Se ha escrito muchísimo sobre Julián del Casal, y mucho sobre su afición a las “japonerías”, como se las llama despectivamente.
Se le arroja a la cara esa afición, como un
descrédito y una confirmación de su afeminamiento, sin recordar, o peor aún, en
la mayoría de los casos sin haber sabido nunca que el Japón fue uno de los
mitos culturales que marcaron la generación artística a la que él perteneció dentro
y fuera de Cuba.
La cultura japonesa ya era conocida en suelo
cubano desde 1614, gracias a un samurái que pasó por el puerto de La Habana en
viaje a Roma, pero también en todo el mundo.
El culto japonés comenzó en París, meca de la
cultura en Occidente, y de allí llegó a Cuba, y no precisamente en el baúl del
conde Kostia, como sí nos llegaron el parnasianismo, el simbolismo y el
decadentismo, sustrato sobre el cual nació el modernismo, único movimiento original
que se ha producido en la literatura del llamado Nuevo Mundo.
Aunque nos parezca hoy que Casal exageró ese
culto y quizá llegó a “creerse un japonés”, comentario burlesco que he
escuchado, estuvo inmerso en un clima que reverenciaba no las copias falsas y
de mal gusto, sino la obra de arte genuina, coleccionada en los salones de la aristocracia
y la alta burguesía cubanas con verdadera unción.
Había que tener mucho dinero para comprar un
jarrón auténtico de la era Meiji, por ejemplo, o amigos que quisieran mucho al
artista y le obsequiaran una pieza, una pintura de seda, un marfil, una laca,
una máscara tal vez, y hasta un kimono… O que el artista hiciera esfuerzos
sobrehumanos, como Lezama Lima, para lograr que su modesto sueldo de empleado
público le permitiera visitar a vendedores de antigüedades y hacerse con una
pequeña colección de “egipterías”, por ejemplo.
El poeta Casal, enamorado de la belleza, no
solo convirtió la humilde habitación en que vivía —como nos cuentan sus amigos,
entre ellos Federico Villoch y el novelista y periodista Ramón Mesa— en un
mundo de fantasía muy personal, todo un imaginario donde se refugiaba cuando no
estaba trabajando en su escritorio de Hacienda o cubriendo espectáculos y
celebraciones para alimentar su labor periodística.
Resplandecía en aquella celda su lecho siempre
cubierto por una sobrecama de cretona de brillantes colores y caprichosos
dibujos japoneses. Le encantaban las "japonerías" de Loti. Tenía de
escritorio una cómoda del viejo estilo ochocentista, un cómodo butacón
frailuno, un pequeño armario donde guardaba su biblioteca, tan escogida como
escasa, y un sillón, uno de aquellos cómodos mecedores criollos en que nuestras
abuelas cantaban La Bayamesa, de Fornaris, y La golondrina, de Alcalá Galiano, en el que se balanceaba
perezoso, enhebrando sus rimas. En todos los detalles de orden y aseo se
conocía al antiguo interno del Colegio de los Jesuítas de Belén. Debajo del
lecho ocultaba un amplio latón de zinc, que usaba como bañadera, y al cual
llamaba, siempre perdido en sus paraísos artificiales: "mi tina de mármol
rosa". Vivía como encantado en su mundo ideal, lejos de las vulgaridades
terrenas.
(Federico Villoch)
Pero aquel refugio, que él llamaba su celda,
no solo era una construcción cultural, sino una construcción cultural japonesa:
Aquella fue la época de su admiración hacia todo lo
que procedía del país del marfil, del sándalo y del crisantemo. Quiso rodearse,
penetrarse, saturarse de las sensaciones reales voluptuosas de tan exótica y
lejana civilización. Leía y escribía en un diván con cojines donde resaltaban,
como en biombos y ménsulas y jarrones, el oro, la laca, el bermellón. En un
ángulo, ante un ídolo búdico, ardían pajuelas impregnadas de serrín de sándalo.
Transformó el rinconcillo en la morada modesta, pero auténtica, de un japonés.
En los cuadros, de fondo azul, y mar más azul todavía, volaban, en bandadas
interminables, grandes grupos de aves blancas, picos rojos, de largas patas, a
través de pagodas, Ciénega orilladas de bambúes, juncos conduciendo sobre
nubes, parejas jóvenes de carillas de marfil. Se abanicaba leyendo en el diván,
perdida la noción de tiempo y olvidado de la necesidad de alimentación.
(Ramón
Meza. Julián del Casal Estudio biográfico.)
Además, poseía, y usaba en su habitación, un “pijama”
recamado en oro, con el cual quiso un día salir a la calle, aunque no llegó a
hacerlo, al parecer porque sus amigos lo convencieron de lo imposible de su
deseo.
Pero no solo gustaba Casal de decoraciones y
ropajes, sino que leía con avidez literatura sobre el Japón, como los libros
del viajero francés Pierre Loti, cuya estancia en aquel país le inspiró su
novela autobiográfica Madame Crisantemo,
en la que narra sus amores con una muchacha, una geisha tal vez, a quien
abandonó.
Esa novela inspiró, a su vez, una de las
óperas más hermosas escritas en Occidente, Madama Butterfly, compuesta
por Puccini en 1908 y mi preferida.
Madame Crisantemo ejerció una enorme influencia sobre el poeta cubano,
aunque no fue la única fuente de la que bebió.
Estaba obsesionado con El arte japonés (a
vuelo de pájaro), del francés Luis Gozne, al cual dedicó un artículo
aparecido en el periódico La Discusión el 17 de junio de 1890.
En ese texto, Casal cuenta las angustias e
incertidumbres que vivió desde que descubrió el volumen en una tienda hasta que
pudo comprarlo. Siempre negó con vehemencia que las cosas del Japón fueran
meras fruslerías. Él percibía, con su sensibilidad morbosa de poeta finisecular
y de hombre enfermo, la altísima espiritualidad que trascendían.
Ciertamente, no solo los muchachos de La
Acera del Louvre y los intelectuales de La
Habana Elegante gustaban de la cultura japonesa. Martí también la admiraba,
y Rubén Darío compartía el fervor de Casal, con quien se vinculó estrechamente.
Y no solo compartían la veneración por el remoto, misterioso y fascinante País
del Sol Naciente, sino que la atracción por su cultura los llevó, incluso, a
enamorarse de una misma mujer, la habanera María Kay, uno de los episodios
menos conocidos de la vida de Casal.
Algunos íntimos del poeta cubano afirmaron
que esta señorita de la alta sociedad habanera fue el único gran amor del poeta
cubano, siempre dispuesto a idealizar la belleza femenina y, contrariamente a
lo que se ha repetido tanto, no de manera absolutamente platónica.
Raoul Kay o Cay, que de las dos maneras lo
encuentro escrito, comenzó a trabajar como como cronista en El Fígaro, donde también colaboraba
Casal, y pronto se hicieron amigos.
Raoul presentó a Casal a su hermana María
Luisa Rosa Cay Deville, una belleza notoria de la época a quien Rubén Darío,
también amigo de la casa, describe como “gallarda, espléndida, con lánguidos y
milagrosos ojos de criolla y fabulosa cabellera”[1].
Lamentablemente, no he podido hallar ningún
retrato suyo. Ambos eran hijos del antiguo canciller del Consulado Imperial de
la China en La Habana[2]. Pero María no era solo bella, sino
también muy sensible y espiritual. Poseía una hermosa voz lírica y había tomado
clases para cultivarla. Llegó a formar parte del elenco del Nuevo Liceo
habanero y fue aplaudida en óperas como La
Sonámbula, presentada con éxito en el Teatro Albisu en 1883. Todo un
producto criollo hecho para impactar poetas.
Se ha dicho que las relaciones de Casal con
ella adquirieron un carácter especial. Yo pienso que, como es común en las
bellezas desde tiempo inmemorial, María se dejaba adorar y debió halagarla
encender esa llama en el corazón de un poeta respetado dentro del grupo social
en que ella se movía y que, además, era sospechoso de no gustar de las féminas.
Él, por su parte, no solo encuentra en
María una joven preciosa con un cuerpo escultural y mórbido (le escribió el
poema Estatua de carne), sino una
damita de la alta sociedad en cuya residencia, muy de moda en la ciudad, había
no solo una decoración exquisita, sino también todo un salón que albergaba la
colección de arte japonés del Cónsul.
Fue en esa casa donde tuvo lugar el
15 de febrero de 1890 el baile de disfraces al que asistió Casal acompañado por
Darío, y reseñó en La discusión, y
que, en un gesto caballeresco y romántico digno de un trovador de las Cortes de
Amor, dedicó “a María Cay, de japonesa, digna rival de Madame Chrysantheme y
de la pluma de Pierre Loti”. En alguna parte he leído que esa misma noche, en
el budoir de ella, la muchacha se le
mostró con su sedoso ropaje japonés lánguidamente recostada sobre una otomana.
Típico juego de seducciones. Dos meses después, en una crónica que Casal tituló
Japonerías, dedicó a la “espiritual”
y “lánguida” María un “búcaro japonés” que vio en el escaparate de una tienda,
probablemente en El Fénix, elegante comercio habanero especializado en la venta
de antigüedades. También le dedicó su conocido poema Kakemono.
Kakemono[3]
Hastiada de reinar con la hermosura
Que te dio el cielo, por nativo dote,
Pediste al arte su potente auxilio
Para sentir el anhelado goce
De ostentar la hermosura de las hijas
Del país de los anchos quitasoles
Pintados de doradas mariposas
Revoloteando entre azulinas flores.
Borrando de tu faz el fondo níveo
Hiciste que adquiriera los colores
Pálidos de los rayos de la Luna,
Cuando atraviesan los sonoros bosques
De flexibles bambúes. Tus mejillas
Pintaste con el tinte que se esconde
En el rojo cinabrio. Perfumaste
De almizcle conservado en negro cofre
Tus formas virginales. Con oscura
Pluma de golondrina puesta al borde
De ardiente pebetero, prolongaste
De tus cejas el arco. Acomodose
Tu cuerpo erguido en amarilla estera
Y, ante el espejo oval, montado en cobre,
Recogiste el raudal de tus cabellos
Con agujas de oro y blancas flores.
Ornada tu belleza primitiva
Por diestra mano, con extraños dones,
Sumergiste tus miembros en el traje
De seda japonesa. Era de corte
Imperial. Ostentaba ante los ojos
El azul de brillantes gradaciones
Que tiene el cielo de la hermosa Yedo,
El rojo que la luz deja en los bordes
Del raudo Kisogawa y la blancura
Jaspeada de fulgentes tornasoles
Que, a los granos de arroz en las espigas
Presta el sol con sus ígneos resplandores.
Recamaban tu regia vestidura
Cigüeñas, mariposas y dragones
Hechos con áureos hilos. En tu busto
Ajustado por anchos ceñidores
De crespón, amarillos crisantemos
Tu sierva colocó. Cogiendo entonces
El abanico de marfil calado
Y plumas de avestruz, a los fulgores
De encendidas arañas venecianas,
Mostraste tu hermosura en los salones,
Inundando de férvida alegría
El alma de los tristes soñadores.
¡Cuán seductora estabas! ¡No más bella
Surgió la Emperatriz de los nipones
En las pagodas de la santa Kioto
O en la fiesta brillante de las flores!
¡Jamás ante una imagen tan hermosa
Quemaron los divinos sacerdotes
Granos de incienso en el robusto lomo
De un elefante cincelado en bronce
Por hábil escultor! ¡El Yoshivara
En su recinto no albergó una noche
Belleza que pudiera disputarle
El lauro a tu belleza! ¡En los jarrones,
Biombos, platos, estuches y abanicos
No trazaron los clásicos pintores
Figura femenina que reuniera
Tal número de hermosas perfecciones!
Entre
las ingenuas perfidias de las bellas está la de regalar retratos suyos a sus adoradores,
sobre todo a aquellos a quienes nunca concederán más que eso.
En la
habitación de Casal, había un retrato de María vestida de japonesa, no sé si dedicado,
pero presumo que sí.
Más
historias como esa terminan siempre del mismo modo: la beldad amada por el
poeta, el bardo, el pintor, el compositor, acaba comprometiéndose con un
oficial de alto rango. Ella lo hizo con un general de apellido francés, igual
que terminó la condesa de Merlin. Al final, siempre se van con los franceses.
Para celebrar el compromiso, la
familia Kay promovió otro baile, también en su mansión, al que, desde luego,
fue invitado Casal, no solo en calidad de cronista, sino de amigo de los
hermanos, y también acudió Rubén Darío. Y aquella noche ocurrió algo que no sé
bien cómo calificar, pero que cuenta el propio Darío, y es que, luego de haber
sido presentado Casal al flamante novio, algo que debió mortificar
profundamente al poeta, este, en compañía del nicaragüense y el hermano de
María, se retiraron al ya mencionado salón que guardaba la colección japonesa
del Cónsul, y narra Darío cómo Casal, en un intento tal vez de sublimar su
malestar, se divertía mirando
Primero las
distinciones enviadas al señor Cay por el gobierno del gran imperio: los
parasoles, los trajes de seda bordados de dragones de oro, los ricos abanicos,
las lacas, los kakemonos y surimonos en las paredes, los pequeños netskes del
Japón, las armas, los variados marfiles. Casal (…) gozaba con toda aquella
instalación de preciosidades orientales; se envolvía en los mantos de seda, se
hacía con las raras telas turbantes inverosímiles... mientras en el salón los
novios conversaban, en vísperas de su boda.
Esa reacción, que algunos podrán
tachar de indiferente y superficial, a mí se me parece a un violento esfuerzo
para enmascarar la desesperación. Y como no podía ser de otra manera, la
relación e incluso la amistad que existían entre María y Casal terminaron
después de aquella noche, y entonces él le escribió Camafeo, un poema del despecho:
Camafeo
¿Quién no le rinde culto a tu hermosura
Y ante ella de placer no se enajena,
Si hay en tu busto líneas de escultura
Y hay en tu voz acentos de sirena?
Dentro de tus pupilas centelleantes,
Adonde nunca se asomó un reproche,
Llevas el resplandor de los diamantes
Y la sombra profunda de la noche.
Hecha ha sido tu boca purpurina
Con la sangre encendida de la fresa,
Y tu faz con blancuras de neblina
Donde quedó la luz del Sol impresa.
Bajo el claro fulgor de tu mirada
Como rayo de sol sobre la onda,
Vaga siempre en tu boca perfumada
La sonrisa inmortal de la Gioconda.
Desciende en negros rizos tu cabello
Lo mismo que las ondas de un torrente,
Por las líneas fugaces de tu cuello
Y el jaspe sonrosado de tu frente.
Presume el corazón que te idolatra
Como a una diosa de la antigua Grecia,
Que tienes la belleza de Cleopatra
Y la virtud heroica de Lucrecia.
Mas no te amo. Tu hermosura encierra
Tan sólo para mí focos de hastío...
¿Podrá haber en los lindes de la Tierra
Un corazón tan muerto como el mío?
María,
con el ingenio y la alegre displicencia de una princesa feliz, se limitó a contestarle
a Casal: “Nunca pensé que me reglaría usted tan linda calabaza”.
Esto
ocurrió en 1892. Casal murió en octubre del año siguiente. Sobrevivió poco a
aquel zarpazo de realidad que pulverizó, tal vez, su ideal del Sol Naciente.
No
pretendo insinuar que sufrió una larga agonía de desamor ni que la pena aceleró
su fin, pero sí que fue el Japón quien proveyó la última bella ilusión de su
triste existencia condenada a fluir únicamente en los entretelones de una era
imaginaria.
Por
eso, siempre quiero recordar al mundo que quienes viven un exilio espiritual
instalados en complejos culturales de los que les separan los siglos y la
geografía misma, no son merecedores de burlas ni desprecio, sino del respeto
que se debe a aquellos que saben construir un sueño, del que sus jueces vanos
no solo están implacablemente excluidos, sino que ni siquiera son capaces de
ver. (Gina Picart Baluja)
[1] De
hecho Darío también se enamoró de ella y le escribió dos poemas muy conocidos: A una cubana y A la misma, aunque Dulce María Loynaz sostuvo siempre que el enamoradizo
nicaragüense los había compuesto para su madre, la señora Mercedes Muñoz
Sañudo, otra de las grandes bellezas habaneras de fin de siglo.