El maestro Fernando Alonso Rayneri, fundador junto a Alicia y Alberto Alonso de la Escuela Cubana de Ballet, es una leyenda de la danza clásica.
Su contribución al desarrollo profesional del
Ballet Nacional de Cuba, primero, y luego del Ballet de Camagüey, resulta
indiscutible. Fue un profundo conocedor de los secretos técnicos de su arte y
poseyó admirables dotes pedagógicas que ejerció no solo en la Isla sino en
diversas academias y compañías del mundo.
Nació en La Habana el 27 de diciembre de 1914, se
incorporó en 1935 a la Escuela de Ballet de la Sociedad Pro Arte Musical, donde
ya estudiaban su hermano Alberto y Alicia Martínez. Junto a ellos, tendría un
papel decisivo en el desarrollo del género entre nosotros.
A partir de 1937, continuó su carrera en Estados
Unidos. Bailó con la compañía de Mijail Mordkin a la vez que integró los coros
de algunas comedias musicales de Broadway. En 1940, pasó exitosamente, junto a
Alicia, las audiciones para integrar una nueva compañía, el American Ballet
Theatre. Allí, en esa troupe neoyorkina, completó el cubano su formación,
participó en montajes dirigidos por los más importantes coreógrafos de la
época, estudia lo más notorio del repertorio, tanto tradicional como
contemporáneo, y se preparó para un gran sueño: dotar a Cuba de una compañía
profesional de ballet, señala un artículo de Habana Radio.
La oportunidad se presenta en 1948, cuando el
American Ballet Theatre debe cancelar su temporada por razones económicas y los
Alonso logran formar una agrupación de 40 integrantes, solo 16 de ellos eran
cubanos, para presentarse en La Habana con el nombre de Ballet Alicia Alonso.
Aunque sus dotes como intérprete no eran
desdeñables, a partir de 1950, Alonso limita su carrera escénica y se consagra
a la dirección de la novel compañía y a regir la recién creada Academia de
Ballet Alicia Alonso. Desde entonces, comenzó algo así como también una carrera sin
aplausos: trazó la política de repertorio de institución, se hizo cargo de
supervisar clases y ensayos, colaboró en las versiones coreográficas de los
grandes clásicos: Giselle, Coppelia, La fille mal gardée y, sobre todo, dejó su
impronta en la formación de varias generaciones de bailarines.
En 1975, la vida de este creador sufrió profundos
cambios: razones afectivas lo condujeron fueran del Ballet Nacional, poco
después aceptó la dirección del Ballet de Camagüey, compañía necesitada por
entonces de reorganización. Debió comenzar de nuevo. Trabajó con ahínco en
dotar a los noveles bailarines de buena técnica y profesionalismo escénico,
condujo la política de repertorio en este sentido y si en los primeros años
privilegió las obras tradicionales, hasta el punto de parecer conservador, facilitó
también el desarrollo de nuevos coreógrafos y le otorgó a la institución lo que
parecía imposible: un perfil propio. Pronto la agrupación principeña fue
aplaudida en puntos tan distantes como Colombia, México, Grecia y Chipre.
A mediados de 1990, el maestro se decidió
establecerse temporalmente en México, país donde era continuamente solicitado
su magisterio. Trabajó con el ballet de Bellas Artes antes de ser profesor de
la Universidad de Nuevo León en Monterrey. En el 2000, por la obra de toda una
vida le fue adjudicado el Premio Nacional de Danza.
El fallecimiento de este artista, tras 98 años de
vida fecunda, devino dolorosa pérdida para el ballet cubano. (Redacción
digital)