No puede asegurar el escribidor si, como se afirma en un sabroso chachachá, la reina Isabel bailó el danzón, pero está fuera de toda duda que su tío, Eduardo VIII, y su padre, Jorge VI, aprendieron en París a bailar la rumba con la cubana Alicia Parlá.
Tras su renuncia al trono de Inglaterra, Eduardo VIII, ya como Duque de Windsor, estuvo varias veces en La Habana, y, por lo menos en una de ellas, que se sepa, se interesó por saber del destino de su maestra de danza, pero se desconoce si consiguió localizarla.
¿Quién fue esa mujer cuyas huellas se difuminan en el tiempo? No es mucho lo que se conoce acerca de ella y no son pocas las contradicciones que se advierten en lo que sobre ella se ha dicho.
Sin haber bailado nunca en Cuba, arrebató con su baile en París, Montecarlo, Londres, Nueva York, Boston… y no poco tuvo que ver con el primer boom internacional de la música cubana. Rechazó la posibilidad de irse a la cama con Maurice Chevalier y otros famosos y bailó para el rey Leopoldo, de Bélgica…
Sin embargo, tras una larga cadena de éxitos y ser codiciada en Europa por monarcas y poderosos, la llamada Reina Internacional de la Rumba, que enseñó a bailarla a Josephine Baker, y trabajó con Carlos Gardel, regresó a La Habana, renunció a la danza y se sumió en el anonimato.
Había tenido dos obsesiones en su vida. Llegar virgen al matrimonio, como le exigía la madre, y casarse con un millonario. La primera de ellas parece haberla materializado. En cuanto a la segunda… su padre, que nunca creyó en el baile como carrera, le dijo siempre que mientras el millonario llegaba, si es que llegaba, hiciera algún estudio que le permitiera, en caso de necesidad, buscarse la vida.
Hizo Alicia estudios de mecanografía y taquigrafía sin sospechar que los últimos 20 años de su vida los pasaría aporreando una máquina de escribir en el área administrativa de un hospital de Miami. En 1998 falleció, víctima de un cáncer, en esa ciudad. Tenía 84 años de edad.
Aparece Don Azpiazu
La carrera de Alicia Parlá resulta «una novela sencilla y encantadora», dice Alejo Carpentier, que la vio bailar en París. Afirma el narrador de Viaje a la semilla en una de las crónicas que desde esa ciudad escribía para la revista Carteles, de La Habana, que Alicia se educó hasta la adolescencia en un convento de la ciudad de Camagüey y que los azares de la vida la llevaron a Nueva York.
«Nunca había aprendido a bailar, pero tenía el sentido innato de nuestros ritmos», añade el novelista. Un día en un dancing de esa ciudad, al acometer la orquesta con un son criollo, irrumpe Alicia en la pista con tal prestancia que un empresario presente en la sala, le propone allí mismo un contrato que la llevaría por su circuito de espectáculos.
No es esa la historia que cuenta The New York Times en la larga nota que dio a conocer tras la muerte de la bailarina. Dice que era hija de un médico prominente y que el convento donde hizo estudios se ubicaba en Cayo Hueso. Curiosamente, Agustín Parlá, uno de nuestros primeros aviadores, había nacido en ese islote norteamericano; ¿estaban emparentados?
Siempre con su madre, se establece en Nueva York. El responsable de una academia de danza, que era su vecino, la ve bailar y queda maravillado. Poco después se le presenta la oportunidad de trabajar como cigarrera en un cabaré. La madre se niega a que acepte ese empleo, pero hay ruegos y lágrimas por parte de Alicia, que amenaza con suicidarse si se lo impiden.
Amenaza que, se dice, esgrimió varias veces a lo largo de su vida. Acepta al fin la madre, que la acompañará noche tras noche al centro nocturno, a condición de que su esposo, que sigue en Cuba, jamás se entere de lo que hacen. Una noche, la bailarina principal falta al cabaré y Alicia se ofrece para sustituirla. Es todo un éxito.
Por esos días, Don Azpiazu, el hombre que internacionalizó la música cubana y que, sin que se supiera el porqué, se retiró de los escenarios para morir a los 50 años solo y en el olvido, convoca a un concurso para escoger a una bailadora de rumba a la que presentará con su orquesta en el teatro Paramount.
La Parlá es la seleccionada entre 150 aspirantes. Durante la justa, la obligan a bailar en pareja. Encuentra torpe a su compañero, decididamente no le gusta, y convence a Don Azpiazu de que le permita bailar sola, y así lo hará desde entonces hasta el final.
Escribe Robert Thomas Jr. en la nota necrológica que dio a conocer The New York Times: Esa decisión puede haber sido crucial para permitir la aceptación de la rumba por un mundo puritano, puesto que a pesar de todos los giros sensuales de la señorita Parlá, la vista de una mujer bailando sola no era tan sugestiva sexualmente como la de una pareja danzando junta».
Añade: «Es el contrato con el teatro Paramount lo que hace que la grabación de Azpiazu de El manisero se convierta en un éxito nacional e internacional y contribuya a la locura de la rumba en los años 30».
Hace Alicia una gira por Estados Unidos con la orquesta de Don Azpiazu —la esposa de uno de sus músicos sirve de chaperona— y luego ella y su madre se suman a la agrupación para su gira europea de 1932. Reciben en Montecarlo aplausos delirantes.
Es allí que la cubana despierta la atención de los futuros reyes británicos: Eduardo, Príncipe de Gales y su hermano, el Duque de York. Es Eduardo quien le pide que acuda a su villa y les enseñe a bailar la rumba. Y Alicia va en compañía de su madre. «Él aprendió bien; lo hizo muy bien», diría años después.
Colores de la bandera
Es medianoche en París y en el cabaré La Plantation, Don Azpiazu, claves en mano, instrumento que le sirve de batuta, hace que su orquesta, que junta a algunos de los mejores músicos cubanos de entonces —Julio Cuevas, José Socarrás, Emilio Hospital…— acometa un son frenético. Una tempestad de aplausos saluda la aparición de Alicia Parlá.
El público la conoce aún sin haberla visto nunca porque la prensa la ensalza y el semanario francés más popular publica su retrato a plana entera, mientras que Lipnitzki, el fotógrafo de las estrellas, la lleva a posar a su estudio.
La cubana es para los franceses, escribe Carpentier, «sinónimo de trópico, el alma tangible de la rumba». Un coro de elogios le abre todas las puertas de una ciudad difícil y desconfiada.
Lleva en su vestuario los colores de la bandera cubana. Los asistentes a La Plantation reparan en ellos y, puestos de pie, gritan ¡Viva Francia! pues el rojo, el blanco y el azul son también los colores de la bandera francesa.
Ella no había reparado, acaso no lo supiera, que aquel 14 de julio en que debutaba en París era el aniversario de la toma de la Bastilla, el Día Nacional de Francia, y el público del cabaré toma aquellos colores como un homenaje a la nación. Se pone de moda la bufanda con que la bailarina sale a escena y se venden en las mejores tiendas parisinas.
Pasa todo el año de 1933 en París. Regresa a Estados Unidos y, siguiendo los deseos de su padre, no demora en volver a Cuba. Tiene poco más de 20 años de edad, pero su reinado ha terminado.
Vida íntima
No demora en contraer matrimonio con un rico ganadero. Pronto el hombre comprende que no puede mantener encerrada en una finca a una mujer que vivió en Nueva York y París.
Se casa después con Guillermo Amuchástegui, un pelotari excepcional que cosechó fama y fortuna en la Cuba de los años 40 cuando se consolidó como la máxima atracción de taquilla en El Palacio de los Gritos, el frontón, hoy destartalado, de Concordia y Lucena, en una época en que «Pistón» era considerado como el mejor delantero del orbe, Fermín Mugerza evidenciaba una pegada tan descomunal como la del «fenómeno» Erdoza, y José Luis Salsamendi (hijo), el popular Marqués de Barcelona, ascendía en la preferencia de la fanaticada como un fuerte rival de «Pistón».
Con Amuchástegui pudo Alicia Parlá alternar con Ernest Hemingway en Finca Vigía, y también con Orson Welles y Esther Williams en sus viajes al exterior porque en compañía del célebre pelotari pudo recorrer y conocer medio mundo.
Ese matrimonio también terminó. Su última relación fue con un alto oficial del Ejército. Tras el triunfo de la Revolución, Alicia Parlá sale al exterior y se radica en Estados Unidos.
Final
Hay filmaciones de los bailes de la Parlá. Mi amigo Gabriel Valdés, crítico agudísimo, que las ha visto —lo que no ha podido hacer el escribidor que, los lectores lo supondrán, tiene una internet de palo— me dice que no luce en ellas ni joven ni bonita ni simpática.
Es una mulatica clara sin cintura y pocas caderas, de cara redonda y facciones un tanto toscas, sin la simpatía ni la sandunga de las vedetes y bailarinas que siguieron sus pasos. Y es que su actuación estaba más cerca del son que de la rumba.
Así, dice el ya citado Robert Thomas, «cualquiera que fuera su pedigrí, en las manos de la señorita Parlá, o más bien en sus caderas, el baile que el mundo conoció como rumba era una visión tan seductiva que ella y el baile se volvieron sensaciones de la noche a la mañana».
Por eso preferimos evocarla como «la maravillosa bailarina criolla» de la que habla Carpentier en sus crónicas.
(Artículo de Ciro Bianchi. Tomado del periódico Juventud Rebelde)