Eliseo Diego: un rumor apenas en La Habana, pero… telúrico

Eliseo Diego: un rumor apenas en La Habana, pero… telúrico


Semanas atrás, iba yo por la popular Esquina de Tejas, cuando se me ocurrió entrar en una vieja librería.

No tenía muchas expectativas de encontrar algo que me interesara, pero, para mi sorpresa, di con un texto que no me esperaba: Un rumor apenas, biografía de Eliseo Diego (La Habana, 1920-Ciudad de México, 1994)-uno de los tres Homagnos de mi trilogía favorita de poetas nacionales-, escrita por Josefina, su hija, y publicada en 2019 por la editorial Extramuros, de La Habana Vieja.

Descubrí a Eliseo a los 12 años, un día en que mis padres me permitieron ir sola a la Biblioteca Nacional de Cuba José Martí. Era una bellísima tarde de invierno, de esas en que las flores huelen mucho, las nubes no brillan como plomo, y es posible descubrir en ellas formas increíbles.

Menciono este detalle para que se comprenda en qué estado de ánimo contemplativo me encontraba yo aquel día y cómo influyó en lo que ocurrió después.

Cuando salí de la biblioteca, se apoderó de mí una especie de embeleso caminante, y así llegué hasta el hotel Habana Libre, donde existía una excelente librería, desconocida para mí. Recorrí en éxtasis sus estantes redondos de varios pisos, como fruteros de centro de mesa, y regresé a mi casa con siete libros, incluidos Crónicas marcianas, de Ray Bradbury; Onoloria, de Miguel Collazo, y Divertimentos y Noticias de la quimera, de Eliseo Diego.

En aquel tiempo, los libros valían un peso y aún menos, así que el presupuesto que me habían dado mis padres para regresar a casa lo gasté todo en mi compra y volví a pie a Luyanó; como no conocía el camino, llegué de noche a casa.

Encontré a mis familiares llamando a los hospitales; ya iban a dar parte a la Policía por mi desaparición. Mi papá me castigó, como siempre, a encerrarme en el cuarto, y yo, como siempre, me llevé a la cama subrepticiamente mi nuevo tesoro para leer con linterna. Fue una de las noches más extraordinarias de mi adolescencia y de mi experiencia como lectora.

El impacto mayor fue la prosa de Eliseo. Mientras con Bradbury sentí la profunda melancolía que puede encerrar la belleza, y con Collazo hice un viaje casi psicodélico a un pasado que sabía a realidad, pero no lo era, Eliseo me intimidó con la fuerza telúrica con que solo la poesía puede remover el espíritu. Jamás he olvidado el extraño temblor que me recorrió cuando leí Del pozo en la sala. Sospecho que haya sido porque parece a simple vista un relato de terror fantástico, pero es otra cosa. Fue mi primer encuentro con una técnica narrativa que me pareció misteriosa y luciferina.

Entonces no podía imaginar que un día conocería a Eliseo, uno de los más importantes miembros del Grupo Orígenes, fundado por José Lezama Lima.

Ocurrió, también, de una manera casi mágica: mi esposo era guía de turismo y atendió a una pareja francesa que recorría el mundo en busca de guiones inéditos para escribir, por encargo de una importante editorial gala, un libro conmemorativo de algún aniversario importante del cine.

Estaban en La Habana para entrevistarse con intelectuales de renombre que tuvieran esa clase de material, y en su lista aparecía Eliseo Diego. Por supuesto, hubo que llevarme a mí a aquella visita. De lo contrario se hubiera caído el mundo.

Eliseo vivía en una casa en los bajos de un edificio de El Vedado. Nos recibió en la habitación donde solía trabajar, llena de objetos curiosos y suvenires, entre los que había una pequeña figura en metal de El Quijote y creo que también de Sancho Panza.

Reclinado en su silla, con la respiración fatigosa y una impecable camisa blanca, nos saludó sin mucha efusión, más bien con un aire de tristeza que saltaba a la vista. Extrañamente pálido, mal recortada la barbita entrecana, hablaba despacio, sin viveza…

Cuando el motivo de la visita estuvo dicho y la conversación languideció, como yo no estaba dispuesta a irme, le comenté al poeta que compartíamos un amigo, el doctor Agustín Pi, otro miembro origenista. Eliseo se animó, pidió a Bella que colara café y conversamos. No recuerdo cómo caímos en el tema de mujeres célebres de la Edad Media, y aparecieron, como ectoplasmas, Edith Cuello de Cisne, Matilde de Flandes y Eleanor de Aquitania.

Mientras yo hablaba, Eliseo me observaba con mirada escrutadora, y cuando terminé, me dijo con una semisonrisa indescifrable: “No seas tan culta”.

Durante mucho tiempo me pregunté por qué me había dedicado aquellas palabras cuando él mismo conocía perfectamente a esas hermosas víctimas del amor. ¿Y si lo que quiso decirme fue: “No seas tan pedante”? Pero no, porque era todo un caballero español, y hasta me parece que más que un regaño, en el fondo le hizo gracia que una joven habanera manejara tales temas. O quién sabe si en ese momento vislumbró para mí el destino que lleva a la aflicción a las criaturas demasiado inmersas en el abrazo del conocimiento, temor que también me confesó en más de una ocasión mi maestra Beatriz Maggi. Un destino del que ambos fueron víctimas.

Luego caímos en el tema de los celtas y, en un gesto muy espontáneo, me prestó dos joyas magníficas, un libro enorme sobre vestuario, armas y costumbres de los celtas precristianos de Irlanda y Escocia, y el otro…, el otro fue Cuchulain, una de las más grandes sagas de la literatura céltica antigua, traducido del gaélico por lady Ann Gregory y prologado por el poeta Yeats, los dos promotores más representativos del revival celta en el siglo XIX, una cultura deslumbrante, cuyas únicas expresiones conocidas hoy en Cuba, lamentablemente, son Enya y el grupo danzario Riverdance.

Salí de aquella casa, inmersa en una especie de delirio cultural, con un círculo de estrellitas invisibles girando, veloces, alrededor de mi cráneo, como en los animados de Disney.

Luego Rapi me contó que, cuando Eliseo le habló del préstamo al doctor Pi, este se llevó horrorizado las manos a la cabeza y exclamó: “¡¡¡Pero si nunca prestas libros!!! ¡¡¡No te los devolverá!!!”.

Eliseo nos invitó a volver otro día para una velada de té, pero poco después viajó a México para recibir el premio Juan Rulfo y allí murió.

Siempre me estremezco cuando recuerdo cómo nos dijo que sería su último viaje. Curiosa (y dolorosamente), aquellos libros que no le pude devolver los perdí años después durante mi primer viaje a México.

Creo que todo eso explica por qué me abalancé sobre aquel volumen en la librería de la Esquina de Tejas, y me aferré a él mientras permanecí en el local, muerta de miedo de que alguien fuera a llevarse mi ejemplar, mientras yo me entretenía mirando otros libros.

Leí Un rumor… con la devoción que se puede sentir por un ser semidivino, de esos que habitan el reino de la poesía, y es un libro hermoso, sin duda, pero si he de decir mi opinión, pienso que fue dictado más por la fidelidad y la veneración de la autora hacia su familia que por la sinceridad que demanda una biografía, aunque a veces ciertas omisiones no se deben precisamente a insinceridad, sino a desconocimiento porque, aunque solemos creer que nuestros seres queridos nos conocen mejor que nadie, lo cierto es que algunos extraños, quienes en ocasiones ni siquiera nos conocieron personalmente en determinados momentos de nuestra vida, saben de nosotros ciertas cosas que creíamos encerradas para siempre en la más absoluta intimidad.

Terminada mi lectura, debo repetir, una vez más, que nunca he encontrado ningún documento de ninguna clase que explique el motivo de la casi perpetua depresión en que vivió sumido Eliseo durante toda su vida.

Depresión singular en alguien dueño de un excelente sentido del humor y un ingenio tan fulgurante que parece propio de una criatura inventada.

Y pondré un ejemplo de ello: un estudiante universitario debía presentar su tesis de graduación en la Facultad de Lenguas Extranjeras, pero no lo enamoraba ningún tema. El políglota Eliseo lo ayudó, con su tremenda experiencia en el habla y traducción del inglés, e inventó una poetisa de fábula, con un solo libro publicado en vida; le construyó una biografía inexpugnable y escribió el supuesto poemario.

El estudiante desarrolló su tesis en torno a aquella figura “desconocida e inexplorada” de la literatura inglesa y, cuando la defendió, cosechó lauros del tribunal en pleno, incluido el oponente, esa horrible criatura que “tortura” a los universitarios. Encima, lo felicitaron por haber dado a conocer en el ámbito académico cubano a semejante genia del mundo angloparlante.

No puedo terminar mi evocación de Eliseo Diego, sin declarar que, aunque no fue el primero en sembrar en mí el amor incondicional que siento por la cultura celta de Irlanda, su Cuchulain -junto con La diosa blanca de Robert Graves, que leí aquel mismo año- fue piedra de toque en mi carrera de escritora, porque a esos dos libros debo la inspiración para mis Historias celtas, en cuya segunda parte, nunca materializada sobre el papel, iba a incluir mi propia historia de Cuchulain, el héroe nacional de la Verde Erin.

Siempre he lamentado no poseer una cultura capaz de investigar, analizar y comprender en toda su insondable profundidad y - ¿por qué no? - en su oscuro espesor, la obra total de Eliseo Diego, una cultura lo suficientemente humanística como la del poeta Rafael Almanza, autor de las 700 páginas de Eliseo Diego o el juego de Dies, el mejor y más extenso estudio que conozco hasta hoy sobre la obra de uno de los cuatro gigantes de la poesía cubana.

Por eso, en mi breve ensayo homónimo describí ese libro como:

Un arsenal teórico pleno de erudición, un enfoque humanista que mucho falta hoy en nuestras letras, una profundidad de observación deslumbrante y ecuménica […] Música, teología, escultura, matemáticas, pintura […] para develar las claves conceptuales y culturales necesarias en la comprensión de la obra de Diego.

Y en aquella cita me faltó incluir la alquimia y la cábala, disciplinas en las que también se movía con soltura Eliseo, tal vez -después de José Martí y Julián del Casal- el más universal de los poetas de esta isla y, también, uno de nuestros creadores “raros” más importantes, categoría anémica en las letras nacionales, tan genéticamente arraigadas en el realismo por nuestra ascendencia étnica y cultural española. (Gina Picart Baluja. Foto: Cubarte)

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