El Ballet Nacional de
Cuba es una de las compañías danzarias más afamadas del planeta.
¿Habría
existido y alcanzado tanta gloria, si la prima ballerina assoluta Alicia Alonso, su fundadora y quien lo dirigió hasta su muerte, no hubiera nacido en
La Habana?
Porque Alicia, dotada de
un talento pocas veces hallado en otras bailarinas del ballet mundial, dio
muestras de él desde muy corta edad, pero no se formó sola a sí misma, no fue
un caso de generación espontánea, y aunque en la sociedad globalizada cada vez
más personas restan importancia al linaje en favor de la meritocracia personal,
lo cierto es que fenómenos como Alicia y nuestro ballet no son un milagro de la
naturaleza, sino el producto de un linaje lleno de gloria y brillo.
Retrocedamos un poco en el tiempo.
En la ciudad rusa de
Novgorod nació en 1872 Serguei Diaghilev, en el seno de una familia acaudalada,
si bien no pertenecía a la aristocracia nacional, con un sistema de castas muy
estratificado. Desde pequeño se sintió atraído por el arte y se interesó por el
canto, la pintura y la música. Como todo noble ruso, hablaba varios idiomas y
poseía una cultura casi humanística. Sin embargo, a pesar de poseer un físico
robusto de muy elevada estatura y una poderosa caja torácica, no logró
convertirse en un cantante lírico, y tampoco en un pintor de valía. Presionado
por su familia, estudió Leyes en la universidad, pero prefirió enfrentar la
severidad paterna, pues su vocación por el arte pudo más que cualquier
obstáculo: si no podía ser un artista genuino, dedicaría su vida a promover el
arte y la cultura más exquisitos.
En 1905, organizó una
exposición de retratos rusos en San
Petersburgo que conquistó el favor de la familia real y del mismo
Zar, por lo que recibió importantes reconocimientos. Este primer éxito lo
impulsó en su siguiente proyecto: en 1906, montó una exposición de arte ruso en
el Petit Palais, de París. Un año más tarde, presentó cinco conciertos de música
rusa en la misma ciudad, y en 1908, se encargó de la producción de Borís Godunov, en la Ópera de París, con el famoso tenor Fiódor Chaliapin en el rol protagónico.
Diaghilev
tenía una estrecha relación con el teatro Marinsky, el más importante y lujoso
de Rusia, y este teatro poseía una de las dos compañías danzarías más famosas
del país, financiada por el mismo Zar y conocida como el ballet imperial. Sus
bailarines y bailarinas eran muy escogidos, se formaban desde niños en la
escuela de ballet anexa al teatro; solo los más virtuosos pasaban a formar
parte de la compañía y eran, en verdad, extraordinarios, en especial por la
excelencia de su técnica, que no tardó en deslumbrar a Europa.
La Ópera de París,
entusiasmada por el éxito de Boris
Godunov, invitó a Diaghilev a regresar al año siguiente con un espectáculo
que integrara ópera y ballet. Diaghilev tuvo que sortear los obstáculos
provenientes de los contratos de los bailarines con el Marinsky, pero se estaba
convirtiendo en un empresario sumamente hábil y, con un grupo de los mejores
integrantes de la compañía, se presentó de nuevo en París.
Pocas veces habrán
confluido en una misma compañía de ballet estrellas de la magnitud de Vaslav
Nizhinsky, Ana Pavlova, Tamara Karsávina, Kchessinskaia y la hebrea Ida
Rubinstein. Era una auténtica pléyade donde se unía el virtuosismo mágico a la
belleza deslumbrante de hombres y mujeres. Los coreógrafos no eran menos
geniales: Michel Fokine, Astruc, Bronislava, hermana de Nizhinsky, y otros no
menos grandes; y con los compositores y libretistas pasaba otro tanto, siendo
el más sobresaliente de ellos Igor Stravinsky. Antes de presentarse en París,
ya en Rusia Diaghilev había montado ballets como Eunice, de tema griego; El
pabellón de Armida y algunos otros con el coreógrafo y bailarín Fokine,
quien también se ocupaba del diseño de vestuario, y todo el equipo, basándose
en las ideas de Diaghilev, se convirtió en un monstruo tan innovador que le
valdría a este más adelante el título de inventor del ballet moderno.
Antes
de llegar a París, ya Fokine había montado Una
noche de Egipto, Cleopatra, Las sílfides
y otros ballets con música de grandes compositores rusos; era una época de
auge de la conciencia nacional, y los artistas hallaban inspiración en el
folclor y las antiguas tradiciones de la Madre Rusia.
Aunque Diaghilev no era
exactamente coreógrafo ni libretista ni compositor, y mucho menos bailarín,
participaba muy activamente en la concepción, diseño y montaje de los ballets.
Aunque su cuerpo no se plegaba a su pasión artística, su alma desbordaba de
ella y producía ideas sin cesar. Por ejemplo, cuando Fokine decidió montar la
ópera El Príncipe Igor, de Borodin y
Rimsky-Korsacof, se dio cuenta del enorme potencial de las Danzas Polovsianas,
inspiradas en un tema del más auténtico folclor ruso: las danzas de la tribu de
los Polovtsi, ya entonces desaparecida. Esta sería una de las muchas y más
importantes revelaciones que tuvo, y le ayudaron a crear una de las más
formidables y originales compañías de ballet de todos los tiempos.
Al fin los rusos se
presentaron en París en el teatro del Chatelet. La compañía contaba con 80
bailarines, además de pintores, músicos, compositores, coreógrafos,
escenógrafos, etc. Venciendo numerosos obstáculos con su voluntad ciclópea,
Diaghilev logró estrenar su espectáculo, que abría con El pabellón de Armida, ante un público compuesto por el gratin de París, la audiencia más
aristocrática y selecta, además de críticos, artistas y prensa especializada.
Aquella noche los rusos, entre otras piezas, bailaron ante un París deslumbrado
el Pas de Deux El Pájaro Azul, de La Bella Durmiente. Los roles
protagónicos estuvieron a cargo de Tamara Karsávina y Nizhinsky en un arreglo
del coreógrafo Petipa:
Karsavina es el pájaro, con una falda
de plumas de avestruz de color anaranjado, y Nizhínsky, con una larga túnica
dorada sembrada de perlas y de topacios, es su príncipe con turbante que hace
cabriolas. Son los primeros diseños de vestuario de León Bask que se ven en
Occidente, y este es igualmente el primer fragmento de la obra maestra de
Tchaikovsky-Petipa que se baila aquí. [1]
Aunque el ballet imperial
del Marinsky nunca dejaría de existir, aquella noche nacieron los Ballets Rusos
de Diaghilev, la compañía que revolucionó este arte danzario, deslumbró al
mundo y cambió para siempre la concepción de la puesta en escena. Desde
entonces, los éxitos se acumularon y cada presentación por toda Europa se
convirtió en una apoteosis. Diaghilev tuvo la colaboración de muchas grandes
figuras del arte, entre ellos los compositores Stravinsky y Eric Satie, y
pintores como Picasso, quien ejecutó los fondos para el ballet Parade. Hasta la moda femenina sufrió la
influencia de los vestuarios de los Ballets Rusos, y la escultura debe a ellos
muchas de sus más exquisitas creaciones de la época, conocidas como
crisoelefantinas, figuras compuestas de oro, bronce y marfil que reproducían
las fantásticas torsiones y los vistosísimos vestuarios de las danzas
polovtsianas y otros ballets de la compañía. El fervor balletístico arrasaba en
cada premiere, cada presentación era
un delirio de masas, los asientos se agotaban y el teatro rebosaba de
espectadores de pie. Aun así la falta de financiamiento y otros mil obstáculos
dificultaron siempre el trabajo de Diaghilev, pero no lo detuvieron ni lo
debilitaron jamás, hasta que el Maestro murió en Venecia en 1929, tras una dura
agonía. Luego de la desaparición del fundador y promotor, la compañía se
escindió. Una parte conservó el nombre original,
y la otra, que pasó a llamarse Ballets Russes de Monte-Carlo (Ballets
Rusos de Montecarlo) fue una compañía de ballet con sede en la capital
monegasca [...]. Bajo la dirección de los empresarios René Blum y Coronel de
Basil (Vasili Grigórievich Voskresenski) la nueva compañía se proponía mantener
vivo el repertorio de los Ballets Rusos y continuar su tradición artística.
Para ello contaron con algunos de los más cercanos colaboradores de Diáguilev
como Serge Grigóriev, su director de escena, Borís Kojnó,
su libretista y sus coreógrafos George
Balanchine y Léonide Massine. Entre los bailarines se
unieron a la compañía veteranos de la época Diáguilev como Liubov Chernyshova
(también maestra de ballet), Alexandra Danílova, Léon Voizikovsky, Felia
Dubrovska, y nuevos elementos como las llamadas Baby Ballerinas Tamara Tumánova, Irina
Barónova, Tatiana Riabouchinska, y los bailarines André Eglevsky,
David Lichine y Paul Petroff. [2]
Un párrafo después, la
misma fuente añade:
El Ballet Russe de Montecarlo había visitado
Cuba en 1936. En virtud de un contrato con la Sociedad Pro-Arte Musical de La
Habana, pionera entre las instituciones musicales de la isla, el Ballet Russe
ofreció dos funciones para sus integrantes, y en una de ellos, el público
aplaudió al joven bailaor Alberto Alonso (18 años), que acababa de incorporarse
al grupo bajo contrato. El aplauso brindado al bailarín, al ser reconocido por
los espectadores cubanos, lo hizo sonrojar (según explicó años después en una
conversación privada), ya que en ese momento, mientras bailaba en "Le Beau
Danube", estaba compartiendo la escenario con grandes luminarias como
Leonide Massine, Alesandra Danilova, Tatiana Riabouchinska, Tamara Toumanova y
Yurek Shabelevsky, pero por no ser muy conocidas en ese momento en el Hemisferio
Occidental, recibieron muchos menos aplausos que el joven Alonso.[3]
A partir de este punto,
los destinos internacionales de las dos ramas desgajadas del tronco Diaghilev
dejan de ser de nuestro interés, para concentrarnos solo en la relación de la
segunda compañía con Cuba. El Ballet Ruso de Montecarlo.
llegó a La Habana, en un luminoso y
hermoso día, de marzo de 1941, donde encontraría estruendosos aplausos, fieles
devotos y una lamentable huelga laboral, provocada por la supuesta reducción de
salarios del Cuerpo de Ballet. La compañía permanecería
en la capital cubana durante varios meses, en un limbo artístico del que nadie
saldría, ya que según los historiadores, el Original Ballet Russe de DeBasil
nunca se recuperó del desastre financiero (Vicente García Márquez, The Ballet
Russes, Alfred A Knopf , Nueva York, 1990).
La
temporada habanera (auspiciada por la Sociedad Musical Daniel y el empresario
Ernesto de Quesada) se inauguró el 20 de marzo de 1941 e incluyó maravillosos
ballets, algunos nunca antes vistos en Cuba. Había varias obras de Fokine (los
títulos aparecían traducidos al español en los programas),
como “Les Sylphides”, “Coq d’Or”, “Paganini”, “Prince Igor”, “Carnaval”,
“Petrouchka”, “Sheherazade” y “Le Spectre de la Rose”.
De Massine, se escenificaron: “Symphonie
Fantastique”, “Les Presages”, y “Le Beau Danube” (este título, tal como aparece
en el programa, fue traducido al español erróneamente como “El Danubio Azul”). También se interpretaron “Le Marriage
d’Aurore” (de “La Bella Durmiente”), de Petipa, “Cotillon”, de Balanchine, y
“Les Cent Baisers”, de Nijinska. La temporada terminó el 24 de abril de 1941. Con una programación
tan extraordinaria, la temporada transcurrió lo mejor que se podía esperar,
pero la dura realidad de la huelga laboral agravó una situación ya de por sí
tensa. Algunos solistas se vieron obligados a asumir papeles de menor
importancia, y por las extremas condiciones económicas
imperantes que afectaban a todos, algunos bailarines
debieron buscar trabajo en otros espacios artísticos, incluso en centros
nocturnos (tal fue el caso de David Lichine y Tatiana Leskova, quienes el 21 de
abril comenzaron a presentarse en el “Cabaret Tropicana”, en una producción
denominada “Congo Pantera”). Los bailarines varados sobrevivirían en La Habana hasta el mes de
julio, cuando Pro-Arte Musical les echó una mano, y compró dos funciones para
sus integrantes (24 y 25 de julio) que incluían, entre las obras ya vistas, dos
nuevas: “Francesca Da Rimini” de Lichine, y el magnífico “Choreartium” de
Massine. En estas funciones, así como en otras de la temporada habanera,
Alberto Alonso asumió algunos de los papeles principales junto a su primera
esposa, la bailarina canadiense Patricia Denise, conocida en el mundo del
ballet como Alexandra Denisova, de encantadora personalidad y relevante
trayectoria artística. La pareja
había dejado la empresa unos meses antes, para instalarse en Cuba. En septiembre de ese año, ambos
asumieron la dirección de la escuela de ballet de Pro-Arte Musical. Baronova,
Riabouchinska y Lichine, abandonaron Cuba tan pronto como cumplieron sus compromisos. Sin embargo, el conocido director de
orquesta húngaro, Antal Dorati, y bailarines como Tamara Grigorieva, Nina
Verchinina, Anna Leontieva, Genevieve Moulin, Tatiana Leskova, Anna Volkova,
Yura Lazowski, Dimitri Romanoff, Roman Jasinski, Paul Petroff, Oleg Tupine, etc, así como los destacados integrantes
del Cuerpo de Ballet, habían permanecido en la isla durante este difícil
momento, y aparecieron en aquellas últimas representaciones. El
bailarín cubano Fernando Alonso ──quien meses antes había regresado a Cuba con
su esposa Alicia Alonso desde Nueva York, donde cumplían contratos con el
Ballet Theatre─, se unió al Ballet Russe para esas funciones. Gracias al fee que los
artistas rusos recibieron de Pro-Arte Musical por su trabajo, pudieron partir
hacia Estados Unidos y continuar con su trabajo. A partir de entonces, hasta el final de la
guerra, la compañía realizaría giras principalmente por América del Sur.
El
Original Ballet Russe regresó a Cuba en 1946, con varios artistas nuevos en su
lista. El
repertorio también incorporó una nueva obra: “Caín y Abel” (de Lichine, con
música de Wagner). El
elenco, junto con algunos de los bailarines de antes (como Baronova, Moulin,
Olga Morosova, Jasinski y Tupine), ahora incluía a Tatiana Stepanova, Nina Stroganova,
April Olrich, Carlota Pereyra, Kenneth MacKenzie, Vladimir Dokoudovsky, etc.
la última vez que el Original Ballet
Russe actuaría en Cuba. DeBasil
sufrió un infarto y murió en 1951, y la compañía se disolvió en 1952. El Ballet
Russe de Montecarlo, sin embargo, continuó sus actividades hasta 1962. Después,
ese glorioso despliegue de magníficos bailarines y deslumbrante repertorio
prácticamente desapareció. Sin
embargo, otras figuras artísticas ya estaban dejando su huella en el mundo del
ballet, abriendo el camino a una nueva generación de maestros y bailarines en
diferentes continentes. La magia de aquellas trepidantes representaciones, y la
cercanía durante cuatro meses sumamente estimulantes con tantas personalidades
destacadas del mundo de la danza, tan seductoras y atractivas como las leyendas
que retrataron sobre el escenario, convirtieron a este escritor en un fanático
balletomano. Los
años transcurridos, no han borrado ni los recuerdos, ni la pasión.
¿Cómo no atesorar las audaces
coreografías neoclásicas de Fokine, los cautivadores ballets sinfónicos de
Massine, la elegante actitud escénica de Baronova, el virtuosismo técnico de
Riabouchinska, la radiante calidez de Denisova o la vibrante pareja de todos
esos apuestos hombres? [4]
Pero el contacto de
Alicia Alonso con los ballets rusos no viene solo a través de su relación con
los hermanos Alberto y Fernando Alonso, su esposo. Ya había comenzado mucho
antes. A la edad de nueve años, empezó sus estudios de ballet en la Sociedad
Pro-Arte Musical, fundada con aportaciones privadas por María Teresa García
Montes, en La Habana, con Nikolai Yavorsky. A los 15
años, contrajo matrimonio con Fernando en Nueva York,
donde estudió con Anatole Vilzak y Ludmilla Shollar en la escuela del American
Ballet Theater, y después con Vera Vólkova en Londres.
Todos bailarines provenientes de la escuela rusa de ballet.
Alicia, fundadora de la
compañía Ballet Teather, trabajó en ella con Michel Fokine,
George Balanchine, Léonide Massine, Bronislava Nijinska, Anthony Tudor, Jerome
Robbins y Agnes de Mille, además de otros coreógrafos relevantes de
nuestro siglo que habían sido miembros de la compañía de Daghilev. La pareja
formada por Alicia e Ígor Yushkévich fue uno de los mejores equipos
y junto a él pudo participar en los Ballets Rusos
en Montecarlo
en 1955.
Entre 1955 y 1959, Alicia bailó cada
año con los Ballets Rusos de Montecarlo como estrella
invitada. Fue la primera bailarina del hemisferio occidental en actuar en la
entonces Unión Soviética, y la primera representante
americana en bailar con el Bolshói
y el Kirov en los teatros de Moscú
y Leningrado (San Petersburgo) en 1957 y 1958
respectivamente.[5]
Aunque Alicia tuvo muchos
partenaires a lo largo de su dilatada
carrera artística, Igor Yushkevitch, bailarín ucraniano procedente del
Ballet Ruso de Montecarlo y su pareja por 11 años, y Azari Plisetsky, hermano
de la bailarina Maya Plisétskaya, marcaron hitos en su
desarrollo. Azari provenía de la Escuela de Ballet del Bolshoi y fue su
pareja por nueve años. También fue partenaire
de Josefina Méndez y Loipa Araujo, dos de nuestras famosas Cuatro Joyas, y
profesor de la escuela cubana de ballet durante 10 años.
He hecho este recuento de los
orígenes e influencias de la Escuela Cubana de Ballet y el Ballet Nacional de
Cuba, porque la procedencia de un linaje glorioso es siempre honorable y
contribuye al prestigio de quien lo ostenta. Las influencias, cuando son buenas
y valiosas, constituyen galardón, y más en este caso, en que unidas al genio de
Alicia, dieron como resultado una técnica balletística original que nos identifica
en todo el planeta y es altamente admirada por las escuelas de ballet de todas
partes y por los expertos más altamente calificados de la danza, quienes se
asombran sin cesar de la ligereza, levedad y técnica depuradísima de nuestros
bailarines. Sin olvidar que a Alicia Alonso se deben dos de las más excelsas
creaciones de personajes del ballet clásico: Giselle y Carmen, que
nadie ha bailado como ella.
Gran parte
del repertorio del Ballet Nacional de Cuba está compuesta por piezas creadas
por los Ballets Rusos del Marinsky, primero, y luego por la compañía de
Diaghilev, pero en versiones elaboradas por Alicia, Alberto y Fernando Alonso y
otros coreógrafos cubanos.
Es un repertorio adoptado por todas
las compañías de ballet clásico del mundo, con excepción de algunas, como El
Ballet Siglo XX, de Maurice Bejart, una compañía altamente experimental y con
fuentes de inspiración en las culturas orientales, en especial la hindú.
La cultura cubana, tan rica y
auténtica, tiene mucho de qué enorgullecerse, y sin duda nuestra compañía de
ballet Alicia Alonso es una de las más valiosas joyas de esa corona. (Gina Picart Baluja)
[1]
Diaghilev, Richard Buckle. Editorial
Siruela, 1979
[2]
Tomado de Wikipedia
[3]
Célida P. Villalón, traducción de Vivian Villalón, (U.S.A) 2008 Ballet® Danc
[4]
Célida P. Villalón, traducción de Vivian Villalón, (U.S.A) 2008 Ballet® Dance
(NOTA: Se ha respetado la puntuación del texto original)
[5]
Tomado de Wikipedia