José Martí arrebató los corazones de muchos hombres y mujeres que lo conocieron y veneraron mientras vivió, y luego de su trágica y prematura muerte en Dos Ríos, muchos de ellos guardaron su memoria con celo de hijos.
Entre estos
seguidores fieles del Maestro se destaca un nombre que puede sorprender no solo
a los cubanos, sino a quienes conocen mal la historia de nuestra cultura
latinoamericana, pues se trata de un intelectual muy polémico, de talento y
valía negados con pertinacia por las élites de la palabra, porque fue en su
tiempo el autor más leído, probablemente, en toda Hispanoamérica, y por haber
escrito celebérrimas novelas eróticas que hoy solo recuerdan, quizá, los
mayores de 60 años.
Del colombiano José María Vargas Vila (1860-1933), autor de Flor de Fango, María Magdalena, Lirio rojo, Lirio blanco y la novela experimental Salomé (novela-poema,
como su autor la definió), escribí hace tiempo en mi artículo Amado,
odiado, olvidado Vargas Vila:
Todo el mundo leyó a Vargas
Vila, desde los intelectuales hasta quienes se sientan en los quicios de las
calles pobres sin más ocupación que ver pasar las horas en compañía de una
botella de ron barato. No es muy conocido que este fenómeno de mercado de
formación autodidacta fue, también, un activo periodista que fundó y dirigió
revistas y diarios en América y España, alcanzó notoriedad como autor de
acerados panfletos, y destacó como hombre político que defendió ideales
independentistas latinoamericanos; se declaró enemigo jurado de los Estados
Unidos y un anticlerical fervoroso, al extremo de que mientras desempeñaba una
misión diplomática en el Vaticano como enviado de Ecuador, se negó a
prosternarse ante el Papa, quien más tarde lo excomulgó. Por sus ideas
políticas sufrió prisión y en varias ocasiones tuvo que huir al exilio para
salvar su vida.
Fue esta faceta suya la que se identificó
profundamente con el Apóstol desde su primer encuentro. Ambos eran hombres
políticos de una estirpe que tal vez ya no exista, porque fue fruto de una
época muy lejana que en poco se parece al mundo actual. Martí, si bien
prodigaba su atención a todo el que se le acercara con ideales nobles, no honró
a muchos con la palabra amigo, pero
Vargas Vila fue de esos privilegiados que probaron de cerca los fulgores del
cariño martiano.
Es fácil suponer que sus conversaciones
giraron siempre sobre política, filosofía y redención, pero no faltaron esos
acercamientos sencillos, naturales y tiernos que afloran entre quienes, además
de estar unidos por una causa común, se aprecian mutuamente como personas, como
humanos. Se conocieron en Nueva York, en 1892. Vargas Vila llegó a la inquieta
urbe para fundar una revista, y Eloy Alfaro, líder político ecuatoriano, le
presentó a Martí, entonces cónsul general de Argentina y director del periódico
Patria. Los dos hombres compartieron un almuerzo en el restaurante
Beavery Street. Dos años después, en 1894, Martí escribió a Vargas Vila:
Yo no olvido que les mostré deseo de conversar un poco
a la larga con Ud. y nuestro amigo Zumeta, mañana domingo, no es que los
obligue sino que no fue convite pasajero, y tendría de veras gusto en entrar de
manos de Uds. en mis cuarenta y un años. Con que lleve su mente, basta…; pero
vea si encuentra algo de Vd. que leamos. A la nieve, Sol.
En otra carta que envió
al colombiano en marzo del mismo año le dice:
“Yo le amo a usted la palabra rebelde y americana,
como hoja de acero con puño hecho a cincel, con que cruza las espaldas sumisas
o los labios mentirosos: yo le amo la hermandad con que se liga usted, en este
siglo de construcción y de pelea, con los que compadecen y sirven al hombre,
contra los que lo encapotan y oprimen: yo le amo la perspicacia y ternura con
que miró usted, en la fuente de toda mi energía que es la piedad infatigable de
mi corazón.
El 29 de octubre de 1894, en vísperas de emprender uno de
sus viajes para la organización final de la Guerra del 95, Martí vuelve a
escribirle:
Acabo de saber que unos
cuantos corazones sinceros se juntan mañana domingo, a las ocho de la noche, en
el restaurant de Morillo, —2, 4, 6, Oeste calle 29— a desearme ferrocarril
seguro y vela leve para mi próximo viaje, y como ayer mismo me oyeron hablar
con cariño de la brava pluma y el alma americana de Vd. y de la viveza y
hermandad de Duarte Level, viene a decirme uno de los festejadores que les
tienen guardados dos asientos en la mesa de familia, mesa sin pompa y de pocos
amigos.
Ojalá no me lo tengan
entretenido en New York, y pueda Vd. venir mañana a que me lo saluden los
cubanos que ya lo conocen y lo quieren.
No necesito encarecerle el
placer que con esto daría a su amigo,
José Martí.
Es muy
significativo que Martí, discreto por naturaleza —cualidad que llevó a extremos
absolutos para proteger todas las fases de la conspiración que puso en marcha para
liberar a Cuba— hizo partícipe a Vargas Vila de cierto plan expedicionario que
el colombiano guardó en el más profundo secreto. Solo tiene noticia de ello por
una carta que no sé si aparece en el Diario secreto del colombiano o
solo obra en su papelería, entregada en La Habana a la Fragua Martiana tras la
muerte del escritor por su secretario venezolano Ramón Palacio.
Sin embargo, si bien
Martí jamás estableció distancias ni jerarquías entre él y el resto de los
hombres y mujeres que trató, Vargas Vila lo reconocía como un Maestro, un
genio, un ser de naturaleza suprahumana. Desde el principio, vio en el cubano de
aspecto frágil y verbo de fuego al Homagno generoso envuelto en Luz. Muchos han
escrito sus impresiones personales sobre el Apóstol de Cuba, pero es posible
que el testimonio más conmovedor, el más vehemente y espiritual sea el de
Vargas Vila, o al menos yo lo siento así, y aunque esté releyendo algunos de
sus párrafos sobre Martí, siempre me recorre el mismo estremecimiento interior,
la misma conmoción, esa que cierta vez, hace ya muchos años, Beatriz Maggi me definió
con una pequeña metáfora: “Es la chispa que surge cuando dos almas se tocan”.
Desde que Vargas
Vila presenció su primer discurso del Apóstol quedó para siempre constelado, y de todas las descripciones que he leído sobre la
oratoria de Martí, es la suya no solo el testimonio más vivo, sino el más cinematográfico:
Voz suave, grave, extrañamente musical. Frente
espaciosa. La boca oculta tras los mostachos lacios, caídos sobre los labios
elocuentes, para ocultarlos como el álveo de un gran río entre los jarales
ocultos. Bajo ella los ojos tristes. […]: “El brazo derecho llevado atrás,
colocado sobre los riñones, como si ocultara el carcaj repleto de sus flechas,
la izquierda levantada, como si fuera a clavar en tierra una bandera; o como si
trazara el itinerario al vuelo de sus metáforas, que eran como un vuelo de
alciones sobre el mar. La extendía luego hacia adelante, como si marcase el
Camino de la Victoria a las Huestes Invisibles […] Cuando llegaba el momento
del Apóstrofe vibrador, el brazo oculto aparecía enhiesto, como un asta, en la
cual flotara la bandera de Cuba Libre amparando la tumba de los muertos y
llevando al combate las legiones de los vivos, la voz se hacía tronitante, y
flotaba en el aire la metáfora final. […] Martí aparecía en la tribuna como
Atlante, pequeño, encorvado bajo el peso del Mundo de Ilusiones que llevaba
sobre su alma soñadora, pálido, taciturno, sin ninguno de los atributos físicos
que tuvieron los atletas de la palabra. La tribuna transfiguraba a Martí, al
poner los pies en ella se agigantaba […] Se erguía recto como una flecha, la
sonrisa desaparecía en sus labios, la expresión de su boca no se hacía mala,
pero adquiría un rictus de severidad.
En el libro Yo conocí a Martí[1] encontré estos párrafos de Vargas Vila
sobre el mismo tema:
…la voz suave, grave, extrañamente musical de José Martí,
que no tenía el sonido de una fanfarria guerrera escuchada en un campo de
batalla, sino la armonía deliciosa de un quinteto de César Frank, o la gravedad
dolorosa del Miserere de Palestrina
oída en la Capilla Sixtina ante la Titanomaquia
brutal de los profetas de Miguel Ángel y el pataleo insolente de los
corceles del Apocalipsis; verbo de apóstol y de profeta, que pedía por igual
para incendiar las simas del Sinaí o el espejear mordorado de las olas del
Tiberíades, y contemplar pudimos su grave rostro enflaquecido en las vigilias
del Estudio y el Ensueño, como devorado por la fiebre del Ideal que consume a
los grandes soñadores…
la frente espaciosa, el aire triste de los
predestinados del Dolor…
su palidez de “Cristo de los Ultrajes” bajo el
follaje de los olivos taciturnos; la boca oculta tras los mostachos lacios,
caídos sobre los labios elocuentes, para ocultarnos como el álveo de un gran
río entre los arales incultos; la frente
enorme, hecha como para cúpula del Tabernáculo de su Pensamiento y bajo
ella, como dos ojivas góticas, los ojos tristes, profundos, en los cuales
fulgía el Genio como un rayo de Sol poniente en las vidrieras de un domo
veneciano a la hora del crepúsculo…[2]
tal vez en ningún rostro humano ha dominado un
aire mayor de melancolía que en el rostro exangüe de aquel Apóstol, en camino
entonces hacia la realización de su Sueño luminoso; es una visión pura y
remota, blanca y fulgente, como entre la demencia hosca de las nieves la
infinitud azul de una montaña…
Hoy puede resultar tan sorprendente como
abrumadora la prosa de Vargas Vila, rica en imágenes y símiles de referentes
altamente culturales, pero es que, además de ser un hombre de cultura refinada,
era, como Casal, un autor permeado por el decadentismo y el simbolismo
franceses. Hoy figura el colombiano entre los cultivadores del movimiento
modernista fundado en América precisamente por otro cubano, Julián del Casal,
el nicaragüense Rubén Darío y el mexicano Gutiérrez Nájera, en el que también se
incluye a Martí, aunque la crítica reconoce que rebasó ampliamente sus
fronteras.
Dos características de aquel movimiento fueron
la seducción por culturas exóticas y su utilización ekfrásica del lenguaje para
construir una visualidad inmediata apoyada en atmósferas casi sinestésicas:
Asia, Judea, Grecia y también el Renacimiento italiano en el caso de Casal, con
fuerte influencia de simbolistas franceses de estética decadente como Gustave
Moreau, mientras en Vargas Vila se percibe una mixtura entre su formación judeocristiana
y el Renacimiento italiano, con énfasis, también marcado, en la pintura y la
escultura. Estoy convencida de que la sensibilidad mórbida que emana toda la
obra de Vargas Vila, su seducción por la alta cultura y su espíritu
arrebatadamente poético, además de una común filiación estética, imantaron de
manera inmediata la afinidad entre él y Martí.
La admiración incondicional y la lealtad
absoluta de Vargas Vila hacia el cubano hicieron que se indignara ante el uso en
la Cuba republicana de la figura y obra del Apóstol con espíritu oportunista y
barato, y protestara por ello con la misma sinceridad y la misma pasión con que
había querido al Maestro:
Escribir sobre José Martí en Cuba se ha hecho, no una
profesión, sino un negocio, el más prolijo de todos los negocios; hay gente que
debe la fortuna a la osadía de haber enlodado con su prosa la sombra del
Maestro. ¡Ese espectáculo es desolador! Yo vi aquella feria de la audiencia sin
talento, profanar las cenizas del precursor (…).
Muchas descripciones de Martí he leído, pero
es difícil integrarlas todas para reconstruir al hombre que fue en vida, pues resultan
tan contradictorias entre sí que, de inmediato, la figura que intento componer
se me deshace entre los dedos, y no precisamente en fragmentos que vuelven a su
imán. Imposible, por ejemplo, fusionar la imagen de Cristo martirizado que
tiene Vargas Vila con la del Martí risueño y bromista que recuerdan los hijos
de Manuel Mercado, quienes cuentan que, cuando Martí lanzaba un profundo
suspiro, punzado a menudo por el dolor en el costado que le causaba su
enfermedad, enseguida sonreía a todos y se burlaba de sí mismo diciendo: “-El
Suspirón, me llaman”. Y no faltan quienes lo describen como hombre de risa
contagiosa que hacía muchos chistes. Difícil, si no imposible, es armar un
Martí entero de ese caleidoscopio de impresiones e imágenes que dejó a su paso.
Pero al menos, gracias a Vargas Vila, tengo una idea bastante exacta de aquel
ser que en el podio lanzaba sobre las muchedumbres el torrente de su verbo,
constructor de un sueño que no alcanzó a crear. (Gina Picart Baluja)
[1]
Carmen Suárez León, Centro de Estudios Martianos 2018
[2] He
respetado el estilo de redacción y gramatical de Vargas Vila.