El Hotel Nacional de Cuba, insignia de la hotelería desde la segunda década del siglo XX, ha
visto desfilar por sus salones a muy ilustres personalidades internacionales
del arte, la cultura, la economía, la política, el espionaje y hasta de las
altas esferas de la mafia.
Sobre la visita y estancia de varias de ellas se ha escrito
mucho, pero poco sobre la presencia en esos hermosísimos y majestuosos salones
de un señor grueso, rubicundo y
canicalvo, de aspecto poco interesante, aunque bien trajeado, y muy
aficionado a nuestro ron y a los puros cubanos de la marca Romeo y Julieta.
Este señor entrado en años era nada menos que el ex primer
ministro del Reino Unido de la Gran Bretaña, Winston Churchill, uno de los tres grandes estrategas que lideraron
a los Aliados contra los nazis de Adolf Hitler durante la Segunda Guerra
Mundial.
Churchill, uno de los hombres más famosos de su época, llegó
a La Habana en febrero de 1946. Si tenía algún propósito secreto en su agenda
relacionado con Cuba, es algo que probablemente nunca sabremos, pero de manera
oficial se anunció que su viaje era solo una escala de una semana en su
tránsito a los Estados Unidos, donde iba a reunirse con el presidente Harry S. Truman.
El gran político tenía muy bien ganadas unas cortas
vacaciones en El Caribe. ¿Por qué no? Después de todo éramos un país amigo que
también le había declarado la guerra a
Alemania.
Puede que su elección cubana estuviera relacionada con
ciertas nostalgias de juventud. Había venido por primera vez cuando no era más
que un corresponsal de prensa enviado a La Habana para cubrir los
enfrentamientos del Ejército Libertador
cubano con las tropas españolas durante la Guerra del 95.
En medio de un combate entre los mambises (combatientes cubanos
por la independencia) del General Máximo Gómez y las tropas coloniales, fue
levemente herido por un disparo.
Su estancia habanera duró apenas un mes, pero, de aquella
visita dejó escritas interesantes crónicas periodísticas sobre nuestra contienda anticolonialista.
En ellas alabó el valor de los insurrectos y calificó a
nuestro machete de “cuchillo terrible”.
Aunque en aquel febrero caluroso no había solicitado ninguna
conferencia de prensa, esta se convocó, y los concurrentes, todos damas y
caballeros de la alta sociedad habanera más unos pocos periodistas, se lo
encontraron en la terraza del hotel aspirando el humo de su aromático habano,
sosteniendo una copa de ron añejo en su mano y hojeando tranquilamente, pero
con visible interés, un álbum de viejas
fotografías capitalinas.
Tuvieron que esforzarse para que el visitante les prestara
alguna atención.
Entre rones, langostas, carnes a la brasa y habichuelas
salteadas, el hábil político pasaba sus días habaneros.
Odiaba y disfrutaba a la vez la inestabilidad del clima y le
encantaba darse chapuzones en la piscina del hotel. Además, practicó con
fruición una de sus más arraigadas aficiones: la pintura de acuarelas, algo que
hacía en los jardines de la instalación, con el mar a la vista y cerca de la
vieja batería de cañones de La Reina.
Y aquí nace un misterio que hasta hoy parece no tener
explicación. Aquellas acuarelas que Churchill pintó entonces no las llevó
consigo a los Estados Unidos, solo empacó su equipaje y sus cajas de habanos
cubanos, pero, inmediatamente después de su partida, las acuarelas
desaparecieron.
En el año 2000, su
nieta vino a La Habana, se hospedó en el Hotel Nacional de Cuba y dialogó
con la Administración del recinto para ver si era posible recuperar las
acuarelas de su abuelo.
Era gerente en aquel tiempo Antonio Martínez, quien hizo lo posible por satisfacer el deseo de
la nieta del gran hombre. Ella, por su parte, entrevistó a varias personas, y
fueron interrogados hasta algunos trabajadores ya jubilados, quienes habían
estado en activo durante la visita de
Churchill y lo habían atendido.
Estos declararon que, aunque lo vieron pintando en varias
ocasiones, e incluso llevándose el caballete y los tubos de colores en su auto
cuando iba de excursión, en el equipaje de partida del gran político británico
no detectaron nada parecido a embalajes de pinturas.
Hasta hoy, las misteriosas acuarelas, que por otra parte
ningún cubano vio con atención, aún siguen perdidas. ¿Qué fue de ellas? ¿Eran
obras de valor? Probablemente no, puesto que el nombre del pintor aficionado no
resuena en la historia del arte inglés. ¿Fueron sustraídas como fetiches por
alguien con espíritu de coleccionista o de comerciante subrepticio, en espera
de poder venderlas más por el valor de la firma del artista que por su calidad?
¿O tal vez se extraviaron en medio de la prisa de los viajeros por tomar el
avión, y quedaron olvidadas en algún almacén o algún sótano del hotel, o las
barrió uno de los tantos ciclones que han castigado a la célebre mole de dos
torres…?
Nadie lo sabe. Nunca ha habido respuesta para la incógnita
del paradero de las acuarelas habaneras
de Winston Churchill. Pero él pareció no lamentar mucho la pérdida, pues,
según testimonio de su nieta, siempre recordó aquellas vacaciones habaneras
como los mejores días de su vida.
Ese no es el único misterio que encierra el Hotel Nacional
de Cuba. Tiene muchos, incluso posee sus fantasmas, como la voz gutural e
inolvidable que se grabó por detrás en el casete durante una entrevista
realizada por mí a una pareja de rescatistas suizos, en un bar Sirena donde
solo estábamos nosotros tres y un barman soñoliento que nunca dijo una palabra;
una voz que parecía provenir del fondo de una cueva y hablar en un protoidioma remotísimo.
Y a lo mejor hasta algún crimen que nunca se divulgó, lo
cual no es improbable, habiendo hospedado en sus suites a tantas personalidades
importantes con vidas demasiado, pero demasiado,
intensas.
Tal vez algún día regresen a la luz pública las acuarelas
perdidas de Winston Churchill. Queda pendiente la noticia. (Gina Picart Baluja. Fotocomposición: Facebook)
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