduciría a creer que Platón estaba convencido de que se podía sentir amor por
un edificio. Usted podría, por ejemplo, estar profundamente enamorado del Capitolio de La Habana, uno de los seis
palacios más relevantes y arquitectónicamente perfectos del mundo.
Por supuesto que es posible sentir sed de belleza, ansias de armonía, que cuando se ponen al alcance de las personas las pueden hacer mejores, elevar el espíritu, crear éxtasis.
Platón
entendía que la materialización más inmediata de la perfección era el cuerpo,
pero no era el objetivo del amor. El cuerpo como objeto erótico se limitaba al
deseo y consumación sexual entre un hombre y una mujer, pero, en la sociedad
griega anterior y posterior a Platón, la
mujer apenas si era considerada un ser humano, carecía de derechos, de
personalidad jurídica, y era una más entre las propiedades de su padre,
hermanos y esposo, tanto como una espada, un caballo, un buey o un escudo, y
solo un poco más valiosa que un esclavo, por lo que estaba totalmente
excluida de las reflexiones de Platón sobre el amor, que era únicamente un
sentimiento entre hombres. Sin carnalidad tangible, porque no era ese su
objetivo. La mujer estaba para saciar los deseos de la carne; el hombre, los
del conocimiento y el espíritu. (Gina Picart)