Alguien me ha preguntado
por qué quiero escribir sobre el gran cómico cubano Enrique Arredondo. Mi
interlocutor es muy joven, no recuerda a Cheo Malanga ni a Bernabé ni al doctor
Chapotín, las grandes creaciones humorísticas de Arredondo, y le he respondido
que precisamente porque muchos como él tampoco recuerdan, es que quiero
recordarlo yo, pues esa es la labor del cronista: mantener viva la memoria de
una nación.
Pero de la nada sale nada, me dijo un día un cierto personaje, y tenía
razón, por lo que no se puede hablar de Arredondo sin antes poner en contexto
qué fue el teatro bufo, dónde se originó, cómo nació en Cuba y hacer un poco de
su historia, tan ligada a la sustancia misma de la cubanía.
La palabra bufo, derivada de bufón, nació de la célebre Comedia
del Arte, fenómeno de la cultura popular italiana del siglo XVI, dicen
unos, y XVIII afirman otros. No era una compañía de actores tal como hoy las
conocemos, sino un género popular con personajes fijos que representaban a las
diferentes clases sociales. Los actores eran mimos consumados y salían a escena
con máscaras perfectamente identificables que caracterizaban a los personajes,
y vestuarios muy coloridos que hoy nos parecerían extravagantes o circenses,
pero se derivaban de los grupos de volatineros medievales que actuaban en las
ferias de pueblos y ciudades, sobreviviendo de la caridad pública.
Las puestas en escena
tenían parlamentos, pero también canciones, bailes y acrobacias, en los que los
actores eran diestros. Las obras eran muy breves y las historias descabelladas,
y en ellas se hacía burla, en ocasiones soez, de los grandes temas del
intelecto y el espíritu, la política y, de alguna manera no siempre explícita,
la vida licenciosa de monjas y frailes. El público gustaba mucho de estas
representaciones, y solía rodear el estrado donde tenían lugar las cabriolas y
diálogos de los actores.
EN
CUBA
Existe constancia de que
la primera obra teatral cubana fue representada en La Habana, en un ranchón
rústico, por un grupo de jóvenes. Se titulaba Los buenos en el cielo y los malos en el suelo, y era una comedia
con elementos de sátira y parodia que más tarde, al separarse, dieron lugar a
géneros como la parodia, el sainete y el apropósito. Que no puedo describir
porque no tengo idea de lo que significó. Ello ocurrió en 1598 y ese año se
cita como el nacimiento no solo del teatro en Cuba, sino del bufo cubano, que
con el tiempo desarrollaría tipos y temas muy propios que contribuirían a la
conformación y reafirmación de nuestra nacionalidad. A mediados del siglo XIX
el bufo cubano ya tiene fisonomía propia. Sus personajes: el Negrito, ya no un
esclavo precisamente, sino un criollo vaguísimo, picarón y con mucho gracejo;
el Gallego, inmigrante, serio, trabajador, obstinado y con muy pocas luces; y
la Mulata, linda y zalamera que se alía con el Negrito para embromar o
aprovecharse del Gallego. Su lugar fue el teatro Martí.
Arquímedes Pous, nacido en 1891, iba
a estudiar Medicina por orden de su familia, pero amaba las tablas. Una noche,
mientras se encontraba ayudando a montar el escenario de un teatro, vio a un
familiar suyo que le buscaba. Se tiznó con carbón rostro y manos y se escondió
para no ser reconocido y devuelto a casa. Tenía entonces 15 años, pero su
carrera había comenzado y pronto fue contratado por el teatro Martí, de cuya
compañía de actores llegó a ser director. Además, en su condición
de coreógrafo, sobresalió en los bailes típicos cubanos y norteamericanos.
Actuó en teatros de Boston,
Nueva York,
Filadelfia
y otras ciudades de los Estados Unidos y de Montreal, Toronto y Ottawa, Canadá. Pasó a la
historia del teatro cubano como el mejor Negrito, gran actor y excelente
bailarín de rumba y danzón, pero murió prematuramente a los 34 años. Nunca
estuvo vinculado al Alhambra.
EL ALHAMBRA
Finalmente, el género,
tan gustado por el público, llegó, como todo lo humano, a su decadencia. Es
entonces cuando va al rescate el libretista Federico Villoch, nacido en 1869,
quien se educó en España. Estudió la carrera de Leyes, que no terminó por su amor
al teatro, era muy culto y ejerció también el periodismo de costumbres. Emigró
del teatro Martí al Alhambra, seguido por un grupo de actores entusiastas y
experimentados en el género. Escribió para la compañía más de 400 obras de lo
que hoy llamamos teatro vernáculo (no es exactamente el bufo), entre las que se
encuentra La isla de las cotorras, que sí
recuerdan todos los cubanos que hayan visto el antológico filme La bella del Alhambra, de Enrique Pineda
Barnet. Entre sus revistas más destacadas aparece La danza de los millones.
El
Alambra, teatro en principio solo para hombres, descrito como “templo al cuerpo
viviente de las bellísimas y nada pudibundas vedettes cubanas, reino de la picaresca y del arte popular en toda
su carnal y espontánea plenitud”, fue la sede de los bufos cubanos, también
llamados caricatos. Allí se representaron las mejores obras del género y se
dieron a conocer los teatristas más sobresalientes.
Además
del propio Villoch, se encontraban en el equipo los hermanos Robreño y
compositores del talento de Jorge Ankerman y Eliseo Grenet. No hubo suceso
político que no fuera convertido allí en motivo de burla, sarcasmo y crítica, y
entre el público que abarrotaba su lunetario, platea y “gallinero” se contaron
visitantes tan ilustres como Rubén Darío, Blasco Ibáñez, Valle Inclán, Jacinto
Benavente y García Lorca, aunque la lista fue mucho más nutrida, pues era internacionalmente
conocida la recomendación: “Si vas a La Habana no te pierdas el Alhambra”.
Y de este linaje ilustre
en el teatro cubano musical, en el que se incluye el género bufo, desciende Arredondo,
nacido en 1906, quien, además de en la escena, trabajó en el cine, la radio y
la televisión, y creó los mejores personajes del humor en la segunda mitad de
la república.
“MENTIRA,
TÚ ME STÁ 'NGAÑÑÑÑÑANDO…”
Arredondo, por el
contrario de Pous, no comenzó en el teatro, sino que antes trabajó como mensajero,
repartidor de pomos de leche en carretilla, conserje, cartero, descargador de
ladrillos, pelotero, vendedor de ropa, zapatero y cualquier cosa
que se le presentara. En 1923, ya lo encontramos actuando en varias compañías
con las que recorría la isla, pero no solo actuaba, bailaba y cantaba, sino que
también fue libretista como Villoch. En 1934, fue contratado por el Alhambra
para sustituir al actor Sergio Acébal en el personaje del Negrito.
Cuenta una anécdota que
su padre, quien soñaba con verlo convertido en un dentista respetable,
conociendo su verdadera vocación trataba siempre de desanimarlo diciéndole que
él no servía para el teatro, que no tenía vis cómica, etc., y una noche en que
le repetía una vez más su discurso, le puso como ejemplo la actuación de un
Negrito que había visto en el Alhambra (o tal vez en otro teatro), a lo que
Arredondo le respondió con modestia: “Ese negrito que usted vio era yo”. El
padre, entonces, le regaló dos costosas camisas de seda “para que se presentara
en escena con prestancia”. Y se acabaron las oposiciones familiares.
En 1940, fundó su propia compañía y realizó presentaciones en Tampa, en Puerto Rico y en varias
ciudades de México, como Mérida, Veracruz, Campeche, Oaxaca, Chiapas y México D.F., donde fue
contratado para actuar en una revista musical junto a cómicos mexicanos tan
célebres, como Tin Tan y
"Palillo".
En la radio interpretó varios personajes, y durante 10 años fue el
Chicharito del famoso dúo Chicharito y
Sopeira. También para la emisora CMQ creó el personaje del doctor Chapotín,
y hasta su muerte se mantuvo como parte del elenco de programas tan gustados, como
Alegrías de sobremesa.
Para el cine trabajó en los filmes Que suerte tiene el cubano, Nuestro hombre en La Habana con Noel Coward, Alec Guinness y Mauren O’Hara, y en 1977
actuó en Son o no Son, película dirigida por Humberto García Espinosa.
Pero fue en 1956, al comenzar en la televisión, donde Arredondo brilló en
todo su esplendor. Ya vamos siendo menos quienes recordamos al bravucón, pero
en el fondo cobardísimo Cheo Malanga, de San
Nicolás del Peladero. En 1969, entró a formar parte del elenco del programa
Detrás de la fachada, conducido por
Consuelito Vidal y Cepero Brito, quienes con su inolvidable aviso: “Mira para
allá”, dirigían las cámaras hacia los actores, que en ocasiones se salían del
set para interactuar con ellos, como aquella vez divertidísima en que Arredondo-Bernabé
le fue arriba a Consuelito y le estampó un sonoro beso en el cuello diciendo
después: “¡Cuando yo quiero besar, beso!”, y ella, cogida totalmente por
sorpresa, tuvo que improvisar para salir del paso. Arredondo, sorprendido al
verla de momento sin saber qué hacer, le dio un compás de segundos para que se
repusiera, y quitándose su sombrerito lo arrojó al suelo mientras gritaba: “¡Y
lo tiro porque es mío”! Eran tiempos de gloria en la televisión cubana, con sus
sets “de palo”, una sola cámara y unos actores tan brillantes y creativos que
eran capaces de salirse de libreto e improvisar un programa por sí mismos
únicamente auxiliados por su imaginación. En
San Nicolás… Arredondo tuvo momentos sublimes de humor junto al también
actor cómico Germán Pinelli, tan versátil, en su papel del estirado, ridículo y
lamebotas plumífero Éufrates del Valle. Sus “morcillas”, como se llama en la
jerga actoral al parlamento o frase improvisados, se hicieron célebres y
pasaron al habla popular. Todavía se escuchan de vez en cuando en alguna boca
que por causa de la edad no conserva ya su dentadura original.
“Monarca del disparate y del absurdo, soberano de la risa”, lo llamó en
1981 el periodista Mario García del Cueto. Yo no me creo capaz de describir su
ingenio verbal, que era mucho más que la apología del disparate, pero sí
recuerdo que Arredondo tenía una expresión corporal única. No solo era un
consumado bailarín, sino un mimo de primera categoría, y creó un estilo de
movimiento para sus personajes que era una mezcla de espantapájaros con muñeco
de palo y juguete de cuerda. Tenía una forma inolvidable de subirse la cintura
del pantalón hasta casi la mitad del pecho, de un golpe y usando solo los
codos, y un modo inimitable de batir los brazos rígidos de arriba a abajo,
vertiginosamente, para reafirmar algo que estaba diciendo con gran convicción.
Nadie podía controlar la carcajada al verlo hacer aquellas locuras. Yo era una
niñita, pero jamás me perdí un programa donde él apareciera, ni mis padres
tampoco, y nuestras risas atronaban la salita de nuestro apartamento. Nadie se
le podía resistir a aquel cubano nacido para obligar al mundo entero a “sacar
la cajetilla” cada vez que él quisiera.
Arredondo escribió su autobiografía, que tituló La vida de un comediante, publicada en 1981 por la editorial Letras
Cubanas. En esas páginas el lector podrá descubrir que además de amante de la
actuación fue un fanático de la pelota, como legítimo cubiche. Y verá, además,
que su ídolo fue siempre Arquímedes Pous. Él declaró en entrevista a la prensa
que durante la presentación del libro tuvo que firmar miles de ejemplares. No
lo dudo y no creo para nada que fuera una de sus antológicas exageraciones.
Durante los últimos años de su vida participó en varios proyectos y
revistas satírico-musicales, en colaboración con los prestigiosos humoristas Enrique Núñez Rodríguez, Héctor Zumbado y Alberto Luberta. Falleció
en 1986, tras una larga y penosa enfermedad. Y esta es la historia de un cubano
icónico que creyó firmemente en el poder de la risa, y en la absoluta necesidad
de ella para mantener sanos y lúcidos el corazón y el alma de los hombres. (Gina Picart Balauja. Foto: Internet)
FNY