Antonia Eiriz: para siempre en la luz

Antonia Eiriz: para siempre en la luz

Un día, despiertas sobresaltado pensando en Antonia y en lo que emergía en sus pinturas, porque eso también eras tú. Porque eligiendo colores amargos y severos, valiéndose de tintas o pedazos de periódicos superpuestos al lienzo, en cuadros como Ni muertos, Mis compañeras o La muerte en pelotas había ido dejando huellas de años terribles. Todo ese tiempo era como una cinta ondulante entre la libertad y la censura, la belleza y la monstruosidad de la vida cotidiana donde, por las penurias y la inmediatez, las personas mutan según la luna que, con su luz, también transforma cualquier cosa en tristes parodias humanas.

Reflexionar es una ¿mala? costumbre inevitable, un hábito-raíz que ni la excavadora más potente puede desgajar de la tierra, porque es una función del cerebro humano. La observación la antecede siempre, y también inevitablemente. Por eso, cada vez que participo como miembro de un jurado literario, en especial cuando se trata de premios concebidos para escritores noveles, a veces mal llamados “jóvenes”, no puedo evitar detectar un fenómeno que siento repetirse como un mecanismo de movimiento perpetuo: la combinación del mimetismo, en ocasiones llevado a extremos casi impúdicos, con un vacío de pensamiento, de ideas, de posición ante la existencia.

Hasta una fecha que no puedo precisar en el tiempo, gran parte de los textos presentados mostraban deficiencias básicas y groseras en lo que se refiere al oficio de escribir, pero ahora ya no es ese el caso; la técnica, el manejo del idioma (el lenguaje es otra cosa cuando hablamos de literatura) y hasta el uso ordenado de estructuras narrativas (no hablo de dramaturgia, que es mucho más que eso) denotan una ganancia en calidad que sería deshonesto negar y parece fruto de la labor de los talleres literarios. Pero las obras siguen siendo intrascendentes, calcos de géneros y corrientes que, como en los casos del manga, el anime, los complejos culturales celtas y nórdicos bebidos de Tolkien y la saga de Harry Poter y otras tendencias, replican modelos como una producción en serie donde la anécdota es lo único identificable, no porque el resto sea oscuro, sino porque no hay nada más en esas páginas repletas de palabras y oraciones y párrafos que no dicen nada esencial e impresionan como una escritura del divertimento, al estilo de las cositas que escriben los adolescentes de secundaria para contarse a sí mismos y a sus amigos historias tontas que excitan sus fantasías. ¿Por qué está ocurriendo este vacío, esta ausencia, esta falta de voz propia, y proliferan obras que parecen escritas todas por la misma persona?

Uno de mis compañeros jurados me ha comentado: “Es como si no tuvieran nada que decir”. Concuerdo, pero la falta de voz, de estilos personales, de marcas de autor también se enseñorearon del panorama con la narrativa de los años duros, cuando el Mariel, cuando la crisis de los balseros y en otros momentos de los últimos años de la historia cubana. El fantasma de la homogeneidad se ha apoderado de nuestra cultura, o de una parte de ella para ser más exacta, como mismo La Nada fue devorando el país de Fantasía en la célebre Historia interminable de Michael Ende. ¿Por qué ya no tenemos Vitieres, Loynaces, Lezamas, Carpentieres, Diegos…? Las mejores voces literarias cubanas de las últimas décadas, yo diría que desde los 80 —con escasísimas excepciones— clasifican en la categoría de los raros y se desmarcan del canon nacional, tratando imaginarios muy lejanos en el tiempo y el espacio, las famosas eras imaginarias de Lezama.

A veces he escuchado que el fenómeno de la pérdida de vigor en la literatura cubana se debe a que no se fabrica un escritor en un taller. Yo soy asesora literaria graduada, y se me enseñó que la función de los talleres es educar lectores en la apreciación de la literatura. Ya dijo García Márquez que el oficio de escritor es el más solitario del mundo. Muchas voces culpan también a la cultura de masas de la globalización. Pero no creo que se trate solo de un aprendizaje unipersonal que no llega a ocurrir por diversos factores externos. El mal tiene raíces más profundas. Psicólogos y psiquiatras hablan de diferencias en la percepción de la realidad entre individuos, por muy condicionados que estén por sus circunstancias económicas, políticas, históricas y sociales; hablan de trastornos de la personalidad, neurosis, bipolaridades, esquizofrenias geniales, enfermedades del cuerpo y del espíritu… Desde luego, pero a todas esas causas yo añado lo que llamo el síndrome de Antonia Eiriz.

Aunque nunca coincidimos en una conversación tripartita, la doctora Beatriz Maggi, el ensayista y crítico de arte Rufo Caballero y yo, los dos por separado coincidían en que la libertad de creación es al artista como el sol a la planta, el agua al pez, y el oxígeno a toda vida. Nunca me he adherido al credo de que la responsabilidad del artista es ser la conciencia crítica de la sociedad, como tampoco al del arte por el arte, pero creo firmemente que el artista necesita expresar la forma en que siente el mundo, ya sea el que le rodea en su inmediatez, o el de ciertos imaginarios lejanos con los cuales se identifica profundamente y le permiten liberar sus angustias existenciales. Es el derecho del artista, aunque le reconozco ciertos límites extremadamente puntuales. Y este fue, precisamente, el drama y la tragedia de Antonia Eiriz.

Antonia, en mi opinión, es la pintora más grande que ha dado Cuba. Más grande que Amelia Peláez. Dos estilos totalmente diferentes de pintar y ambos magistrales, pero mientras en Amelia impera la festejación del color y de la luz, la pintura de Antonia rezuma dolor por cada poro de sus telas, por cada pincelada. Nadie puede permanecer indiferente ante una obra suya, a cuál más profundamente perturbadora. Yo he llegado a sentirme mal, y eso que la mayoría de sus óleos los conozco a través de fotos. Ella era un temperamento trágico, y eso es algo que conozco perfectamente. Y no es necesario padecer una enfermedad física o mental para desarrollar un temperamento así, porque no se desarrolla, se nace con él, aunque todo lo demás esté bien en la persona. La percepción trágica del mundo es, mientras no se demuestre lo contrario, una cuestión de sensibilidad, y en la sensibilidad no puede mandar ninguna religión, ninguna ideología y ni siquiera el complejo cultural o la raza a que pertenezca el artista. Cuando se viola este principio elemental de la naturaleza, ya sea por la censura externa o la que el propio creador se impone, el arte se raquitiza, y la cultura pierde su sentido para transformarse en una penosa entelequia, un no va más, un simulacro.

Por lo general, el conflicto surge cuando la sensibilidad de un artista está desfasada de sus circunstancias. Les ha ocurrido a todos los creadores que rompieron con movimientos culturales ya aceptados, consagrados y sacralizados por la sociedad para iniciar caminos nuevos, a veces porque tenían una filosofía personal o estética que les hacía actuar así, como fueron los casos de los románticos, los prerrafaelitas, los impresionistas, Dadá, el cubismo y el simbolismo, y otras veces, porque una extraña lucidez les permitía sospechar, intuir o como se quiera llamar, otras lecturas de los acontecimientos que, de momento, no eran visibles o significativas para otras personas o grupos. Tales posturas suelen tener costos altísimos y angustiosos para el artista. Antonia fue dotada con esa luz o fue su víctima, según se elija pensar.

Pero si lo que un ser humano declara sobre sí mismo tiene algún valor por encima del juicio general, ella expresó un año antes de morir: “La actitud del verdadero artista debe ser la sinceridad e insatisfacción y ser valiente y honesto hacia los demás. La conformidad engendra la mediocridad y el oportunismo”. La primera oración equivale a una fe de vida: la segunda a una condena, y se convirtió en su sentencia. Haber empezado su carrera de artista de la plástica en paralelo con el inicio del proceso revolucionario (se graduó de San Alejandro en 1957) convirtió su postura ante el arte en una “disidencia”. Tal enjuiciamiento la llevó a dejar de pintar tras exhibir su óleo Una tribuna para la paz, que le valió duras críticas. El suceso privó a la plástica cubana y latinoamericana de una gloria mayor que terminó encogida en su Juanelo natal, donde abrió un humilde taller para enseñar la técnica del papier maché a sus vecinos.

Yo no la conocí. Ya había dejado San Alejandro cuando ingresé en la escuela, pero en aquella institución ejerció el profesorado y tuvo en sus aulas a toda una brillante generación de pintores cubanos, entre quienes se cuentan Nelson Domínguez —su alumno ayudante—, Pedro Pablo Oliva, Ever Fonseca, Manuel López Oliva y otros, algunos de los cuales fueron también mis maestros, y nos contaban que había alumnos a los que “Ñica” no les tocaba como profesora, pero se las arreglaban para estar en sus clases, porque más que maestra ella era considerada como una especie de gurú viviente de la pintura cubana. También fue profesora en la Escuela Nacional de Arte. La cancelación de su contrato fue una alevosa incomprensión que impidió a muchos jóvenes artistas beneficiarse de quien fue excelente pedagoga. Otra fatal consecuencia de su enjuiciamiento para la cultura cubana.

Y sin embargo, Antonia no es lo que pudiera catalogarse como una artista contrarrevolucionaria, y esto es algo que hay que decir porque es verdad, y no porque se quiera blanquear sepulcros a estas alturas en que ya reconocerla como una gloria de Cuba no quita honra a quien lo haga. Pintó cuadros como Ni muertos, de profunda identificación con sucesos violentos y dolorosos para la nación como fue la explosión de La Coubre, y otros donde plasmó su sentir acerca de situaciones y momentos de la Revolución, como la creación de las UMAP, que ella percibió de acuerdo con su propia sensibilidad, algo a lo que todo artista tiene pleno derecho, y que hoy se reconoce oficialmente como uno de los peores errores del proceso revolucionario. Solo que su sinceridad resultó incómoda, además de que su grandeza como artista ya era rechazada por ese grupo prejuicioso que forman ciertos funcionarios, por lo general sin formación cultural consistente y, por tanto, altamente peligroso para la cultura por su aplastante incapacidad para comprenderla y su insistente aferramiento a juzgarla desde códigos puramente ideológicos que, en su esencia, poco tienen que ver con la creación y no pueden regirla y mucho menos mutilarla por decreto. Su estilo expresionista, sus monstruos que, más que por tener demasiadas patas, bocas babeantes y colmilludas o gordos cuerpos de escamas verdes, acosan el ánimo del espectador y le sobrecogen precisamente por su imprecisión, su desdibujo que hace imposible encontrarles referente, por lo que quien los mira se siente perdido, desconcertado, como si recorriera por vez primera un paisaje desconocido y amenazador. Algunos hasta parece que van a morder…  y, sin embargo, casi nunca puede identificarse en esos volúmenes ni un solo trazo que corresponda a una boca… Hay, sí, algunas obras de denuncia muy fuertes para la época, fuertes y precursoras, pues Antonia fue una pionera del instalacionismo, esa tendencia tan arraigada hoy en Cuba que, para graduarse de San Alejandro, entre los exámenes que debe rendir el candidato uno consiste en presentar una instalación. Qué puede asombrarnos ya, qué puede escandalizar a los funcionarios después de la pirámide de botecitos de barro de Kcho, por solo mencionar un ejemplo… Dice una máxima budista: “Hay hombres que abren marcha llevando en alto la antorcha, pero otros, ellos mismos son la antorcha”. Antonia se quemó en su propio fuego. “Dame, oh, madre, la estrella que ilumina y mata…”.

Tampoco sus búsquedas técnicas gustaban a los legos: telas quemadas y horadadas, maderas rotas y tiznadas, muñecos tan burdamente concebidos que a muchos recordaban formas bajas de la cultura popular y ponen de manifiesto los vasos comunicantes de Antonia Eiriz con sus humildísimas raíces del reparto Juanelo, en San Miguel del Padrón. Prueban que por sobre todas las cosas, incluso de su conocimiento de los más exquisitos pintores de la historia mundial de la plástica, fue siempre una mujer de pueblo, una artista de pueblo. Resulta muy irónico e ilustrativo de cierta arrogante ignorancia que una de las críticas más insidiosas que se le hicieron fue que “tenía que acercarse al pueblo”.

Dije, al comienzo de este trabajo, que la libertad de creación y de expresión tiene límites en circunstancias en extremo puntuales por su gravedad y consecuencias, y lo sostengo. Pienso en el poeta, ensayista, crítico, músico y traductor estadounidense Ezra Pound (30 de octubre de 1885-1 de noviembre de 1972), graduado de Filosofía y Lenguas Románicas, miembro de la Generación Perdida, quien durante los años anteriores a la Primera Guerra Mundial fue un miembro muy destacado del movimiento de vanguardia literaria conocido como imagismo, que preconizaba la relación inmediata entre esta concepción poética y las artes visuales, y en una síntesis entre lo intelectual y lo emocional, haciendo hincapié en la precisión y la economía del lenguaje, y experimentó con la metáfora y la lengua lírica bajo la influencia del Extremo Oriente y de los haikús japoneses. Fue amigo de Yeats, de James Joyce, a quien editó en su revista los primeros fragmentos del Ulyses y Retrato del artista adolescente, de William Carlos Williams, H. D., Richard Aldington, Marianne Moore, Ernest Hemingway, Rabindranath Tagore, Robert Frost, Rebecca West y Henri Gaudier-Brzeska. Fue el primer editor del poemario "La tierra baldía", de su amigo T. S. Eliot, que se transformaría en un clásico del siglo XX. Desempeñó un papel importantísimo en la revolución poética de su tiempo: fue uno de los primeros poetas en emplear con éxito el verso libre en composiciones extensas. Su obra sirvió como piedra de toque para Allen Ginsberg y el resto de la Generación Beat, y la crítica considera que casi cualquier poeta experimental en lengua inglesa de comienzos de siglo está en deuda con Ezra Pound. Sin embargo, fue un fervoroso simpatizante del nazismo, gran admirador de Mussolini y furibundo antijudío. Llegó a transmitir por radio propaganda fascista a los Estados Unidos. No hay que recordar aquí que el fascismo, en cualquiera de sus manifestaciones, aún en las más enmascaradas o larvadas, constituye un crimen de lesa humanidad. Al término de la guerra, Pound fue juzgado por traición. Heminway y otros de sus amigos, para salvarlo de la sentencia de muerte, lo declararon demente, lo que personalmente me parece posible, y pasó 12 años encerrado en un manicomio, de donde salió para morir —caprichos del arte—en Venecia. Pound no fue un artista sincero que expresó su ideología a través de sus obras, sino entusiasta propagador de una corriente política que casi destruyó el mundo.

Incluso Hieronymus Bosh, El Bosco, autor de ese tríptico inigualable y joyoso que es El jardín de las delicias, en el que denunció todos los males y vicios de la sociedad de su época, no fue solo un gran pintor, sino un miembro muy activo de la Hermandad del Libre Espíritu:

… uno de los movimientos heréticos más anárquicos y revolucionarios de todos los tiempos. Su misticismo implicaba un fuerte protagonismo de la individualidad, en cuanto se trataba de reivindicar la relación directa de la persona con dios, sin intermediarios de ningún tipo. Las consecuencias últimas de esta interpretación mística de la vivencia religiosa se tradujeron en forma de una «libertad sin trabas», una suerte de anarquismo extremo en el que el individuo, siendo uno con dios, podía vivir «según sus caprichos». Los miembros del Espíritu Libre […] creían «que todas las cosas son propiedad común, de donde deducen que el robo les está permitido». Negaban la existencia del pecado, renegaban de los sacramentos y de la divinidad y capacidad redentora de Cristo y se oponían a toda autoridad establecida. Según cuentan los cronistas de la época, practicaban el amor libre, el nudismo (inspirados en las doctrinas adamitas del siglo II en el norte de África) y la magia. Como confesó uno de sus miembros ante la Inquisición, los hermanos del Espíritu Libre […] preferían que el mundo fuera destruido antes de que «un hombre libre se abstuviera de un acto que le pida su naturaleza». (https://eltopo.org/).

De estos ejemplos está plagado el mundo del arte y del pensamiento.

¿Qué hizo Beatriz Maggi, una de las más grandes ensayistas del mundo hispánico y una de las pocas especialistas en Shakespeare de Latinoamérica, verdadera maestra de juventudes, para que le fuera negado con tanto encarnizamiento el Premio Nacional de Literatura, prodigado a tantas nulidades, a pesar de la insistencia en su favor de importantes figuras de la cultura nacional como Rufo Caballero y Fernando Pérez? No hizo nada, el suyo fue un inocente “pecado” de omisión. ¿Qué hizo Antonia Eiriz, cuál fue la culpa de esta artista genial tempranamente lisiada por la poliomielitis? Pintar óleos tan inmensos como sinceros en la salita de su vivienda minúscula, en un acto de magia espacial que solo el fervor creador puede materializar. Cuando miro el más famoso de sus cuadros, La anunciación, versión muy personal de la escena bíblica en que un emisario angélico se aparece a la Virgen María para anunciarle que ha sido elegida para traer al mundo al Hijo de Dios, yo no veo en esa obra más que la sustitución de María por una humilde y gordinflona costurera de pueblo, con un rostro abotargado y desfigurado por el terror que le inspira la apariencia del enviado que le ha tocado en suerte: un horrendo monstruo alado que porta una corona y le anuncia la concepción no de una deidad redentora, sino de Lo Fatal en su más pura esencia. Yo sé que la maternidad puede ser un anuncio terrible por la incógnita que trae consigo para la madre y su criatura, y que una vez consumada no podrá deshacerse. No se me ocurre pensar que la costurera representa el pueblo, y el ángel el anunciante de la gestación de una tiranía. Yo siento que Antonia tal vez pensó en el horror y la angustia que habría experimentado su madre de haber sido advertida que pariría una tullida[1], o el horror que probablemente la estremecía a ella misma ante la posibilidad de parir un ser deforme o defectuoso, condenado de por vida al sufrimiento. Como dijo Alejo Carpentier en una cita que saco de contexto: “Hay buenas y malas sensibilidades”. Las de ellas eran buenas. La de sus detractores, no.

Y para terminar, sostengo una vez más que el síndrome de Antonia Eiriz o de la culpabilización de la sinceridad artística, es el sapo que se sienta sobre el manantial de la cultura, impidiendo con su peso aborrecible que fluya el agua vivificante del talento. Esta leyenda del sapo cegador, muy popular en la Edad Media, debería hacer reflexionar a esa parte de los funcionarios mucho más molesta que los artistas por insincera y malintencionada, tanto, que arremete contra ese otro grupo de funcionarios sensibles y amantes de la cultura capaces de reconocer, apoyar e impulsar el desarrollo de la creación artística en cualquiera de sus manifestaciones, que es, en definitiva, parte imprescindible del alma de una nación, pues si una nación no puede sobrevivir sin una ideología, un grupo humano que atenta contra su propia cultura va camino de la disolución.

Por suerte, no todo está perdido y somos muchos los que aún venimos de buenísima fe a entregar corazones. Por eso me complace que Antonia Eiriz y su arte ya no agonicen bajo interdictos maliciosos, y sea posible, por solo citar un ejemplo, encontrar en La Jiribilla, una de nuestras más prestigiosas revistas culturales, un extenso artículo de Estrella Díaz titulado Antonia Eiriz: contra la mediocridad, la burocracia y el abuso de poder. Es bastante reciente, de 2022. Y que algunas de sus obras sean atesoradas por el Museo Nacional de Arte Cubano, mientras otras se conservan en el museo de San Miguel del Padrón, en el “Servando” y en los Estados Unidos, donde su ángel monstruoso se le apareció un día, a los 65 años de edad, para anunciarle que no le traía una vida, sino le arrancaba la suya.

Hay mucha información en Internet sobre sus obras, sus premios, sus exposiciones personales y colectivas. Yo solo deseo que los creadores, sobre todo si son noveles o jóvenes, no acallen su pensamiento por temor al funcionario temeroso, incompetente y abusivo, sino que expresen, con respeto y sin temor, sus sentimientos, sus juicios de valor, sus criterios, porque la sinceridad y la verdad no son enfermedades ni armas de destrucción masiva, siempre que se acuda a ellas con intención de cambiar todo lo que debe ser cambiado, porque esa actitud, y no el silencio cómplice y cobarde, es la única que puede validar los más aciagos sacrificios.

Una página que nada dice debería ser la vergüenza mayor de un escritor. Entendamos de una vez que la cultura con máscaras de carnaval es un atentado criminal a la dignidad de los pueblos. (Gina Picart Baluja)



[1] En una ocasión alguien le preguntó en una entrevista por el significado de la máquina de coser. Antonia respondió: “Quizás sea porque yo bordaba ropa de niños. Un pintor chileno, viendo el cuadro en el Museo Nacional en La Habana, me dijo que era un retrato de mi madre pero no lo hice pensando en ella y realmente se parece”.

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