Juana Borrero, la poetisa prodigio de Cuba

Juana Borrero, la poetisa prodigio de Cuba

Juana Borrero Pierra, considerada la niña prodigio de Cuba, es un personaje que inspira un interés de muy diversos matices, algo poco usual en una adolescente que no alcanzó a vivir los 19 años.

Ella llevó la existencia recluida, habitual en las damas de una Habana de costumbres españolas abiertamente patriarcales, que tuvo un padre severísimo, que no propició su contacto con caballeros, excepto con el poeta Julián del Casal y -apenas me explico cómo- con el también lírico modernista Pío Urbach, su único novio.

Arte largo, vida breve. Juana se aparece en la historia de la literatura cubana como el personaje que mejor tipifica esa sentencia hipocrática que ha sido, para muchos artistas precoces en el mundo, sentencia fatal, destino ineludible.

Juana, hija del patriota, médico y escritor Esteban Borrero, nació en La Habana el 17 de mayo de 1877, en la casa No. 15 del barrio de Santos Suárez, en una amplia casa colonial de Puentes Grandes, cercana a un río nada caudaloso, pero que, en ocasiones, podía encresparse y provocar auténticas tragedias, como cuando, en medio de un ciclón tropical, sus aguas desbordadas irrumpieron en la mansión del odioso conde Barreto en mitad de su velatorio y arrastraron el féretro tan lejos que fue después difícil encontrarlo.

Tenía hermanos y hermanas, pero fue como si todo el potencial intelectual y artístico de la familia se concentrara en ella, y desde sus primeros años despuntó como una criatura indudablemente poseída por el numen de la genialidad.

Fue una pintora extraordinaria de cuya obra hoy apenas existen unos pocos dibujos y aún menos lienzos, y desde muy niña hizo versos.

Su padre, inclinado a las letras, los hacía también, y buenos cuentos, además de destacarse como investigador científico, pero las ciencias no interesaron nunca a Juana, quien dio muestras, desde su más tierna edad, de poseer una sensibilidad realmente mórbida que, en mi opinión, tuvo un fortísimo componente histérico, pero eso era algo común en las jóvenes de su época, sobre todo aquellas cuya formación cultural, como en el caso de Juana, debía tanto al romanticismo decimonónico, y un rasgo del carácter propiciado e incentivado por la severidad de la educación española, ya que es sabido que quien no puede vivir con la intensidad que demanda su energía vital, sublima ese caudal en el ensueño.

Puentes Grandes, a orillas del Almendares, era entonces un caserío tranquilo a donde se retiraban muchas familias acomodadas de la capital en busca de un apacible bucolismo.

“Vetusta” fue un calificativo que le dedicaron a la mansión de los Borrero varios de sus visitantes. Se sabe que frente a la fachada había dos cedros altos erguidos ante una ancha explanada rodeada de vegetación.

Julián del Casal. Foto: tomada de Internet.

Julián del Casal, visitante habitual debido a su amistad poética con el padre de Juana, dejó fragmentos de una descripción de la morada:

 …una puerta solferina, de madera agrietada y de goznes oxidados, encuadrada en ancho murallón, jaspeado por las placas verdinegras e la humedad y enguirnaldado por los encajes de verde enredadera cuajada de flores. Frente al murallón, serpentea un trozo de camino, sembrado de guijarros que chispean a la luz del sol. Tallos de plantas silvestres se siguen a trechos. Hacia la izquierda se extiende el río entre la yerba de sus orillas, como una banda de tela plateada que ciñera una banda de terciopelo verde.

A un lado de la mansión se contemplaba desde la terraza una hermosa cascada del río. Era, pues, muy semejante la casa de los Borrero a aquellas edificaciones solariegas que aparecen descritas en Jane Eire y otras novelas del romanticismo inglés, marcos de amores trágicos y apasionados que terminaban siempre en boda.

A ese lugar de ensueño y arcadia felix llegó un día un Casal de 26 años, aureolado por la fama, a encontrarse con una Juana apenas salida de la infancia.

Es de imaginar la fuerte impresión que la personalidad extraordinaria de Casal hizo en el alma sensible y predispuesta de la poetisa adolescente. Y no solo la personalidad, sino la fama que ya lo aureolaba como uno de los fundadores del movimiento modernista que agitaba entonces el espíritu de la época.

Juana no solo se convirtió de inmediato en su discípula, sino que se enamoró perdidamente de aquel joven rubio, de cuerpo rechoncho y poca estatura, pero con unos ojos verdes de chisporroteos por momentos luciferinos. Impresión que fue mutua, y Casal siempre lo reconoció y dejó de ello testimonio en sus escritos, su poesía y sus cartas.

Juana era arrebatada, vehemente, apasionada, con un temperamento de fuego al que, por desgracia, no correspondía la belleza física que hubiera sido de esperar en una joven tan generosamente bendecida por la naturaleza en otros aspectos.

No era bella, ni siquiera linda, aunque, por las descripciones que ha dejado de ella Casal, tenía la frescura de una flor y una mirada donde la pureza de su edad y educación no lograba desterrar un trasfondo abiertamente perturbador.

Cuando se sabe que la madre de Juana era prima de Gertrudis Gómez de Avellaneda, ya se comprende por qué genética le llegaba a Juana aquel ardor de sangre, aquella avidez de sentimientos, aquel ímpetu que, al parecer, se desbordó ante Casal, en cierta ocasión a la que ninguno de los dos se refirió jamás de manera explícita, pero cuya sombra, bastante siniestra, quedó flotando como un aura extraña sobre la pareja.

Nunca se ha sabido si llegó a haber entre ellos algún tipo de roce carnal, pero una tarde en que se encontraban solos en la sala de la casona, Juana, desesperada por alguna confesión que le hizo Casal, agredió al poeta con un estilete o un pequeño puñal, y no parece haber sido para defenderse de un posible ataque de varón, sino todo lo contrario: ella fue la agresora, impulsada, tal vez, por un rechazo o por falta de reciprocidad a algún avance amatorio.

Los estudiosos de su obra sostienen que la Juana poetisa fue una imitadora de Casal, o que la influencia que este ejerció sobre ella fue tan poderosa que la convirtió en la única representante femenina del modernismo.

Eran almas gemelas, eso no hay que dudarlo, pero una joven con una personalidad tan fuerte como la de Juana no se convierte tan fácilmente en mera copia de otro artista por mucho que lo admire.

La poesía de Juana permite rastrear los orígenes de su imaginario, y en mi humilde opinión, fueron los mismos que nutrieron a los románticos.

No es en las fuentes culturales de las que ella se nutrió donde habría que señalar una influencia casaliana, sino más bien en la voz poética, acento que perduró más que su pasión amorosa por Casal y ella conservó hasta en los últimos versos que escribió pocas horas antes de morir, cuando ya su corazón pertenecía a Pío Urbach.

Los motivos que nutren su imaginario son netamente europeos, viejas leyendas nórdicas, celtas, germánicas, españolas.

Su atracción por la tragedia y la muerte es propia del romanticismo, la ornamentación que aparece en su poesía sí es abiertamente modernista, así como también las formas poéticas que cultivó, pero que tampoco son exclusivas de ese movimiento, el primero original surgido en el llamado Nuevo Mundo.

Juana no había asistido a la escuela, como no lo hacían las damas de su época. Su padre había sido su maestro, y Juana era una lectora avidísdima. Su vida estaba carente de realidad, y había en su cabeza más literatura, poesía y heroínas románticas que vivencias genuinas que la ayudaran a orientar su sensibilidad de artista aguzada por la reclusión y la soledad. Por ejemplo, analicemos su poema Medieval:

Junto a la negra mole de la muralla altiva

que alumbran las estrellas con tenue luz de plata,

el trovador insomne de frente pensativa

preludia conmovido la triste serenata.

El aura de la noche, voluble y fugitiva,

besa los largos pliegues del manto de escarlata,

y extiende la armoniosa cadencia persuasiva

que el plácido reposo perturba de la ingrata.

Al pie del alto foso destácase la airosa

romántica figura del rubio menestrello

que, al agitar la mano sobre el cordaje de oro,

entristecido exhala su queja dolorosa

en la cadencia rítmica del dulce ritornello,

y en sus mejillas siente que se desborda el lloro.

Encontramos, en primer lugar, el motivo medieval, tan caro al romanticismo y a su heredero, el prerrafaelismo. Bastaría echar una mirada comprobatoria a las obras de la primera época de los pintores prerrafaelitas ingleses para encontrar más de un trovador tañendo laúdes a los pies de su dama inalcanzable.

En segundo lugar, el cuadro de amor platónico presentado en el poema permite sospechar que Juana no era desconocedora de la poesía trovadoresca florecida en el sur de Francia, en el Languedoc y la Provenza, en aquellas tierras cátaras vasallas de los duques de Cataluña y la corona de Aragón, movimiento más conocido en la historia de la literatura occidental como el amor cortés, cuya principal característica fue que los amantes, siempre una dama y su trovador, jamás llegaban a la consumación carnal de su deseo.

En tercer lugar llama la atención el uso del color: la mole de la muralla altiva es negra (es el obstáculo que se interpone entre los amantes), el manto del trovador es escarlata (color de la pasión) y su cabello rubio (ideal de belleza europeo); las estrellas bañan la escena con su luz de plata, y las cuerdas del instrumento son de oro, como solían ser los cordajes de las liras y las arpas, y aún lo son en instrumentos actuales tradicionales, como los auténticos clairseash de Irlanda y las costosísimas arpas que usan hoy día célebres arpistas. El modernismo dialogó con todas las formas sofisticadas y exquisitas de la belleza, pero este poema de Juana es de estirpe romántica más que modernista.

Casal llamó a Juana “virgen triste”, como tituló el poema que le dedicó, en el que insistía en la brevedad de vida que le es concedida por los hados a las almas de sustancia tan elevada que resulta incompatible con la materia terrenal, y le auguraba una temprana muerte. Ella escribió un poema que pudiera tomarse por un reproche a la frialdad del poeta ante el amor que ella le brindaba, y en esos versos ella se califica a sí misma de virgencita:

Reve

Su voz debe ser dulce y persuasiva

y soñadora y triste su mirada...

debe tener la frente pensativa

por un halo de ensueños circundada.

Su alma genial, cual pálida cautiva

de un astro esplendoroso desterrada,

sueña con una nube fugitiva

y con el traje de crespón de un hada.

Cuando la ronda azul de los delirios

disipa sus nostálgicos martirios

borrando del pesar la obscura huella,

él se acuerda, en la noche silenciosa

de aquella virgencita misteriosa

que dejó abandonada en una estrella.

Juana juega en estos versos con el recurso del autor omnisciente que puede leer la mente de su personaje, y doy por hecho que este personaje no es otro que un idealizado Casal, a quien Juana supone preso de un ensueño con forma de mujer, o mejor, con forma de hada, pero ella se sabe mucho menos que eso, es solo una niña triste a quien el poeta abandona persiguiendo un ideal más ambicioso que no existe o él no podrá alcanzar nunca. Este poema es muy Juana, pero poco modernista y sí bastante romántico.

Foto: tomada de Internet.

En cuanto a la tristeza que tanto llamó la atención de Casal, el hambre de muerte que poseía a Juana quedó presa en su poema Vorrei morire, frase en italiano que significa querré morir, pero sobre todo en su poema Última rima, escrito poco antes de morir y dedicado a su amado Pío Urbach, quien no había acompañado a los Borrero en su exilio porque se había incorporado a la Guerra del 95, en la cual murió.

Última rima

Yo he soñado en mis lúgubres noches,

en mis noches tristes de penas y lágrimas,

con un beso de amor imposible

sin sed y sin fuego, sin fiebre y sin ansias.

Yo no quiero el deleite que enerva,

el deleite jadeante que abrasa,

y me causan hastío infinito

los labios sensuales que besan y manchan.

¡Oh, mi amado!, ¡mi amado imposible!

Mi novio soñado de dulce mirada,

cuando tú con tus labios me beses,

bésame sin fuego, sin fiebre y sin ansias.

Dame el beso soñado en mis noches,

en mis noches tristes de penas y lágrimas,

que me deje una estrella en los labios

y un tenue perfume de nardo en el alma.

Pocas horas después de dictar a su hermana estos versos postreros, la virgen triste dejó este mundo en brazos de la tisis el 9 de marzo de 1896, en Cayo Hueso, Estados Unidos.

No me considero una autoridad en historia de la literatura, pero siempre he desconfiado de la obligación de incluir a Juana entre los poetas modernistas.

Respeto esa clasificación, pero definitivamente no la comparto, o al menos no en su absoluto, porque la impronta del romanticismo, con sus inconfundibles marcas, señorea en su obra poética y en ciertos momentos de sus dibujos, de modo tal que es imposible no verlo y dar mayor reconocimiento a los motivos modernistas, que existen en ella, sí, pero no pesan más que los otros.

En los textos y estudios que le dedicó otra gran poetisa cubana, Fina García-Marruz, encuentro el mismo juicio final sobre Juana.

De cualquier modo, última entre los románticos o primera entre los modernistas, Juana Borrero es una de las grandes líricas de Cuba, muy cercana a Casal y muy superior a Pío Urbach y a otros poetas nuestros y de América que se incluyen en ese movimiento de fronteras temáticas y estilísticas, no siempre precisas.

¿Fue superior en su conmovedora sinceridad Luisa Pérez de Zambrana, o en su altiva rimbombancia La Avellaneda…?

No soy amiga de tales comparaciones. Prefiero homenajear a la adolescente genial y atormentada que fue Juana Borrero y recordarla con todas las loas que merece en un aniversario más de su nacimiento en esta isla. (Gina Picart Baluja)

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