Siempre he dicho que mi relación con la música es la de una amante fiel, totalmente entregada a su culto, pero carezco de formación teórica porque yo me dediqué, primero, a la pintura y la escultura, y después a la literatura. Como autodidacta, he estudiado muchos y muy diversos temas, pero lo dicho: la música es para mí el mayor placer del alma. Estoy muy lejos de ser una musicóloga.
De lo que sí estoy más cerca de lo que parecen estarlo muchos cubanos es de la conciencia absoluta de que La Habana es un puerto de mar. Para quienes eso solo significa que entran y salen barcos y tenemos una bahía y un Malecón, tengo el deber ineludible de aclararles que esos datos no son más que el aspecto exterior del fenómeno que significa ser un puerto de mar. Es apenas el traje, lo que los ojos ven a la primera mirada, pero… un puerto de mar es, por sobre todas las cosas, un sitio de encuentro, cruce y fusión de razas, religiones y culturas. Y en el caso de La Habana, quiero que los habaneros jamás olviden que nuestra capital, además, fue durante siglos el punto de tránsito obligado para las flotas del Viejo Mundo hacia el Nuevo, y no solo para la de Indias, pues estamos a medio camino entre los dos hemisferios del planeta que le tocó a España reunir.
Guste a quien guste y disguste a quien disguste, los puertos de mar son, en todo el planeta, los principales difusores de cultura, y por supuesto, de música. Pongo un ejemplo: aunque muchos historiadores sostienen que el jazz vino a esta isla con soldados negros de Lousiana que formaban parte del primer Ejército interventor estadounidense que pisó nuestra tierra, lo cierto es que el jazz se originó en Cuba. Y lo mismo vale para el tango, que aunque haya definido su fisonomía en la cuenca rioplatense, tiene su raíz en el tango congo, tan influyente en la aparición de varios géneros musicales que viajaron de Cuba hacia el mundo, entre estos la habanera.
No voy a golpearme en el pecho ni a verter ceniza sobre mi cabeza por haber delirado primero con Los Beatles antes que con las músicas del mundo. Yo fui parte de la generación en que me tocó ser adolescente y joven. Pero el camino de la vida desemboca en muchos sitios, y así, yo me emocionaba desde niña con La paloma, sin saber que es una habanera ni que la compuso un vasco de nombre Iradier.
Guardo un recuerdo muy profundo, muy delicado, de una tarde en que, todavía adolescente, se la escuché en el muelle de Regla a un anciano negro y ciego que se acompañaba con una latica vacía y un palito, solo, sentado en un pivote del espigón, bañado por esa luz de atardecer que es naranja como el oro de los tristes, y tan hermosa. Yo cargaba entonces una pena de amor y estaba inconsolable. Mi enamorado se había ido muy lejos. ¿Qué otra cosa podía enviarle yo que aquella canción? Bendita sea la memoria.
Pero mi habanera preferida es cubana. Aunque nuestro hermano pueblo mexicano, con el que nos unen tantos vasos comunicantes, reclame la autoría para el compositor azteca Felipe Arriaga, nacido en 1937, los trovadores cubanos María Teresa Vera y Ángel Hierrezuelo la grabaron en La Habana a principios de la década del 30, por lo que Arriaga no pudo haberla compuesto. Pero tampoco lo hicieron los dos cubanos, ya que esta habanera la cantaban los mambises en nuestras Guerras de Independencia.
¿De dónde vino, quién la creó? El mar la llevó y la trajo o al revés, no hay otra explicación, y no importa mucho de dónde o desde dónde. Lo que más vale de ella es su letra de siniestra belleza: una criolla tiene amores con un soldado español destacado en Cuba. Se citan cada noche al pie de la ventana de la joven, protegidos por la oscuridad, probablemente porque los padres de la amada no habrían aprobado aquella relación. Cada vez que se despiden, la joven llora por temor de que su novio no vaya a presentarse a la próxima cita, y él la consuela con ternura asegurándole que siempre regresará junto a la reja donde sus manos se encuentran. Un día, el joven soldado pierde la vida. La muchacha, nerviosa, espera en vano en su ventana y llora, pero de repente una sombra, en la que no tarda en reconocer a su adorado, se presenta ante ella, pálido. Las manos de los amantes se entrelazan y ella percibe la frialdad de aquellos dedos sin color que se unen a los suyos. Permanecen juntos hasta que asoma la aurora y, al primer toque de diana que se deja oír desde el vivac del soldado, la sombra se desvanece en la neblina del amanecer.
La paloma es cantada por el negro viejo y harapiento que, sentado sobre un taburete, guarda, cual Cerbero humano, el acceso a un sótano donde tiene lugar una representación teatral clandestina, bajo unas ruinas de La Habana Vieja durante el llamado Período Especial (crisis económica de la década de los años 80 del siglo XX). La escena pertenece a mi novela La casa del alibi, publicada por la editorial Letras Cubanas.
Netembi, una adolescente africana y esclava preferida de la esposa del capitán general de la isla, casada en el cabildo de Changó Teddum, es una espía de la Conspiración de la Escalera en el Palacio de los Capitanes Generales. Pero se enamora de un joven soldadito español. Es, de ambas partes, un amor puro y sin malicia, pero cuando la Conspiración es descubierta y comienza la atroz venganza de las autoridades coloniales contra los negros, la joven es seguida por su marido y descubierta durante una de sus citas con su enamorado. De inmediato se vuelve sospechosa de delación ante los ojos de los conjurados. En su última cita, ella llega a los arrecifes, pero su amante no se presenta. De regreso al Palacio de los Capitanes Generales, mientras la temblorosa joven se desliza sigilosa entre las columnas, la sombra del amado, pálida y bañada en sangre, se le presenta y le reitera su promesa de regresar siempre junto a ella. La joven desaparece, y su cuerpo macheteado por enviados del cabildo es lanzado al mar y devorado por los peces. Cuento esa historia en mi relato La esfera de oro. Me lo inspiró María Teresa Vera. Tan fuerte es su interpretación de esa canción que las imágenes saltaron de su voz a mis cuartillas y cobraron vida.
El tiempo ha pasado y he escuchado muchas habaneras, tanto cubanas como españolas. Hace unos años mi hija, ferviente buscadora de las músicas del mundo, encontró un video de la cantante y compositora catalana Silvia Pérez, a quien no conocíamos, y nos quedamos deslumbradas, más bien estaqueadas —como Horacio en Rayuela— ante el impacto emocional que nos causó su voz interpretando canciones de Joan Manuel Serrat. Pero ella también canta habaneras.
Silvia es hoy una de las cantantes más reconocidas de España; se ha presentado en Estados Unidos, Estonia, Bulgaria, Suecia, Dinamarca, Alemania, Argelia, Túnez, Bélgica, Holanda, Croacia, Hong Kong, Reino Unido, Francia, Portugal, Noruega, Italia, Turquía, Argentina, Chile, Uruguay, México, Brasil y Japón.
“Cuba es parte de mi mapa emocional”, ha declarado. Su padre, investigador de habaneras, viajó a la isla varias veces durante 22 años. Buscaba canciones anónimas o desconocidas. Ella le acompañó en 2010 en su primera visita, pero luego repitió la experiencia y ya ha ofrecido dos conciertos en Cuba, que no han tenido la divulgación ni la trascendencia que merecen dado lo que representa la habanera para nosotros y, además, por la significación de esta joven artista en la escena internacional.
Como género musical, la habanera es de una tremenda complejidad, y entre las muchas anécdotas que existen alrededor de ello sobresale la de un intérprete francés de gran renombre, violinista por más señas, quien confesó a un amigo cercano que había pasado mucho tiempo intentando descifrar el esquema melódico de una habanera que había escuchado en Las Habana, tocada, también al violín, por un negro que “no conocía ni una nota musical”.
El lector sabrá excusarme por dejar en manos más sabias que las mías la explicación técnica de las complejidades de la habanera, para lo cual puede dirigirse a muchos sitios de Internet, pero tal vez lo mejor sería leer los escritos de la musicóloga Zoila Lapique sobre el tema.
Si nació de un mestizaje entre la contradanza y el tango congo, con ingredientes de otras fuentes, como suele suceder con todo manjar gourmet ya sea de la boca o del espíritu, es más que evidente, es incontestable que cuando se dice en cualquier parte del mundo “habanera”, y se escuchan compases no importa de qué procedencia, la imagen de Cuba está presente.
Estudiosos afirman que el género musical habanera se originó en Cuba en la primera mitad del siglo XIX. La primera documentada se tituló El amor en el baile, de autor anónimo y publicada en el periódico literario habanero La Prensa el 13 de noviembre de 1842, de la cual le ofrecemos el siguiente fragmento:
Es por eso que, aunque hoy casi olvidada en la tierra que la vio nacer, suplantada por otros géneros musicales como el son y el danzón, más tarde por el bolero y la salsa y finalmente por el reguetón, la habanera, canción romántica, triste, sobre amores desgraciados, penas y pérdidas de la esperanza, será por siempre una marca distintiva de cubanía y, dentro de la cubanía, un sello indeleble de La Habana.
Valga, y valga muchísimo recordarlo en este nuevo aniversario de la villa de San Cristobal que, pese a todos los embates que la historia le ha deparado, continúa en medio del Caribe como un lugar de encuentro de humanos de todas partes con sus culturas, su música y sus pieles de cualquier color, como debe, como tiene que ser cualquier ciudad que goce del don extraordinario de ser un puerto de mar. (Gina Picart)