Leyendas sobre el cementerio protestante de La Habana


¿Concedió siempre Inglaterra tanta importancia a la vida después de la muerte de sus ciudadanos fallecidos fuera de su país natal o solo fue una exigencia hecha a España como una forma de incordiar al imperio enemigo por las muchas y viejas pugnas que ambos colosos habían sostenido a través de la Historia?

No tengo respuesta para esa pregunta, pero lo cierto es que, en 1667, España e Inglaterra firmaron en Madrid un tratado entre cuyos puntos se encontraba el destino final de los ciudadanos ingleses de religión protestante que murieran en territorios españoles o bajo mandato español.

La sección 35 de este acuerdo señalaba explícitamente:

“(…) se concederá y señalará un cementerio cómodo y conveniente para enterrar a los súbditos del Rey de la Gran Bretaña que fallezcan dentro de los dominios el Rey de España.”

La petición se basaba en un argumento obvio: los ritos católicos para dar sepultura a cadáveres difieren mucho de los ritos protestantes para el mismo fin. Hasta ese momento, había sido costumbre enterrar a los muertos en los templos, pero ¿cómo se sentiría un espíritu inglés descansando rodeado de imágenes de santos católicos y misas y rezos que ya había repudiado en vida? No muy conforme, y menos aún resignado.

El cementerio protestante fue finalmente construido en los terrenos de El Vedado vendidos para ese propósito por el habanero Antonio Frías, en el área hoy comprendida entre las calles 11, 15, B y E, al fondo de la actual parroquia de El Vedado. Estaba a cargo del capitán general Don Salvador del Muro y Salazar, luego marqués de Someruelos.

El problema surgió cuando, además de los muertos protestantes, se quiso sepultar allí a los negros bozales.

Según Frías, antes de la construcción del nuevo cementerio, los enterramientos se producían en el mayor desorden, “en medio de tablas de boniato que allí tenían sembrados”. Incluso, se queja de que en otros puntos de aquella hacienda “se encuentran cuerpos muertos que horrorizan a los caminantes que transitan y pasean por las playas fronterizas a la hacienda”. Al parecer los perros jíbaros desmembraban los cuerpos, y las auras los despedazaban a la vista pública.

Alarmado el Cabildo por semejante amenaza a la salud de la ciudadanía, nombró un comisionado para tratar el asunto.

Un año más tarde, surgió la proposición de crear un cementerio para los negros bozales. Es de suponer cómo esta decisión sublevó a los comerciantes protestantes radicados en La Habana, quienes no soportaban la idea de que sus restos mortales se mezclaran con los despojos de los bozales.

Al fin, se decidió separar el área de blancos de la de los negros difuntos con una cerca de madera.

Hubo muchas peleas, algunas feroces, sobre el tema de quiénes debían dirigir el cementerio, si españoles o ingleses. Finalmente, el cementerio quedó abandonado.

A esa área, se accedía llegando por la punta de la Batería de Santa Clara, hoy terrenos del Hotel Nacional de Cuba, y de ahí probablemente por un camino que es hoy la calle Línea se llegaba por fin al cementerio, que en tiempos de don Miguel Tacón se encontraba ya tan abandonado que servía para enterrar gente asesinada y muertos anónimos víctimas de los más atroces crímenes.

No es difícil imaginar que un sitio así de deplorable y abandonado llegara a convertirse en un lugar evitado por lo habaneros debido a su aspecto tenebroso.

Cobró fama de lugar temible del que todos intentaban alejarse. Era tal el descalabro que el funcionario inglés David Turnbull llegó a afirmar en una carta personal: “si tuviera que perder a algún miembro de mi familia, más bien que enviar sus restos a semejante lugar preferiría consignarlos al fondo del abismo”.

Hubo proyectos para revertir la situación y mejorar el sitio, pero resultaban muy costosos. Cuando el capitán general Leopoldo O’Donnell llegó al poder, pidió informes sobre el estado de la necrópolis protestante, y esto fue lo que se le respondió:

“(…) sin puertas y parte de sus murallas caídas, por donde se introducen los animales para extraer los restos humanos.”

O’Donnell decretó que se llevara a los protestantes al cementerio católico de Espada para descansar en su última morada.

El cementerio protestante fue clausurado por O’Donnell a mediados del siglo XIX, bajo presión por las quejas ciudadanas sobre su estado de conservación. Pesó sobre todo en su decisión la carta de cierto afamado médico capitalino, quien le contó cómo, habiendo ido a herborizar acompañado por dos de sus niños asistentes, vio escenas tan dantescas en el macabro sitio, que terminó suplicando respeto para los restos mortales del hombre, independientemente de raza o condición.

Aún hoy corren muchas leyendas urbanas acerca del cementerio de los protestantes. (Gina Picart Baluja. Foto: tomada del diario Granma)

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FNY

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