Hace muchos años, siendo aún corresponsal
de Radio Metropolitana, me paseaba una tarde por la calle del Obispo, en La
Habana Vieja, en busca de material periodístico para una de mis crónicas.
De repente, descubrí una orquesta de
músicos negros ancianos que tocaba en el café París.
Andaba yo por entonces muy
interesada en el jazz, y me detuve para preguntarles si podían tocar esa
música, a lo que accedieron, sonriendo con seguridad.
No habían pasado ni tres minutos,
cuando por todas las calles que desembocaban allí comenzó a llegar una marea
humana. La gente que no pudo entrar ni
acercarse lo suficiente se subió a las ventanas enrejadas, sobre los muros
cercanos, y en cualquier parte desde donde pudieran disfrutar aquellos acordes
tremendos que estremecían la tarde a un ritmo tan contagioso que, hasta yo, “patona”
consumada, quería mover mi cuerpo de alguna manera. Mejor jazz no he escuchado
ni siquiera en La zorra y el cuervo.
Poco después, leyendo las crónicas
de La Habana colonial y republicana, encontré que el café París es un lugar de
larga existencia y fue muy célebre en el pasado.
Los periodistas de la revista La Habana Elegante, aquella pléyade de
plumas brillantes y pensamiento osado, entre quienes se contaba el mordaz
escritor y gran poeta Julián del Casal, fundador del movimiento modernista,
solía reunirse en los cafés de Obispo, aunque al parecer el preferido fue el “Europa”,
donde ha quedado memoria de que Casal iba cada tarde a beber su té en un tazón
japonés legítimo.
Muchas tertulias de aquel grupo
vieron los cafés de la calle del Obispo, muchas discusiones, muchos nacimientos
de ideas que se oponían a los ya trillados caminos representados en la
literatura y la filosofía.
Aquellos ímpetus juveniles anunciaban
los albores del siglo XX, con sus vanguardias y sus renovaciones.
Casal y sus compañeros también
frecuentaban el café del Louvre, o de la acera del Louvre, como se le conoce,
donde se reunían estudiantes y jóvenes intelectuales habaneros fuertemente
independentistas, y donde se dice que Casal se encontró por primera vez con el Mayor
General Antonio Maceo.
Pero, volvamos al café París, donde
el paseante hoy ve mayormente a turistas.
Situado en la esquina de las calles Obispo y San
Ignacio, no fue el primero que existió en La Habana, pues hay noticia de que en
1772 ya existía el denominado La Taberna, nombre sin el mismo glamour que el “París”.
Todas las capitales de Occidente tenían
algún café con ese nombre, donde se reunían escritores, poetas y pintores, lo
mismo que en la Ciudad de la Luz. Eran sitios al aire libre o bajo techo,
mesitas de mármol con sombrillas, y tertulias que comenzaban ya muy tarde en
las noches, cuando arribaban los bohemios, y terminaban al amanecer, con la
concurrencia saturada de absenta y apestando a tabaco barato. El poeta peruano
César Vallejo y el pintor español Pablo Picasso fueron algunos de los habituales
de esos lugares.
La expansión de los cafetales y del
grano traído por los franceses, quienes llegaron al oriente de Cuba huyendo de
las matanzas de la revolución de Haití, pronto incorporaron la taza de café
negro y humeante a la oferta de chocolate caliente a la española y el té.
Con la llegada del hielo,
aparecieron los sorbetes, helados, granizados, jugos y batidos de frutas y
otras creaciones para halagar el paladar de los comensales, y proliferaron los
cafés en la villa de San Cristóbal, que no tardaron en sumar a sus menús la
deliciosa repostería pastelera, debida, también en buena parte, a la influencia
francesa.
Hubo muchas de estas casas para
disfrute de los habaneros: la Dominica, El Brazo fuerte, La Taberna, Noble
Habana, el Crystal Palace, Legrand, La Diana, El Louvre, De Marte y Belona, La
Lonja… Dicen que esta última fue la más elegante, y que el Cristal Palace era
el paraíso de las familias que llevaban a sus críos a disfrutar de un amplio
surtido de sabores de helados.
Eduard Otto, botánico y cronista
alemán y viajero que visitó La Habana, escribió:
Los
cafés tienen una gran importancia en la Habana porque son las únicas
diversiones y hay algunos muy elegantes; entre estos, el llamado La Lonja es el
primero. No recuerdo haber visto uno más grandioso en París. Tiene ocho grandes
salas y cinco bonitos billares. Los pisos están embaldosados de granito, las
paredes ornadas por hermosas pinturas en marcos preciosos y por espejos; no
faltan arañas, candelabros y relojes de mesa. El edificio tiene dos entradas
principales y dos mostradores donde se sirven bebidas calientes y frías de
todas las clases posibles, así como pasteles; pero los helados solo se sirven
hasta las siete de la noche. Esta Lonja, desde las 6 de la mañana, se ve
concurrida por criollos; allí se toma una taza de café o chocolate con pan
blanco, y durante el día, se leen los periódicos de todos los países y se toman
refrescos.
Todo
parece indicar que el café París era más pequeño, modesto e íntimo, y quizá por
eso fue preferido por cierta parte de la bohemia habanera, entre quienes se
contaban los periodistas.
Eran los
cafés, por ese entonces, con independencia de sus lujos, sitios preferiblemente
para ser frecuentados por hombres, y las pocas mujeres que allí acudían debían
hacerlo siempre acompañadas por caballeros. Otra cosa no era de buen tono.
El café París tiene al
respecto una leyenda que ya está casi por completo olvidada, y cuenta que allá
por finales del XIX apareció una dama bella y distinguida, de unos 30 años, y
se sentó sola a una mesa.
Tanto los
señores serios como los picaflores no tardaron en crearle diversas leyendas a
la atrevida: que si esperaba a un hombre en una cita de dudosa moral, que si
espiaba a un marido infiel…, en fin, pero ella, aún en su reserva de modales,
despertaba el deseo de muchos. No faltó algún decidido o irrefrenable chismoso
que se acercara a la mujer, pero ella lo ahuyentó con una sonrisa protocolar y
fría. Y siguió volviendo, siempre sola y casi al caer la noche, sin que nunca nadie
adivinara el motivo que la llevaba allí.
No tardó
en proponer algún gracioso o malintencionado una apuesta para ver quién lograba
la atención de la señora, y durante varios días una copa puesta en el mostrador
para recoger los dineros fue llenándose hasta rebosar, pero sin resultado. Ni
los más apuestos lograban nada de la hermosa.
Así quedó
descrito lo que ocurrió después:
Alrededor de un mes después, entró
en escena “el inglés”. Nadie sabía su nombre, le llamaban así porque era un
caballero vestido como un verdadero “dandy” londinense, tan bien parecido como
atlético, y con las maneras de un lord inglés, quien solía pasar por el café al
regreso de uno de sus muchos viajes.
Nada más llegar y ver a la dama, le
impusieron de la historia y la apuesta. El inglés sonrió enigmáticamente, pero
no se acercó a ella esa tarde. Sin embargo, días después regresó con un libro
bajo el brazo, tomó asiento en una mesa al lado de la dama, pidió un “bull”
(cerveza fuerte con azúcar que sí, se tomaba en aquellos tiempos) y abrió su
libro, sin dedicar a la mujer ni una mirada.
Al poco rato, uno de los lechuguinos
no resistió más la curiosidad y se acercó para preguntar qué leía con tanto
interés. El “inglés” le respondió lacónicamente: “Cartas de Amor.” – ¿Cartas de
amor? Pero eso es lectura para damiselas – dijo el lechuguino.
-No lo creas. Algunas de estas
cartas pueden enseñar a cualquier hombre cómo amar de verdad a una
mujer. Escucha esto:
“La próxima vez que te vea te cubriré
con amor, con caricias, con éxtasis. Te atiborraré con todas las alegrías del
espíritu y la carne hasta hacerte desmayar. Quiero que te sientas maravillada,
y que te confieses a ti misma que ni siquiera habías soñado con ser
transportada de esa manera. Cuando seas vieja, quiero que recuerdes esas pocas
horas, quiero que tiembles de alegría cuando pienses en ellas.”
Entonces, y ante el asombro de los
presentes, la dama misteriosa habló en voz alta, dirigiéndose al “inglés”: “Es
de Gustave Flaubert.” El caballero dedicó a su interlocutor una sonrisa
triunfal, y luego se volvió a la dama con gesto caballeresco y su mejor acento
británico: “En efecto, bella señora. ¿Lo ha leído usted?” – Es mi poeta
favorito- fue la respuesta.
Y se produjo el milagro: El “inglés”
se levantó de su mesa, y con un breve “me permite” tomó asiento junto a la
dama, extendiéndole el libro. “Creo que disfrutará hojearlo.” Ella, con una
sonrisa nada fría esta vez, lo aceptó, y a partir de ahí la conversación
continúo en tonos bajos y con alguna que otra sonrisa cómplice, ante la
estupefacción de los parroquianos.
Cayendo la noche, el caballero
extrajo su reloj del chaleco y anunció su intención de marcharse. La dama dijo
que también tenía que irse, y el “inglés”, galantemente, se hizo cargo de la
cuenta de ambos; después salieron a la calle Obispo conversando amigablemente.
Al día siguiente, el dueño del café
estaba encantado, más temprano que nunca comenzaron a acudir los parroquianos
en número cada vez más crecido, evidentemente con la idea de ver al inglés, que
debería acudir a cobrar el “bote”. Pero no regresó, ni ese día, ni el
siguiente, ni tampoco la dama. En verdad, a ella nunca más la vieron, ni en el
café ni en ninguna otra parte.
Para no alargar demasiado la historia, la dama nunca
regresó, y el inglés no quiso dar ninguna explicación sobre lo que había
ocurrido entre los dos aquella tarde ya lejana, hasta que un día los
parroquianos lograron que se pasara de tragos, y por fin confesó que no había ocurrido nada, porque la bella dama, la
elegante dama, la hermosa mujer, culta y refinada, era, en realidad… un hombre.
Después de semejante confesión, también el supuesto inglés desapareció del
mapa.
Si usted va por la calle del Obispo, no deje de mirar
en la dirección del café París, y si no le agrada lo que ve, trasládese con su
imaginación a lo que fue.
Yo lo he hecho, y no me arrepiento, pero de algo sí que me arrepiento amargamente: no haber preguntado su nombre a aquella maravillosa orquesta de jazz. Nunca la pude volver a encontrar, y tuve que conformarme con inmortalizarla en uno de mis relatos, JazzCuba, donde narré, con todos sus pormenores, la historia de aquella tarde mágica. (Gina Picart Baluja. Foto: Flickr)
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