De cuando el café llegó a Cuba (III parte)

Traídas las semillas o las plántulas desde República Dominicana en 1748 por el comerciante José Antonio Gelabert, de referencia habanero, pero cuyo apellido hace suponer que era catalán, los primeros cultivos del grano se iniciaron en Cuba en la zona del Wajay y Artemisa, para luego extenderse por la región central del país.

Curiosamente, los primeros usos que se le dieron al café en la mayor isla de las Antillas parecen haber sido medicinales. Se sabe que los médicos y boticarios lo recomendaban, junto con el tabaco, el ron y algunos caldos de vinos añejados en las cavas de las mansiones coloniales, como panacea contra todos los males del cuerpo y el espíritu.

También es probable que en esa época ya en territorio cubano algunos hacendados sembraran cafeto para su uso propio.

Cuando en 1762 fue tomada La Habana por las tropas inglesas, se abrieron en La Habana las primeras casas de café. El primer establecimiento para su venta -acabado de colar- fue el Café de la Taberna, situado en la Plaza Vieja, en la esquina de la calle Merced.

En los años 1880-1900, se abrieron más en Matanzas, Caibarién, Cienfuegos y Camagüey.

Los cafetaleros franceses arribaron a las montañas de Oriente, huyendo de la revolución negra de Haití, donde tantas cabezas francesas rodaron y no precisamente en la guillotina, sino bajo los machetes de las hordas de esclavos rebeldes.

Aquellos hacendados galos encontraron el clima de esas montañas ideal para el cultivo del café, y pronto las cubrieron de grandes, medianos y modestos cafetales.

Algunos de ellos se habían unido sentimentalmente a mulatas esclavas o libertas. Entre los transgresores hacendados se encontraba el ciudadano alemán Cornelio Sochay, propietario de la célebre hacienda Angerona, casado con Úrsula Lambert, mulata haitiana de gran refinamiento que vino a Cuba, huyendo de la revolución esclava en su tierra natal.

Esta pareja tuvo una historia de amores hermosa y difícil, que terminó con la muerte de él y la prisión de ella, y fue inmortalizada en el filme Roble de olor, del cineasta cubano Rigoberto López. Algo semejante ocurrió en otro cafetal, La Isabelica, que tuvo mejor suerte.

No solo la Sierra Maestra y el macizo Sagua-Baracoa ofrecían indicadores de altura, temperatura y humedad propicios para la siembra de este grano. También eran propicios el Escambray y las Sierras del Rosario y de los Órganos.

Es a partir de este momento que el archipiélago cubano se inserta en el mercado cafetalero internacional.

El mantenimiento de la esclavitud proveía de la mano de trabajo necesaria para el desarrollo de Cuba como potencia en materia de este grano.

En 1827, el país ya disponía de más de dos mil cafetales. Décadas más tarde, se había convertido en uno de los mayores exportadores de café a nivel mundial. Los cafetales cubanos eran tan hermosos y echaron raíces tan profundas en la cultura nacional que algunas de sus ruinas han sido declaradas Patrimonio de la Humanidad por la Organización de Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura. (Gina Picart)

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