No existe causa perdida en el mundo, siempre que la abrace la mujer. Y la de Palestina no será la excepción.
Tarde o temprano, Israel tendrá que cesar el genocidio que
comete desde octubre último contra los residentes en la Franja de Gaza, donde el
Ejército sionista ha causado la muerte a más de 31 mil personas, la inmensa
mayoría mujeres y niños.
En el recién
celebrado XI Congreso de la Federación de Mujeres Cubanas, que abrigó La
Habana, se alzó -alta y fuerte- la voz de las delegadas en solidaridad con el pueblo
palestino y en reprobación de ese crimen de lesa humanidad que se comete hoy en
el orbe.
Los reclamos de las
féminas cubanas y del mundo en apoyo a Palestina tienen sus antecedentes hace
muchos años, de lo cual fue un ejemplo la filósofa, historiadora, socióloga, profesora universitaria, escritora y teórica política Hannah Arendt.
El siguiente
artículo, de nuestra periodista Gina Picart Baluja, nos acerca a la figura de Arendt.
CONOCIENDO A HANNAH ARENDT
Hannah
Arendt nació en Alemania en 1906, en el seno de una familia judía acomodada,
religión que profesó hasta su muerte. Fue educada de forma liberal por la madre,
de tendencias socialdemócratas.
El interés
de Arendt por la Filosofía comenzó en la infancia, y se sabe que a la edad de 14
años ya había leído La crítica de la razón pura, del gran filósofo alemán Inmanuel
Kant.
Fue
expulsada de la Enseñanza Media por problemas de indisciplina, presumiblemente
porque su formación socialdemócrata chocaba con la ideología prusiana de su
tiempo.
Estudió
en la Universidad de Marburgo, donde fue discípula de Martin Heidegger, uno de
los filósofos que más han influido en el pensamiento filosófico moderno
occidental.
Con él
sostuvo una relación amorosa clandestina que, al no poder soportar por más
tiempo, la llevó a cambiar de universidad en varias ocasiones hasta que,
finalmente, se graduó. Su tesis doctoral, titulada El concepto del amor en San
Agustín, llamó la atención de inmediato en los medios académicos de
Berlín y fue reseñada en importantes publicaciones filosóficas y literarias.
Mientras, Hannah se mantenía ejerciendo el periodismo.
A
través de amistades, se relacionó con el movimiento sionista alemán. Leyó a
Marx y a Trotsky. Analizó la exclusión social de los judíos, a pesar de la
asimilación, sobre la base del concepto de “paria”, al que opuso el suyo personal de parvenu (advenedizo, en
francés), inspirada por los escritos de Bernard Lazare.
En
1932, publicó el artículo La Ilustración y la cuestión judía,
en el que desarrolla sus ideas sobre la independencia del judaísmo. También se
pronunció contra la opresión de la mujer en la sociedad, aunque no se involucró
directamente en ningún movimiento feminista.
Antes
de la llegada de Hitler el poder, sus amigos alemanes la instaban a
considerarse alemana, pero ella respondía: “Para mí, Alemania es la lengua
materna, la filosofía y la poesía”. Su
germanismo no iba más lejos y siempre se consideró judía.
Trabajó
para una organización sionista, realizando
estudios sobre la persecución de los judíos, que entonces comenzaba en
Alemania, y albergó refugiados en su casa, por lo que en 1933 fue detenida una
semana por la Gestapo, tras lo cual comenzó a combatir frontalmente el
nacionalsocialismo.
En esa
actitud, se diferenció de muchos intelectuales alemanes y hasta judíos que
dieron su bienvenida entusiasta y esperanzada al nuevo régimen político.
Los
nazis le retiraron la nacionalidad alemana, por lo que la filósofa tuvo que
emigrar y estuvo años sin nacionalidad, hasta que en 1951 le fue concedida la
estadounidense.
Como
afianzamiento de su postura, rompió definitivamente con muchos de sus amigos
que se habían afiliado al partido nazi o simpatizaban con Hitler.
Fue a
residir a Francia, sin documentos de identidad, y allí volvió a vincularse con
el movimiento sionista francés, fundado por el periodista Theodor Herltz en el
siglo anterior, tras el proceso y condena de un oficial judeofrancés, trama conocida
como El Caso Dreyfus.
Ayudó a muchos jóvenes judíos
perseguidos por los nazis a huir hacia Palestina. Mientras Hannah se
involucraba cada vez más con la causa judía, su esposo lo hacía hacia el
comunismo. El matrimonio terminó divorciándose, y Hannah se volvió a casar con
un camarada afín con sus ideas.
A
principios de la década del 40, las autoridades francesas, en complicidad con
los nazis, comenzaron a deportar ciudadanos de nacionalidad alemana hacia ese
país. Hannah fue a parar al campo de Gurs, del que logró escapar tras cinco
semanas de internamiento.
Pasó a
residir en Nueva York, donde continuó sus estudios sobre la historia del pueblo
judío, lo que la llevó a reivindicar en muchos de sus artículos la creación de
un Ejército judío capaz de luchar junto a los Aliados.
A
pesar de ello, Hannah fue evolucionando hacia posiciones cada vez más críticas
sobre la concepción sionista del mundo, que comparaba con otras ideologías,
como el socialismo o el liberalismo.
Consideraba
que la libertad y la justicia eran los principios básicos de la política, algo
incompatible con la idea de un pueblo elegido.
Escribió un artículo sobre la
historia de Palestina
y la fundación del Estado de Israel,
en el que sostenía que la paz solo sería por el entendimiento y un acuerdo
justo entre árabes y
judíos.
Describió la falta de patria
como el mayor problema de los judíos, pero criticó a la mayoría de los dirigentes sionistas por negarse a ver la problemática del pueblo árabe.
Se
separaba de la política expansionista de algunos dirigentes judíos y defendía
la existencia de dos Estados, uno árabe y otro judío, que coexistieran en una
confederación, y que podría incluir también a otros pueblos árabes, no solo al
de Palestina.
En mi
opinión personal, la fórmula de Hannah Arendt hubiera sido, en su momento, una
mejor solución que todas las que han sido esbozadas después por negociadores de
la paz y foros internacionales. Aún ahora mismo es posible que siga siendo la
mejor opción, aunque las condiciones para su implementación ya han dejado de
existir.
Cuando
en diciembre de 1948 llegó a Nueva York Menajen Beguin, dirigente de la organización
terrorista Irgún, que había luchado
contra el mandato británico en Palestina, con la intención de conseguir
donaciones para su nuevo partido, Hannah
estuvo entre los intelectuales que publicaron una carta abierta de rechazo en
el New York Times, entre
cuyos firmantes se encontraba también Albert Einstein.
La
carta advertía claramente que se trataba de un partido de extrema derecha y
racista. Sin embargo, Hannah consideraba el antisemitismo como una ideología
que no estaba destinada a desaparecer y temía la repetición del Holocausto, por
lo que hasta el fin de su vida se mantuvo fiel al criterio de la absoluta
necesidad de la existencia de una patria para el pueblo judío.
Pero
si los trabajos filosóficos y de teoría política de Hannah son conocidos en los
medios académicos e intelectuales, aunque menos en la población en general, su
nombre saltó a la Historia cuando cubrió como reportera del New Yorker el
juicio al jerarca nazi Adolf Eischmann, secuestrado en Argentina por el Mosad y
juzgado en Jerusalem por sus crímenes contra el pueblo hebreo.
Sus
observaciones y análisis de la personalidad Eishmann la llevaron a elaborar su
concepto filosófico que definió como la “banalidad del mal”, sobre el cual
escribió su libro más conocido, Eichmann en Jerusalén,
un estudio sobre la banalidad del mal.
Hannah
tuvo posiciones políticas conservadoras en algunos temas, y en otros las tuvo
muy avanzadas. Llegó tan lejos en su osadía como para reclamar una
indemnización de parte de Alemania a los judíos expatriados y a los martirizados
en los campos de concentración nazis. En Nueva York, trabajó en la fundación de
un centro de documentación e investigación de la historia de los judíos de
habla alemana.
Se pronunció
contra la guerra de Estados Unidos contra Vietnam, que analizó en su libro Papeles del Pentágono,
publicado en 1971.
Trató
en diversas ocasiones el conflicto de la discriminación de los negros en los
Estados Unidos, cuya solución consideraba imprescindible para la supervivencia
de la República. Defendió el concepto de pluralismo en
el ámbito político y criticó abiertamente a la democracia representativa.
Su
justicia moral y su ética personal no aceptaban un mundo que no contemplara la
inclusión del otro.
También
rechazó abiertamente el concepto de culpa colectiva con que se quiso humillar
al pueblo alemán tras el fin de la guerra. “Donde todos son culpables, no lo es nadie”,
escribió, dando a entender que la culpa se diluye en el número hasta
desaparecer.
En la
evolución de su pensamiento filosófico llegó a acercarse al movimiento
existencialista francés, liderado por los intelectuales Jean Paul Sartre y
Albert Camus, aunque se identificó más con las posiciones del segundo.
Hannah Arendt continúa siendo
estudiada, y se le considera uno de los filósofos más influyentes del siglo
pasado en Occidente, lo que no significa que no sea una figura polémica dentro de
la Filosofía y la Teoría Política (no le gustaba que la llamaran filósofa, sino
teórica política). Su vigencia se debe, sobre todo, a aquella parte de su
prolífica obra dedicada al estudio de filósofos cimeros, como Sócrates, Platón, Aristóteles, Immanuel Kant, Martin Heidegger y Karl Jaspers, además de
representantes importantes de la filosofía política moderna, como Maquiavelo y Montesquieu. Y es gracias
a su pensamiento independiente, a su teoría del totalitarismo, a sus
trabajos sobre filosofía existencial
y a su reivindicación de la discusión política libre, que hoy Hannah Arendt
sigue ocupando un lugar muy importante en los debates filosóficos
contemporáneos.
Mis
conocimientos de Filosofía no son suficientes para juzgar a Hannah Arendt, pero
mi condición de mujer y mi conocimiento de la Historia sí me permiten
clasificarla como un ser de extraordinaria inteligencia y lucidez, sí, pero
sobre todo de una valentía inmensa, pues
haber mantenido sus posturas originales, independientes, contestatarias y en
favor de causas que aún hoy no han logrado triunfar, no obstante a su justeza,
en medio de las condiciones de extremo peligro en que transcurrió su vida -condiciones
de inseguridad, de ilegalidad, de falta de solidez en su estatus ciudadano-,
indican a las claras que poseyó un coraje personal a toda prueba.
Jamás hubo en su vida un acto de cobardía, aunque hayan existido oscilaciones en sus posiciones filosóficas y políticas, algo que es común en las grandes mentes intelectuales y científicas que asisten a su propia y larga evolución. (Gina Picart Baluja. Ilustración: red social X)
ARTÍCULO RELACIONADO
Concluye foro federación femenina cubana en Día Internacional de la Mujer
RSL