Los filmes Muerte en Venecia, del director italiano Luchino Visconti, y Las alas de la paloma, del inglés Iain Softley, tienen puntos de contacto y en ciertos aspectos se complementan, al extremo de que interrogantes puntuales provocadas por aquella encuentran posibles respuestas en esta última.
En primer lugar, los protagonistas mueren en Venecia, hecho tan reiterativo en la literatura y en el cine que justifica cuestionar si acaso el acto de morir en esa ciudad tendrá alguna significación especial (un núcleo arquetípico tal vez) que opere en niveles profundos de la psiquis.
En segundo lugar, ambas películas se basan en novelas,[1] lo cual invita a comparar el trabajo de guión realizado en cada una y revivir el viejo debate sobre la dosis de fidelidad que una adaptación cinematográfica debe a su matriz literaria. En tercer lugar, los dos filmes comparten la estética del Art Nouveau, poseen facturas depuradísimas y son deudores de referentes provenientes de las artes plásticas. En cuarto lugar, interesa descifrar los códigos simbólicos empleados por cada realizador.
Y por último,
en algunos momentos de estos textos se aprecia de forma ilustrativa un fenómeno
de gran importancia en los planos conceptuales de la obra de arte: un creador
puede no ser consciente de los niveles de intelección más profundos de sus
imaginarios, y ello crea ambigüedades que a veces devienen espacios de
silencio, líneas de fuga, «zonas erróneas» que dejan intuir un más allá
de la escritura. El desaparecido crítico de arte Rufo Caballero los llamó puntos
de indeterminación. Rufo defendía la hipertelia de casi cualquier texto, y
pensaba que muy pocas obras son hortus conclusus al extremo de impedir
al receptor hallar fisuras por donde inmiscuirse y expandir la historia hasta
límites insospechados. Esa certeza le indujo a aventurarse en la prosa de
ficción con su libro de relatos Seduciendo a un extraño, donde
«intervino» diversos filmes que le interesaban por su propuesta estética y su
impacto emocional, entre los cuales se encuentra Muerte en Venecia.
Además de establecer vasos comunicantes entre los
filmes que me propongo analizar, me interesa, al abrigo de la libertad
especulativa que permite el ensayo, ofrecer propuestas de reinterpretación
sobre cuestiones muy puntuales: ¿Tienen ambos filmes un problema artístico
común? ¿Cuál es el significado implícito en el acto de morir en Venecia?
La Muerte en Venecia
Vivía en Bagdad un comerciante llamado Zaguir, quien tenía un joven
sirviente, Ahmed, a quien apreciaba mucho. Un día, mientras Ahmed paseaba por
el mercado se encontró con la Muerte, que le miraba con una mueca extraña.
Asustado, echó a correr y no se detuvo hasta llegar a casa. Una vez allí le
contó a su señor lo ocurrido y le pidió un caballo diciendo que se iría a
Samara para escapar de la Muerte. Zaguir no tuvo inconveniente en prestarle el
caballo más veloz de su cuadra, y se despidió diciéndole que si forzaba un poco
la montura podría llegar a Samara esa misma noche. Cuando Ahmed se hubo
marchado, Zaguir se dirigió al mercado y al poco rato encontró a la Muerte
paseando por los bazares.
–¿Por qué has asustado a mi sirviente? –preguntó a la Muerte–. Si tarde o
temprano te lo vas a llevar, déjalo tranquilo mientras tanto.
–No era mi intención asustarlo –se excusó Ella–, pero no pude ocultar la
sorpresa que me causó verlo aquí, pues esta noche tengo una cita con él en
Samara.
En 1908, Thomas Mann y su esposa, Katia visitaron, Venecia y se alojaron en El Lido, en el Grand Hotel des Baines, donde veraneaba una familia polaca cuyo hijo adolescente era tan bello que el escritor, hombre maduro, sucumbió a su seducción y «solía contemplarlo embelesado»[2].
El cólera, una amenaza para la ciudad en la estación cálida, hizo que el
matrimonio Mann regresara apresuradamente a Berlín y la aventura quedó trunca,
pero inspiró al escritor su célebre novela La muerte en Venecia (1911),
historia de Gustav von Aschenbach, un literato adscrito a la estética apolínea
y la moral burguesa, quien cree percibir en el joven Tadzio el canon de la
Belleza clásica y concibe por él una pasión incontenible. Mientras se debate
entre su habitual sometimiento a una existencia tranquila aferrada a
disciplinas extenuantes y el deseo naciente de libertad renovadora, persigue en
silencio un día tras otro al amado y su familia, por una Venecia asfixiante y
laberíntica sobre la que el cólera exhala su aliento putrescente, hasta que la
muerte lo sorprende a la orilla del mar, justo en el mismo lugar desde donde
acostumbraba contemplar al objeto de su deseo.
Visconti y su guionista Badalucco convirtieron al
Aschenbach escritor de la novela en un compositor musical y resucitaron a su
esposa (en el original el artista es viudo). Omitieron muchas escenas iniciales
del texto –entre las que se encuentran aquellas donde Mann describe in
extenso el estado interior de Aschenbach al principio de la historia y su
encuentro fortuito en Berlín, en el muy sugerente marco de un cementerio, con
un forastero cuya sola apariencia enciende en su alma unas ansias muy fuertes
de viajar[3]–,
para iniciar el filme con la neblinosa imagen del vaporetto que conduce
al protagonista rumbo a Venecia, un comienzo más adecuado al lenguaje
cinematográfico y preñado de contenido simbólico (enlaza dos elementos, el viaje
y el mar, en una estructura arquetípica bien definida: el viaje a
través del mar, metáfora de la muerte). Introdujeron el personaje del
asistente de Aschenbach para crearle a este una apoyatura dramática que
permitiera resolver en diálogos las extensas disquisiciones de un Mann omnisciente
sobre música y arte. Y transformaron un simple gesto de Tadzio, que aparece
casi al principio de la novela (el joven en traje de baño, los pies hundidos en
la espuma de las olas, señalando con su brazo al infinito), en esa impactante
alegoría que equipara la escena final de la película con el cierre climático de
una sinfonía wagneriana. En términos generales, emplearon una técnica de
adaptación bastante tradicional, y llevaron la novela a la pantalla casi con
total fidelidad.
¿Por qué eligió Visconti un texto eminentemente literario, poco
avenido con el lenguaje del cine y donde en apariencia nada ocurre? Tal vez
porque la historia le era afín por su propia homosexualidad y su filiación
marxista, que le indujo a ser muy crítico con la burguesía. El tratamiento dado
por Mann en sus novelas a la decadencia de esa clase social era un tema
atractivo para el director italiano, como demuestra la recurrencia del tópico
en su filmografía. Sin embargo, algunos críticos y especialistas coinciden en
que la pasión homosexual, si bien es el eje del argumento, no constituye el
problema artístico fundamental del filme ni tampoco el de la novela. También
hay consenso en que esta y la película no son las expresiones más ilustrativas
de las posturas ideológicas de sus respectivos creadores. Se ha dado por
sentado que el enfrentamiento entre dos categorías estéticas, lo apolíneo y lo
dionisíaco,[4]
devenidas estilos antagónicos de vida, es el verdadero problema artístico de La
muerte en Venecia -como explicita el propio Mann en el texto- y su
versión cinematográfica. Pero ¿sería posible que ello no revelara más que la
punta del iceberg?
El artículo La encabeza el título de la
novela. Este detalle lingüístico no ha sido, creo, suficientemente atendido,
pero podría hacer una diferencia conceptual capital al otorgarle individualidad
a la Muerte, confiriéndole un protagonismo fuera de toda duda en la narración.
La acción sustancial de la historia contada no sería entonces el acto de morir
en Venecia, sino el hecho de que la Muerte está en Venecia. La nada
sutil diferencia podría cobrar un significado inquietante a la luz de otras
marcas reveladoras presentes en el texto, como son la delgadez y el aspecto
enfermizo de Tadzio, denotados con un énfasis que demanda más atención de la
que se le suele prestar (Aschenbach llega a especular sobre la posibilidad de
una anemia que parece confirmada por la opacidad del esmalte en la dentadura
del adolescente, y le vaticina una breve vida). ¿Cuál habrá sido la
intención de Mann, venerador del arte grecolatino, al endilgarle a un personaje
canónico y sublime semejante mácula ominosa, demasiado humana, que
atenta de modo casi impúdico contra el arquetipo de Belleza que Tadzio encarna?
Si, vista desde la óptica del Romanticismo, la cercanía de la muerte nimba a la
belleza de un aura aún más sublime y apetecible, para el hombre del siglo xx
ese código puede ocultar otras claves, lo que lleva a una pregunta: ¿Es Tadzio
únicamente un oscuro objeto del deseo, un simple detonante de inhibiciones
eróticas…? Si seguimos la lógica de la historia en sí misma, la respuesta sería
sí, pero… ¿y si Visconti hubiera percibido algún cifrado en la
escritura de Mann que escapara (o no) al propósito consciente del novelista,
como tan a menudo suele suceder en los resbaladizos territorios de la creación
artística? Esta sospecha nace de dos elementos: el primero es la cámara
fotográfica que aparece abandonada a la orilla del mar al final de la historia,
en la escena, donde Aschenbach agoniza escarnecido por el tinte de cabello que
se licúa sobre su rostro, mientras el efebo, medio sumergido entre las olas y
envuelto en una neblina misteriosa, señala al horizonte. ¿Quién –o qué– espía
tras el lente? Esa cámara, que tal vez no pasó de ser un objeto presente
en la playa real y que Mann, adscrito a la corriente literaria del realismo,
habría incorporado en su escritura, adquiere una significativa connotación en
el contexto simbólico de la obra, lo mismo que el gesto recontextualizado de
Tadzio, que tanto ha intrigado a críticos y espectadores. En la novela, ese
gesto per se no parece ser más que una de las tantas poses escultóricas
que la pequeña vanidad de Tadzio adopta para incentivar el interés de su
amador, pero Visconti lo cambia de lugar para estructurar en otros planos el
discurso simbólico de las últimas imágenes de su película, con lo que otorga a
esa postura del efebo una más profunda –e inexplorada– dimensión. El gesto se
suma entonces a la hermenéutica en torno a eso indefinido que advierte
Vargas Llosa en su breve ensayo sobre el tema: «Leído y releído una y otra vez,
siempre se tiene la inquietante sensación de que algo misterioso ha quedado en
el texto fuera del alcance, incluso, de la lectura más atenta». Esta
apreciación torna menos fabulatoria la hipótesis de que Visconti halló un
código escondido en la novela de Mann y lo llevó hasta sus últimas
consecuencias.
Sería ingenuo restar importancia al peso del
conflicto homosexual tanto en la novela como en el filme. A la luz de ciertas
confesiones epistolares del propio Mann a un amigo, resulta obvio que el axis
mundi que sostenía el universo personal del escritor, se tambaleó
peligrosamente bajo el peso de aquel encuentro en Venecia. Tadzio fue para Mann
como esos fresones en sazón que el autor hace comer a Aschenbach –simbiosis del
propio Mann y del compositor Gustav Mahler–[5]
durante sus persecuciones casi rituales del niño ansiado por el laberinto de la
ciudad.
Un referente muy ilustrativo de la simbología de las fresas
puede hallarse en el tríptico del Bosco El jardín de las delicias, donde
esa fruta representa el deseo carnal desatado, la tentación de paladear el
cuerpo del Otro, los órganos mismos de la cópula y la turgencia genital en
plena hybris. El hambre de Tadzio que agita a Aschenbach, aunque
tributaria de la cultura, es consustancial con la idea del pecado en tanto
trasgresión; por ello los fresones adquieren una connotación doblemente
pecaminosa en consonancia con los códigos morales del cronotropo de la novela:
emponzoñan el alma con pensamientos impuros y el cuerpo con el vibrión del
cólera. Pero limitar al conflicto homosexual todas las potencialidades de la
historia sería un acto de volición reduccionista.
Tampoco la intención de hacer crítica social parece una candidatura fuerte
para constituir el problema artístico de la historia, no solo porque no se
puede minimizar el tremendo impacto de la vivencia emocional que inspiró la
novela, sino porque existiría cierto desfase temporal en la caracterización de
Aschenbach, quien parece corresponder a un tipo de burgués que ya no existía o
había dejado de operar de modo significativo en la sociedad alemana de la época
en que fue escrita la obra, según parece desprenderse de una carta que le envió
a Mann su hermano Heinrich:
¿Pero desde qué sueños estás hablando? ¿De qué años eres, cuándo y
dónde vivías? Observas al pasar que la palabra bourgeois ha sido
internacionalizada por la época capitalista ¿Pero sabes exactamente que la
propia cosa, que el propio bourgeois se ha internacionalizado, que en
Alemania está en su casa, como en cualquier otra parte? ¿Has estado durmiendo?
¿Se te ha pasado por alto, mientras dormías, la evolución del burgués alemán
–mejor dicho, su transformación directa y como producida por la varita de
Circe–, su deshumanización y su desespiritualización, su endurecimiento para
convertirse en el burgués capitalista-imperialista? El burgués duro, eso es el bourgeois.
Ya no existe el burgués espiritual. Hablas de épocas ya pasadas, en todo caso
1850, pero no de 1900… ¡Míralo a tu burgués alemán actual, a ese propietario
imperialista de minas, que no vacilaría en sacrificar mil personas, y aún
el doble, con tal de […] convertirse en el amo del mundo. Te lo repito, has
estado durmiendo, sigues durmiendo, estás hablando en sueños.
Visconti pudo reflejar en su película sus ideas marxistas sobre la alta burguesía sin violentar el original de Mann, porque tal crítica ya estaba implícita de un modo tangencial en ese micromundo del Hotel des Baines vocinglero, decadente y pretencioso, pero los portadores de tal crítica no pasan la prueba de acreditación, pues ¿quiénes son?: un grupito de músicos facinerosos concebidos en tesitura expresionista para reducirlos a una condición subhumana, mal trajeados, embadurnados como payasos, cantando canciones obscenas con una mímica que se va tornando cada vez más indecente, hasta desembocar en la falsa reverencia servil y el gesto de burla del cómico principal, quien, a manera de despedida, saca la lengua a aquella concurrencia refinada a la que escarnece desde la hondura de su miseria. Rufo veneraba (y comprendía) esas imágenes. Él escribió en uno de sus más lúcidos y hermosos artículos sobre cine: «Ciertamente, hay matices repulsivos y rebajadores en la caracterización de los músicos populares, pero desde allí, desde ese sitio inferior conferido por la mirada de Aschenbach (¿y de Mann?) ellos logran burlar el cerco de la alta cultura que prevalece en el hotel, y que para los músicos populares, supone no más que una representación.» Estoy de acuerdo con Rufo, pero, aunque antológica, se trata de una escena breve y no es posible ignorar que durante el resto de la película, Visconti trata todo el tiempo a sus burgueses y aristócratas con una exquisitez que parece provenir de una nostalgia inconfesada tanto como de un conocimiento profundo de ese mundo que era, también, el suyo.[6]
La tensión del protagonista entre los modos apolíneo y dionisíaco, devenidos
actitudes existenciales, es una propuesta muy sólida como estructura dramática
de la narración, no solo porque está explícita en el texto, sino porque Mann
estaba profundamente interesado en esa contradicción que no solo es estética,
sino también de una filosofía trascendente. Como hombre y como artista, se
debatía en la necesidad de elegir entre la praxis resignada y esterilizante de
la sophrosyne y la extática entrega a la hybris, a la que, tal
vez, consideraba la única fuerza capaz de activar el (¿su?) numen
creador. Lo dejó perfectamente formulado en el fragmento de uno de los Diálogos
de Platón que introdujo en la novela, al que sometió a un asombroso trabajo
de intertextualidad para exponer su propia tesis de forma concentrada,
encapsulada en unas cuantas líneas. Pero, aún más lo demuestran sus Diarios personales,
donde cada página revela el vacío insulso y repetitivo de su pequeña vida
personal.
Pero si ni la violenta pasión homosexual de Aschenbach por Tadzio, ni la
crítica social, ni la oposición entre Apolo y Dionisos funcionan como problema
artístico fundamental de la novela y del filme, entonces, ¿hacia dónde dirigir
la búsqueda?
No pretendo descartar esas lecturas, pero la que propongo ahora hinca sus
raíces en un sustrato más profundo. ¿Podría tratarse de una parábola sobre la
inexorabilidad del Destino? Aschenbach y sus conceptos sobre el arte y la vida
están exhaustos y nada puede fecundarlos ya. La Muerte ha señalado con su mano
descarnada a este artista sin savia vital[7] ni creadora, y va atrayéndole desde
el comienzo de la historia hacia el final que le tiene preparado, pues ¿quién,
si no, era aquel forastero del cementerio que le insufló con tanta intensidad
el ansia de viajar? Esta referencia suprimida por Visconti podría contener el
fermento germinativo de la historia, su médula, su tema principal o como se
prefiera llamarle, aunque, desde luego, no excluye otras implicaciones. Si
subsistiera alguna duda en torno a la sustancialidad de mi propuesta, sugiero
remitirse al ridículo anciano confundido entre un grupo de jóvenes y maquillado
como una máscara de carnaval (muy en el estilo de
Venecia), quien, en la cubierta del vaporetto, da la bienvenida a Aschenbach en varias lenguas, contoneándose borracho mientras mima salutaciones cortesanas con un sabor farsesco. Imagen del vigor engañoso con que se enmascara la decrepitud, este personaje esuna clara alegoría del decadente esplendor de la ciudad, pero, en un nivel más profundo de la estructura arquetípica a la cual pertenece, es una personificación de la Muerte, quien recibe a Aschenbach bajo un disfraz que oculta –y a su vez anuncia– la inminente disolución de la carne. Imposible imaginar un sarcasmo más cruel: como en la parábola sufí, el criado y la Parca tienen cita en Samara. Y si aún no bastara lo dicho, hay que preguntarse por qué Mann hace beber a Aschenbach durante uno de sus paseos una copa de zumo de granada, fruta de Proserpina, esposa de Plutón, rey del Hades e hija de Ceres, quien fue a buscarla a los Infiernos en un viaje tan tenebroso como el de Orfeo en busca de Eurídice, pero no pudo traerla de vuelta a la vida porque Plutón le había dado a comer una granada, y quien come o bebe un alimento del Infierno ya está condenado al reino de la Sombra. Y ya situados en esta coordenada, vuelve la pregunta que contiene las claves de esta última interpretación: ¿Quién es, en realidad, Tadzio, y qué representa en el espeso constructo simbólico de Visconti?
Menos conocida que Muerte en Venecia, y con un
director sin los imponentes blasones del italiano, esta película presenta una
factura impecable, una imponente recreación de época y memorables actuaciones. Las
alas de la paloma (1997) mereció cuatro nominaciones al Oscar por mejor
actriz, mejor guion adaptado, fotografía y diseño de vestuario, y otros premios
y nominaciones no menos importantes en otros certámenes.[8]
Basada en el melodrama homónimo del escritor inglés Henry
James, la película cuenta una historia de amor y traición: Kate Croy (Helena
Boham-Carter), hija de una aristócrata y y un villano fumador de opio, es
rescatada por su tía rica, quien pretende casarla con algún caballero de su
clase, sin saber que ya Kate se ha involucrado en una pasión con Merton, un
periodista pobre e idealista (Linus Roach). En el cerrado círculo aristocrático
donde transcurre la nueva vida de Kate, aparece una joven millonaria
norteamericana, Millie Theale (Allison Elliot) bella, refinada y víctima de una
patología terminal. Entre las dos muchachas se entabla una amistad, al tiempo
que Millie se enamora de Merton. El trío decide ir a Venecia en viaje de
placer, y Kate concibe un plan: Merton debe seducir a Millie y casarse con ella
antes de que muera, para convertirse en heredero de su inmensa fortuna y
conseguir, con ese golpe de mano, un ascenso en la escala social que permita a
la pareja vivir su amor libre de las exigencias de la vieja tía. Pero su plan
fracasa, porque la grandeza moral de Millie (y su belleza nada decadente) tocan
fibras profundas en el alma de Merton, quien termina por repudiar la intriga
mezquina de Kate y, una vez muerta Millie, descubre que se ha enamorado de su
recuerdo.
Como Mann, James también utilizó para sus protagonistas el simbolismo de los nombres: Aschenbach significa arroyo de cenizas o cenizas al arroyo, imagen muy en consonancia con el ánimo decadente y el intelecto ya estéril del personaje,[9] mientras que los apellidos de la heroína y la antiheroína de James –Theale y Croy– significan, respectivamente, paloma y cuervo, en clara alusión a la cacería de un ave luminosa, pura y cargada de simbolismo cristiano por su depredador, el cuervo negro y rapaz. Ambas obras transcurren casi en la misma época, y con un poco de imaginación hasta es posible fabular sobre si Aschenbach, Tadzio, Kate, Millie y Merton pudieron haber coincidido todos en esa misma ciudad de la que cada filme ofrece un rostro tan diferente: refinada, asfixiante y laberíntica en Muerte en Venecia, con un mar desangelado que se resuelve en nieblas y una grisura sin matices; sensual, fastuosa y colorida en Las alas de la paloma.
Si en Muerte en Venecia salta a la vista la semejanza de los decorados
Art Nouveau del salón principal del Hotel des Baines con óleos de Solomon
Joseph, Tissot y otros artistas
de la época, la misma estética impera en los salones de las
mansiones aristocráticas y los palazzos de Las alas… En algunos
fotogramas de esta última se percibe, además, la influencia sutil de ciertos
pintores prerrafaelitas, en especial Alma Tadema. Hay varias tomas muy breves
del trío protagónico en exteriores de Venecia,[10]
en las cuales resulta evidente su inconfundible tratamiento de la figura
femenina y de la luz.
Y no es casual que en una de las pocas escenas de Las
alas… en que Boham-Carter se encuentra a solas consigo misma y realmente sufre,
lo haga frente a un gran espejo redondo y vistiendo una túnica bermellón, en
una pose similar de algunos óleos del prerrafaelita Rossetti.[11]
También los elementos del conjunto recuerdan a dos de las muchas versiones
pictóricas de una antigua leyenda del ciclo artúrico, la dama de Shalott,
pintadas por William Watherhouse, otro miembro de la Hermandad, e inspiradas en
un hermoso poema de Tennyson.[12]
El uso del color es muy interesante en ambos filmes: mientras en Muerte
en Venecia se inclina más a los pasteles cálidos y a cierta gama de sepias
y grises diluidos, en Las alas… predomina una gama fría
para interiores, pero una paleta de tonos vivos y luminosos en la Venecia
exterior. Cuando se sabe que Helena Boham-Carter es conocida en los medios
cinematográficos por ser una aristócrata de cuna a quien apodan «la reina del
corsé», debido a sus magistrales interpretaciones de damas decimonónicas
ataviadas con trajes oscuros, podría pensarse que los tonos fríos de las decoraciones
están concebidos para apoyar su caracterización como Kate la cuerva,
pero una investigación más profunda en torno a la cronología de la trama
mostrará enseguida que eran colores muy propios de cierto momento del Art
Nouveau, como el azul cobalto vivo, que también aparece en las decoraciones del
Hotel des Baines. Mientras los tonos azules y grises remiten a lo
invernal, el bermellón es color de pasión, como el rojo encendido de los
fresones lúbricos que refrescan la boca sedienta de Aschenbach durante sus
desesperadas cacerías de Tadzio. Hay, pues, una clave simbólica muy sutil tras
todos estos detalles.
En ambas obras la pasión central es platónica y
nunca se consuma, pues aunque en Las alas… haya tórridas escenas de sexo
entre Kate y Merton, este y Millie, como Tadzio y Aschenbach, jamás llegan
siquiera a rozarse. Aschenbach y Millie, convertidos en mendigos emocionales
por obra y desgracia de pasiones no correspondidas, recorren de arriba abajo
sus Venecias personales, empeñados en persecuciones y búsquedas interminables
de sus respectivos amados, chapoteando en el lodo, aspirando el cólera o
destrozándose los pulmones bajo la lluvia, pero los cuerpos ardientes de deseo,
aunque se encuentren e incluso lleguen a aproximarse más de lo permisible,
jamás entablan un auténtico diálogo carnal.
A pesar de tantas confluencias, hay en ambos filmes
una diferencia capital en el planteamiento del conflicto, que los convierte en
enantiomorfos: Aschenbach y Millie Theale acuden a Venecia en busca de una
revitalización, mas encuentran la muerte, pero mientras el primero comienza su
periplo desde una acrisolada virtud burguesa y termina encenagado en sus
instintos, la segunda, quien ya era límpida cuando alza su metafórico vuelo de
ave herida, llega a alcanzar, mediante el amor, un estado superior del
espíritu. La búsqueda de Aschenbach lo precipita al abismo y muere de su
pasión, mientras Millie se sublima en la suya y logra la ascensión.[13]
Dos movimientos completamente inversos pero que apuntan hacia una misma
intención: el ansia de consumar la comunión con el espíritu mediante la
devoración de la Belleza (de su transustanciación, como en la Eucaristía), a la
vez que hace de ella un escudo contra la disolución como correlato de la Muerte[14].
Ambas actitudes encarnan una lucha arquetípica que transgrede los límites
impuestos a la condición humana. La posesión de la Belleza como manifestación
de la Perfección, y el poder de perpetuar el tiempo de la vida son dones
vedados al Hombre, porque pertenecen a una dimensión superior a donde él no
puede acceder (o, si se prefiere, de la que fue expulsado): el orden de lo
Divino, y quien pretenda cruzar ese umbral no escapará al ajuste de cuentas de
un destino implacable, aunque en el último instante este pueda mostrarse más
severo con Aschenbach, al hacerle agonizar mientras el amado permanece ajeno a
su tragedia; y más clemente con Millie, quien no solo acaba sus días sin que la
sombra de las miserias humanas consiga mancillarla, sino que su sólida
fortaleza interior alza a Merton hasta su altura y le induce a
transformarse en el hombre en cuya superioridad moral ella ha creído, aquel a
quien concede sus últimos sentimientos, purificados y ennoblecidos por la
solemne cercanía del fin.
Mientras el trabajo de adaptación cinematográfica
en Muerte en Venecia fue más bien convencional, y su verdadero aporte
consistió en asignar nuevas funciones a elementos clave para construir un
discurso simbólico que apunta a una dimensión más trascendente que la de la
obra literaria, Softley y su guionista, Hossein Amini, realizaron un
verdadero alarde de osadía en su adaptación de la novela de James.[15]
El texto es denso (decimonónico en el peor sentido del término), impregnado de
ese afán psicologista plasmado en diálogos con los que su autor pretende
construir una galería de retratos etopéyicos de sus personajes; y el suspense
es mantenido sobre el molestísimo (y falaz) recurso técnico de alargar los
parlamentos hasta el infinito, interrumpiéndolos y retomándolos muchas veces, y
haciendo vacilar a los personajes mientras expresan sus ideas, de modo que
pueden resultar necesarias diez páginas antes que un personaje «vomite» lo que
tenía pensado decir cuando entró en la habitación. En la novela casi no existe
la narración directa de los hechos, sino su exposición fría y sin vida por boca
de un personaje a otro. Quien haya realizado –aunque solo sea una vez– un
trabajo de guionista adaptador, puede comprender lo que enfrentó el binomio
Softley-Amini ante semejante original. Pero el inmenso obstáculo fue superado,
y al prescindir de toda la hojarasca verbal y psicológica propia del estilo de
James, amén de eliminar un buen número de personajes secundarios, la película
logró conservar el ímpetu real de la historia, y le confirió una completud casi
mágica. A diferencia de Muerte en Venecia, no hay en Las alas… una
sola escena que reproduzca textualmente su plantilla literaria. La dupla
Softley-Amini devastó el original hasta dejarlo en su médula, para luego
recrearlo a partir de su sustancia primordial. Cito un solo ejemplo: el momento
climático donde Millie, herida por la traición de Kate y Merton y agonizando ya
en su palacio veneciano, recibe a su amado, quien se prosterna ante ella y
solloza arrepentido en su regazo, y Millie no solo le perdona, sino le asegura
que ambos se encuentran por encima de cualquier miseria humana. Imagino a Rufo
disfrutando esa recreación magnífica donde la grandeza moral de la
moribunda alcanza cumbres épico-líricas; pero también imagino al lector
buscando en vano esa escena en la novela, para hallarla fragmentada en un
bosque de diálogos entre Merton y Susan primero y, varias páginas después,
entre Merton y Kate. Las alas de la ploma es uno de esos pocos casos en
que el filme ha superado a su hipertexto de ficción considerado cimero en la
obra de su autor.
¿Qué significa morir en Venecia?
Conocida
como «la ciudad de los canales», Venecia está situada sobre un conjunto de más de
cien pequeñas islas conectadas por puentes, que se extienden por una laguna pantanosa en el mar Adriático, entre las desembocaduras de los
ríos Po, al sur, y Piave al norte. Es, pues, una ciudad lacustre que emerge de
aguas pútridas, donde dos veces al año crece una marea a la que llaman aqua
alta, e inunda los espacios aportando consigo todo lo que significa en el
lenguaje simbólico la brusca emergencia de las aguas inferiores[16]. El sirocco ha desatado allí
pestes arrasadoras. Es un espacio potencialmente infecto donde siempre se
percibe la implosión de la catástrofe. Más de cuatrocientos puentes entre las
islas convierten a Venecia en un laberinto, que Visconti supo explotar en su
película al combinar sucesiones de callejas miserables, rincones, puentes y
brumas en un efecto final verdaderamente claustrofóbico. Softley rechazó esa
aura funeral que emana la ciudad, y dio a su Millie un escenario principesco,
donde puso a brillar su belleza entre edificios y catedrales que hacen de la
ciudad la Perla del Adriático. Un director prefirió las aguas negras, símbolo
de la Muerte; el otro dio su voto al cielo azul, a la riqueza del carnaval, al
esplendor de la vida y el arte y, sin embargo, termina su película en un
cementerio: la isla San Michele, un elemento cuyo tremendo capital simbólico no
puede pasar inadvertido en estas páginas.
La polisemia de la isla es muy nutrida en el universo arquetipal, pero de todas sus significaciones, la más interesante y aplicable al análisis de estos filmes es su carácter funerario. En antiguas edades de Occidente y, en especial, en el mundo celta, existieron las llamadas islas oraculares, siempre custodiadas por un hada; allí recibían sepultura héroes guerreros, sacerdotes y reyes. La de mayor naturaleza mítica era el Castillo en Espiral[17], reino de Arianrod Rueda de Plata, un avatar de la Diosa Blanca, donde hacían estancia las almas antes de pasar a las estrellas. Estas islas-cementerio fueron desapareciendo por diversas razones, pero Venecia conserva dos: San Michele al norte, y Poveglia –con una historia tenebrosa– al sur, frente al Lido y visible desde el Hotel des Baines.
En los primeros siglos de la República veneciana Poveglia fue un mini-Estado que alojaba un convento, hasta que llegó la peste negra a la ciudad. Los cuerpos de sus víctimas eran sepultados allí, y les acompañaban –contra su voluntad– todos aquellos que estuvieran infectados o hubieran entrado en contacto con los enfermos. Se cree que unos 300 000[18] seres humanos fueron incinerados vivos, aniquilados por la peste o enterrados en las gigantescas fosas comunes de Poveglia. Venecia no quería saber de aquellas carnes maldecidas por la plaga, porque Venecia quería vivir.[19] En 1930 las autoridades decidieron abrir allí un manicomio, cuyas ruinas subsisten. La altura alcanzada por los restos humanos depositados en las fosas de Poveglia es tal que, en ocasiones, la marea alta los arrastra a las islas vecinas y los pescadores los capturan en sus redes.
San Michele ofrece de lejos una vista imponente con sus
altos cipreses y su pórtico que recuerda vagamente las líneas del románico. Se
cree que esa isla inspiró al pintor suizo Arnold Böcklin (1827-1901) su célebre
lienzo La isla de los muertos, del que pintó seis versiones. Considerado
uno de los cuadros más famosos del mundo es, también, una de las obras más
influyentes en la historia del arte. Böcklin, hombre obsesionado por la muerte,
comulgó con la estética del Romanticismo, aunque se le cataloga como un pintor
simbolista, pero dentro del estilo del Art Nouveau (es, en realidad, un
decadente). En sus pinturas aparecen figuras fantásticas, fantásticas, y
construcciones provenientes de la arquitectura clásica (había hecho frecuentes
viajes por Italia). Creó en sus lienzos un mundo extraño y fuera del tiempo,
con profundas raíces en zonas oscuras del inconsciente, que encendió la
imaginación de artistas surrealistas como Max Ernst, Salvador Dalí, Giorgio de
Chirico y otros, quienes pintaron múltiples recreaciones de esa obra. Lenin,
Freud y Clemenceau tenían reproducciones del cuadro en sus despachos, y músicos
famosos como Rashmaninov y Max Reger le dedicaron composiciones. Hitler tenía
colgada en su gabinete una de las versiones originales. La pintura representa
una isla flanqueada por promontorios rocosos y encerrada en un anillo de
cipreses, a cuya orilla se aproxima una barca con su barquero, un cuerpo
amortajado y una figura de mujer blanca y velada, todo ello bajo un cielo
sombrío y tormentoso que acongoja el espíritu. El conjunto produce un impacto
estremecedor en cualquiera de sus versiones.
Softley
debió sucumbir al embrujo misterioso del cuadro. La secuencia final de su
película, donde el cadáver de Millie es conducido en góndola funeraria hacia
San Michele, con sus tomas del pórtico, sus monumentos y otros elementos tan
semejantes a la imagen de Böcklin, permiten suponerlo. ¿Habrá sido también
Visconti sensible a esa atracción misteriosa de las islas-cementerio?
¿Podríamos hallar en su película alguna referencia a ellas? Poveglia puede
verse desde las playas del Lido, donde se encuentra el Hotel des Baines. ¿No
será hacia allí a donde apunta el último gesto de Tadzio, dirigido a un
Aschenbach cuya alma ya se dispone a partir de este mundo? ¿Será el gesto
equivalente a una orden silenciosa? Mann llama a Tadzio en su novela psicagogo,
término griego que significa conductor de almas, y en algún momento del
texto menciona a San Michele como el cementerio a donde llevan los cadáveres de
los apestados.
Si Venecia nace de aguas pútridas, y acrecienta, además, su capital simbólico
con la posesión de islas-cementerio, ¿en qué se convierte, de acuerdo con la
lógica del lenguaje arquetipal? En un Umbral, un corredor por donde las almas pasan
a la Eternidad: Venecia es, pues, un espacio de tránsito, un lugar por
excelencia para morir. Por eso los artistas, quienes tienen la inspiración de
Apolo y los instintos desatados de Dionisos[20], conscientes o no de esta siniestra
y a la vez tan poética condición arquetípica, han hecho sucumbir a tantos
personajes en la ciudad de la laguna (doble de la mítica Estigia, donde cada
gondolero replica la figura de Caronte, barquero de almas), porque Venecia
tiene en sus calles laberínticas, sus rincones secretos y sus máscaras
disolutorias de identidad tras las que Nadie habita, el escenario perfecto para
que el acto de morir allí cobre una significación extrema: la de una última representación.
Pienso que en estas creaciones del cine y la literatura hay un trasfondo
filosófico que rebasa el enfoque ideológico, los conflictos eróticos o el
enfrentamiento entre posturas estéticas, y actúa como un común fermento
germinativo: la imposibilidad de trascender los límites de la condición humana.
Estamos ante el arquetipo Adán/Ícaro, y en tanto Caída del Hombre (en Millie
solo se trata de la Caída de la materia, no del espíritu), esa estructura
mito-arquetipal se solapa con la Caída del Ángel Rebelde. Se trata, pues, de un
fermento luciferino. Por eso la última pose escultórica de Tadzio, y la toma en
contrapicado del ángel de mármol que recibe la góndola con el cadáver de Millie
a su arribo a San Michele, son heraldos de lo inevitable y símbolos que se
complementan, y el segundo, evidente, proporciona la clave para el
desciframiento del primero, que lo es menos: Tadzio es un Ángel de la Muerte
que señala en dirección a Poveglia[21]
(¿o San Michele?), y en una especie de distorsión perversa de La Anunciación,
revela a Aschenbach su destino final. Merece especial atención el hecho de que,
a despecho de la peste, él y su familia permanezcan temerariamente en el hotel
cuando todos los veraneantes ya han huido, y Aschenbach muere justo poco
después de saber que los polacos, por fin, partirán «después de la cena». La
riesgosa permanencia de la madre de Tadzio y sus hijos en la ciudad, que es ya
públicamente un pozo de muerte, no tiene sentido alguno dentro de la lógica
normal, pero tiene sentido total dentro de la lógica simbólica: el ángel
exterminador debe terminar su misión. También la espiritual y bella Millie
funciona como un ángel de la Muerte, pues aunque la pureza de su amor redima a
Merton de su degradación moral y lo convierta, además, en heredero de su
inmensa fortuna, también le arranca el tesoro más preciado: el gozo de vivir.
Merton, enamorado de una muerta, será en lo adelante una sombra del Hades
errando por la ciudad maldita.
El
fin del camino
A la
Muerte no le importan las apetencias de la Vida; en íntima imbricación con el
Destino se presenta, inexorable, ante aquellos cuyo plazo se ha cumplido, y es
más sañuda con quienes pretenden esquivar su reclamo, porque no está al alcance
de la condición humana –ya sea de un modo oscuro (Aschenbach) o de uno luminoso (Millie)– exceder sus
límites, y porque «las estirpes condenadas a cien años de soledad no tienen una
segunda oportunidad sobre la tierra».[22] Este enfoque se revela, ahora sí,
como el verdadero problema artístico común a ambas obras.
Pero… ¿por qué se convierte el amor en la guadaña que siega por igual a un
artista envejecido y exitoso y a una joven millonaria ansiosa de plenitud? De
nuevo habría que desplegar este juego indagatorio en el reino de los
arquetipos. No se trata de Apolo, dios solar de la mente racional, la
proporción y la armonía creadora, contra Dionisos con su tirso y su androginia,
que hinca en la densa sensatez la furia destructora de toda prohibición
y libra de cadenas a la ebriedad y la locura. Se trata de Eros, que desata los instintos
del amor y en la plétora del cuerpo da la vida, contraTánatos el oscuro,[23] el joven dios de andares solapados
que lleva entre sus manos una mariposa negra. No sophrosyne contra hybris,
sino pulsión de Vida contra pulsión de Muerte:
Las
posibilidades de sufrir son tanto mayores cuanto que solo el sufrimiento revela
la entera significación del ser amado […] El ser amado es la transparencia del
mundo […] La posesión del ser amado no significa la muerte, antes al contrario;
pero la muerte se encuentra en la búsqueda de esa posesión […] Hay, en la
búsqueda de la Belleza, al mismo tiempo que un esfuerzo para acceder, más allá
de una ruptura, a la continuidad, un esfuerzo para escapar de ella […] La
multiplicación altera un estado de simplicidad del ser; un exceso derrumba los
límites y lleva de alguna manera al desbordamiento […] El sentido último del
erotismo es la muerte. […]. Se requiere mucha fuerza para darse cuenta del
vínculo que hay entre la promesa de vida –que es el sentido del erotismo–, y el
aspecto lujoso de la muerte. Que la muerte sea también el primer tiempo del
mundo, la humanidad se pone de acuerdo en no reconocerlo. Con una venda sobre
los ojos nos negamos a ver que solo la muerte garantiza incesantemente una
resurgencia sin la cual la vida declinaría […] Si tomamos en consideración la
vida humana en su globalidad, veremos que esta aspira a la prodigalidad hasta
la angustia, hasta el límite en que la angustia ya no es tolerable. La vida es
un sentimiento tumultuoso que no deja de atraer hacia sí la explosión. Pero,
como la explosión incesante la agota continuamente, solo sigue adelante con una
condición: que los seres que engendró, y cuya fuerza de explosión está agotada,
entren en la ronda […] para ceder su lugar a nuevos seres.
¿Quién creería en asociaciones fortuitas cuando Mann, refiriéndose a Tadzio, escribió: «…la cabeza bella, la cabeza de Eros, de color de mármol de Paros…»? ¿Y no habrá visto algún espectador, mientras Merton imploraba el perdón en el regazo de Millie, volar por la rica estancia del palazzo veneciano la mariposa negra confundida entre encajes…? ¡Ah!, pero… ¿… no era una paloma…? (Gina Picart. Artículo dedicado a Rufo Caballero)